Noche en Tintagel. Verónica Pazos
gusto lo haría, pero para eso necesitamos encontrarte una buena esposa. No puedo entrenar a tus bastardos.
Uther hizo un gesto para quitarle importancia.
—Todavía no he conseguido encontrar a ninguna cuya belleza y posición sean dignas del trono de Bretaña.
—¿Y qué tal si te centras solo en la posición? La corte ha comenzado a impacientarse, no tienes hermanos y, si mueres ahora, no habría nadie para…
—Qué bien que no tenga planeado morir pronto, entonces.
Gorlois frunció el ceño.
—Pero…
—¿Es eso lo que hizo que tomaras a la bella Igraine? ¿Poder engendrar hijos para que tu linaje no terminase? ¿Tanto te aterra?
—¡No! —repuso, con firmeza—. Claro que me aterra, como a todo hombre sensato, pero sabes bien que no fue por eso, el amor que siento por Igraine es puro.
—Seguro que no tiene que ver que sea conocida por su belleza en todo el reino… Estoy deseando que me la presentes. Deberías traerla al banquete de celebración.
—¿Qué celebración? ¿Estamos ya en Pascua?
—No, amigo. —Uther le puso la mano en el hombro, su rostro cansado, recordando las palabras del merlín que tanto se había esforzado en apartar—. Hemos de partir a la guerra una última vez.
El merlín observó la sombra recortada del rey. Su destino. Lo que fue, lo que será.
I
Podría no haber sido una tormenta tan violenta, podría no haberse hecho de noche, Gorlois podría no haberla enviado a Tintagel, Uther podría no haber suplicado a Merlín hasta que su voz se hubo marchado, ya agotada, hacia el mar. Pero es una tormenta muy violenta, es una noche muy cerrada, Tintagel está sobre el agua y Uther está en Tintagel.
—No se puede asediar Tintagel. —Uther repite con sorna las palabras de su amigo Ulfin—. Así que no lo asediamos.
Ulfin quiere reírse, aunque está demasiado oscuro como para que Uther note o no su sonrisa y Ulfin no puede dejar de mirar los muros, que son demasiado altos y demasiado gruesos y ellos, Uther y él, son demasiado pocos.
—Un plan brillante, desde luego —termina por contestar—. ¿Dónde está Merlín?
—En el agua. —Uther recoge su yelmo y echa a caminar con él debajo del brazo—. Está intentando colarse por el pozo.
—¿Por el pozo? —Ulfin lo sigue a grandes zancadas; el sonido de su armadura resonaría más si no fuese por los rayos—. ¿Cómo demonios va a salir del pozo?
—Dijo que necesitaba ver el rostro del duque —se limita a responder.
Ulfin enarca una ceja. Decide que él no sabe de magia como no sabe del amor que lleva a su amigo a viajar a Tintagel, como tampoco sabe de la construcción de los muros o de la rotación de cultivos en otoño. Ulfin sabe de muy pocas cosas, pero entiende la lluvia. Las hojas de los árboles arrojan gruesas gotas a sus mejillas cuando alza el rostro para observar el cielo. Uther lo llama desde un poco más lejos, cuando descubre que se ha quedado atrás, dice su nombre dos o tres veces y Ulfin se disculpa, aunque no demasiado, antes de seguirlo.
—Mira esto…
Uther traga saliva y señala el mar, que se derrama hacia las últimas líneas de bosque. Los peñascos sobresalen de su oleaje como puñales en el pecho de la Virgen, piensa Ulfin, como clavos en la puerta que hemos de tirar, piensa Uther.
—¿Y Merlín ha decidido lanzarse ahí?
Uther sacude varias veces la cabeza antes de hablar, rumiando el color blanquecino de la espuma, tan abundante que parecen estar ante un mar de cal. El contraste con el cielo es casi insoportable.
—Es un mago.
Ulfin se esfuerza en no suspirar, resignado.
—Ya sé que es un mago, pero eso no lo exime de ser mortal.
—Creía que justo eso era lo que significaba ser un mago.
Una de las nubes mayores se aparta con gentileza, dejando paso a la luna, que intentaría reflejarse sobre el agua si la zozobra de esta lo permitiese.
—Está llena —anuncia Uther.
—¿Es eso bueno o malo?
—Da igual, la tormenta la tapará de nuevo. Vamos.
Ulfin sospecha que, si el cielo estuviese completamente desnudo y recién nacido, la luz haría evidente el engaño que Uther pretende, y casi lo desea.
Su amigo camina por el límite del bosque, hacia el castillo, y Ulfin lo sigue con obligada diligencia, aunque de vez en cuando todavía mira al cielo.
—¿Cómo vamos a saber si Merlín ha tenido éxito? —pregunta.
—Supongo que nos lo hará saber.
—Ya, pero ¿cómo? Quiero decir… sin él no podemos entrar en el castillo.
—Pues nos lo dirá desde fuera. —Uther levanta el brazo para pedirle que se detenga cuando ya se puede divisar, con cuidado entre los troncos, el sendero que sube a Tintagel—. Mira, ahí siguen los guardias.
El camino es estrecho y sin barandas, hecho de roca sin pulir ni tallar, roca bárbara e intratable para una fortaleza bárbara e intratable —el mar, no Tintagel, aunque eso solo lo piensa Ulfin—.
Uther sonríe casi sin querer mientras busca con obcecada devoción las ventanas del torreón, que sobresale en el centro. Se pregunta si Igraine estará dormida, leyendo, tejiendo, si estará peinándose los cabellos frente a un espejo engarzado de piedras traídas de Persia, anhelando un caballero que la rescate como en las grandes historias. Quizá, opina Ulfin, añorará a su marido.
—Es hermosísima… —murmura Uther.
—Es una buena fortaleza, desde luego —corrobora su amigo, a pesar de que sabe que no es eso a lo que se refiere—. ¿Es ese Merlín?
Ambos se inclinan hacia delante y los tres guardias apostados en las puertas caen dormidos, o muertos, al suelo. Tras ellos hay una figura escuálida, menuda, apenas humana. Ulfin no lo reconoce por la túnica purpúrea, ni por la larga barba que se enrosca en su cintura, sino por cómo la lluvia se aparta, con sutileza, con temor o respeto, para no tener que rozarlo.
Ulfin se coloca el yelmo, Uther no y Ulfin lo mira de reojo, llegando a sospechar, como en una traición, que quizá quiere que lo descubran. Las ventanas del torreón, después de todo, se ven desde aquí.
—¡Merlín! —lo saluda el rey cuando llegan a su altura, y ni siquiera observa los guardias que, Ulfin comprueba agachándose para levantarles las viseras, han muerto—. ¡Lo has conseguido, amigo!
—Están muertos —anuncia Ulfin.
Pero Uther abraza con fuerza a Merlín y sonríe tanto que parece que los labios le van a cortar el rostro.
—Mejor tres muertos aquí que trescientos en Domilioc —se excusa Merlín.
—¿Qué debemos hacer ahora, amigo? —insiste Uther—. ¿Has visto a Gorlois? ¿Puedes convertirme en él?
—Puedo darte su aspecto.
—¡Eso quería! ¡Oh, carísimo amigo! Pinta en mi rostro el suyo y hazme ser igual a Gorlois de Cornualles,