Noche en Tintagel. Verónica Pazos

Noche en Tintagel - Verónica Pazos


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derecha cuando no debía, confiado como estaba en su sentido de la orientación , y volvió a girar otra vez en el momento menos indicado, hasta que vio un pequeño arroyo que discurría con inusitada lentitud. Deseó beber de él, pero entonces se contaminaría y no podría volver a beber nunca. Aun así, caminó a su lado, porque seguramente los perros sí querrían beber.

      No tardó mucho en llegar a un pequeño claro en el que el arroyo desembocaba en una laguna ancha como un día de verano. Tenía un precioso tono azulado y los árboles del bosque la respetaban guardándola con una muralla natural. La superficie estaba lisa, la hierba, inmutable. No había rastro de sus perros ni de los salvajes. Esa parecía ser la fuente de todo el silencio.

      Justo en la orilla más cercana del lago había un hombre de espaldas a él.

      Pwyll vio que llevaba ropas nobles, a pesar de que de poco le servirían la saya y las mallas en los dominios del bosque. Vestía por completo de negro, salvo por una pequeña franja plateada al final de las mangas.

      —Buenos días nos dé Dios, amable amigo —se dirigió a él, acercándose con el mentón bien alto porque nunca había sido muy listo, pero le gustaba creerse valiente—. ¿Esperáis reuniros con una agradable doncella al amparo de estos bosques, quizá? Decid vuestro nombre, entonces, pues estas tierras pertenecen a la Corona.

      El hombre se giró para mirarlo cuando habló y Pwyll se detuvo en cuanto lo hizo. Bajo el cuidado cabello negro, se ocultaba una calavera de ciervo, aunque no había rastro alguno de los cuernos. Pwyll pensó que quizá era uno de esos locos que huían a la montaña y se disfrazaban de salvajes a la manera de los hombres antiguos, pero no logró ver ningún resquicio de carne que indicase que se trataba solo de una máscara.

      —Eran mis perros esos que espantaste —dijo—, a los que había alimentado con mi propia carne. Mi nombre es Arawn, Pwyll de Dyfed, y yo también soy un príncipe.

      Su voz sonaba ronca, astillada, una plancha de madera aún sin limar. Pwyll lo comprendió entonces: todos los sonidos del bosque que habían huido lo habían hecho para congregarse en la garganta de aquel hombre.

      —Exijo una compensación —continuó avanzando sobre la hierba con los pies descalzos, de dedos largos como piernas de niños—. Durante un año y un día, tú habitarás Annwn, el reino del Otro Lado, donde yo tengo mi corte, y yo habitaré la tuya, de tal manera que durante un año y un día sufras en tus carnes los dolores de la muerte y yo me dedique a cazar en compañía de los lobos. Durante ese año y ese día, insolente Pwyll, ambos cambiaremos nuestros rostros.

      IV

      Igraine va a continuar hablando, pero Uther la sujeta con fuerza de la muñeca, la obliga a mirarlo. Hay genuina inocencia en sus ojos.

      —¿Qué ocurre? —le pregunta, sin poder ocultar la sorpresa—. ¿Acaso temes a las criaturas del Otro Lado?

      Uther afloja el agarre, aunque no la suelta. El cabello de Igraine brilla, crepuscular, al amparo de la luna. Le sostiene la mirada, no está asustada.

      —Es un mal augurio —termina por mentir él, que decide que ha de creer en su inocencia, o fingir que la cree—. No hables de esas cosas antes de una batalla.

      —Todo son malos augurios a tus ojos. Creía que te gustaban las historias sobre la gente escondida. «La dama del lago», siempre me decías, hace años cuando nos casamos, «háblame de la doncella del agua».

      —Háblame de la dama del lago, entonces, pero no del príncipe de la muerte.

      —Creía que te animaría para mañana, ¿sabes cómo continúa?

      —Claro que lo sé. El capellán también me contaba ese cuento —no miente, sin querer se le escapa una verdad—, simplemente, no veo por qué habría de animarme.

      —¿No te parece que acaba bien?

