Noche en Tintagel. Verónica Pazos
y mi voz. Iguálame en peso y altura, en todo lo que se pueda percibir a la vista, salvo, quizá, el corazón.
Merlín obedece y cambia por completo la apariencia de Uther, a quien Ulfin no reconoce ya ni por la armadura, hecha a la manera de la de Gorlois. El cabello es ahora más corto y más fino, quizá más claro si la lluvia no lo apagase. Uther se retira uno de los guanteletes para poder tocarse el rostro.
—¿Ya? ¿Ya está? ¿Tan fácil?
—Tan fácil. Ven, Ulfin, ahora nosotros debemos convertirnos en estos guardias.
Ulfin no se mueve. Merlín avanza en su lugar. Pasa la mano por delante del rostro del caballero y este no siente la necesidad de acariciarlo para comprobar que ha tenido éxito. Prefiere pensar que no, a pesar de que ahora el yelmo que lleva parece haber aumentado un poco en el peso. El mago repite el proceso con su propio aspecto y la túnica se convierte en una armadura de placas, vibrante con la lluvia. La lluvia. Ulfin se pregunta si será la primera vez que Merlín la siente, aunque, si este cuerpo no es el suyo, no la estará sintiendo de verdad. Piensa en cómo eso puede aplicarse a Uther, que vuelve a abrazar al mago.
—Cuando regresemos a Camelot te daré todo el oro que pueda conseguir, los manzanos más abundantes de Cornualles, el vino más sabroso de las coronas mediterráneas. ¡Todo! ¡Todo lo que pidas se te dará!
—Pido una única cosa: aquello que aún no tienes, pero que, al término de esta noche, tendrás.
Uther acepta tomando su mano entre las suyas y apretándola con fuerza.
—Todo lo que pidas, amigo mío —repite—. ¡Deséame suerte! ¡Y tú también, silencioso Ulfin! Que esta noche dure muchos días.
Y, persignándose, empuja la puerta para entrar en el castillo.
Ulfin duda un segundo si debe seguirlo. Si debería acercarse a él y advertirlo acerca de lo que pretende hacer, del pecado que supone la traición, de Judas, del nacimiento demoníaco que otorgó sus poderes a Merlín, de Igraine, de Gorlois, de Tintagel. «Todavía puedes hacer lo correcto», piensa, «asediemos Tintagel, caigamos al mar como estos guardias que ahora Merlín arrojará para ocultarlos. Podemos volver a Camelot, beber juntos, cazar jabalíes, organizar un torneo, buscar a la dama más bella, no tiene por qué ser Igraine, no tiene por qué ser esta noche, no tiene por qué ser en Tintagel».
Pero tampoco se mueve en esta ocasión. La lluvia se vuelve ya intolerable.
II
El interior de las murallas está desprotegido y casi todos los soldados de Gorlois se encuentran en Domilioc, donde todavía aguardan el ataque de los hombres de Uther.
El olor a sal se hace insoportable, tan cerca del mar. Uther abre la puerta doble que lleva al gran salón, un guardia solitario lo saluda, se extraña de que haya salido, pero no hace preguntas, no a su señor. Uther aprieta los labios, ¿hará preguntas Igraine? Ha escuchado, no hace mucho, que es una dama impertinente y curiosa, así que seguramente le diga: «¿De dónde vienes?», y él tendrá que mentir, tendrá que decir: «Vengo del mar, mi amor», que, ahora que lo piensa, no es una mentira, y ella seguirá: «¿Por qué del mar?», apretando los dedos alrededor de la colcha bajo la que, está seguro, ocultará un cuchillo. «Porque hacía frío, porque estaba asustado, porque era de noche, porque te echaba de menos, porque estaba en Tintagel y Tintagel estaba sobre el mar». Entonces ella, con un movimiento rápido y cálido, se abalanzará sobre él con todo el peso de su cuerpo, llevará el cuchillo en la mano, lo clavará en su pecho, la sangre brotará y el olor a sal se hará insoportable.
No conoce el castillo. Se arrepiente de no haberle preguntado a Merlín dónde dormía Igraine, qué escaleras debería subir, hacia qué esquina debería doblar su alma. Por suerte, todos los castillos pueden ser el mismo castillo y Tintagel no se distingue tan bien de Camelot, no con este rostro.
Pasa de largo el salón, pero coge una vela de las mesas, ya vacías, y la pone sobre un platito de peltre. Sube unos curvos escalones de madera hasta el segundo piso, donde el suelo rechina bajo su pesada armadura. Se arrepiente de no habérsela quitado. Avanza, despacio, tratando de acolchar el ruido, y observa en las paredes murales de brillantes colores. En ellos se muestran banquetes, escenas de caza, el febril delirio de