      Uther escudriña su rostro en busca de sospechas. El caballero tiene el cuerpo tenso, la espalda recta, la mandíbula apretada, a pesar de que intenta relajarse. «Es por la guerra», le dirá si le pregunta, cuando le pregunte, «es por la guerra y el destino», y ahí se le habrá escapado la segunda verdad. Pero Igraine hace tiempo que ha notado el cuerpo tenso, la espalda recta, la mandíbula apretada, así que no tiene necesidad de preguntar; lleva su mano, sin titubear, hacia la mejilla de Uther y… lo toca.

      Es un tacto suave, como habría esperado, aunque cálido y sudoroso.

      —No. No me parece que acabe bien —contesta al final.

      Igraine le acaricia el pómulo con el pulgar cuando lo oye. Arquea las cejas, habla con tono divertido:

      —¿Es que una historia solo acaba bien si acaba contigo venciendo? —Baja la mano hasta llegar al mentón—. ¿Contigo en el trono de Bretaña? —Ahora la detiene en el cuello—. ¿Contigo degollando con tu propia espada a Uther Cabeza de Dragón?

      —No descansaré hasta que pague por lo que hizo —contesta, rápido, feroz.

      Recuerda bien lo que hizo.

      —Esa sucia rata traidora… Os criasteis juntos, confiabas en él.

      —Y él confiaba en mí.

      —Lo detesto. —Igraine aprieta las mantas entre los dedos, con rabia—. ¿Recuerdas la noche en que Uther me conoció?

      Eso también lo recuerda bien.

      —Estabas bellísima con un vestido verde y el cabello recogido con flores.

      —Y sus terribles ojos ardían con pasión.

      —Y sus terribles ojos ardían con pasión.

      Igraine se inclina hacia delante sobre las mantas. Acerca el cuerpo al de él y no se detiene hasta que sus labios están tan cerca de los de Uther que puede sentir su respiración rozándolos. Mira su boca cuando vuelve a hablar:

      —Qué hombre tan repugnante.

      Y entonces lo besa.

      Un beso casto y sencillo. Un beso seco, breve, pero un beso, al fin y al cabo. Uther sonríe y quiere volver a sostener su muñeca, obligarla a enfrentarlo, besarla hasta que deje de ser seco y breve, pero Igraine ya se ha vuelto a apartar, se sienta en su lado de la cama, abrazada a sus rodillas sobre las mantas, y mira por la ventana. Uther siente terror. ¿Se habrá dado cuenta ya? ¿Gorlois no la besa así? ¿Debería imitarla? ¿Debería irse? Es peligroso, ha sido un necio, es peligroso, puede llamar a los guardias, llamar a su marido, coger ella misma el cuchillo. Ah, aún es pronto, todavía se ve la luna en lo alto, y él ha pagado un precio muy caro por disfrutar una sola noche.

      Igraine, sin embargo, solo parece bañada de una pena infinita.

      —¿Qué es eso que tanto te apena, que hace que tu ánimo se apague y se cierna la noche sobre tu alma? —pregunta Uther, que pasa un dedo por su cabello, enroscando en el índice un largo mechón de Igraine—. ¿Qué temes, amiga querida?

      —Pendragón. —Uther siente un deseo enorme y redondo cuando Igraine pronuncia el nombre en su lengua materna—. ¿No te preocupa Pendragón? Quizá ha abandonado Domilioc y planea venir aquí…, atacar esta noche…

      Uther no tiene ni que fingir reírse.

      —No se puede asediar Tintagel —repite las palabras de Ulfin, esta vez sin burla—. Está sobre el mar y rodeada de él por todos los costados, como un barco sobre la tierra, y la única entrada es un estrecho sendero rocoso, al final del cual bastan solo tres hombres para defenderlo de todo un ejército.

      Igraine aprieta la colcha contra el pecho y deshilacha la tela con uno de sus anillos.

      —¿Y si no intenta asediarla?

      Uther piensa que qué pena que sea tan hermosa, qué pena que sea tan lista, qué pena que sea Igraine,


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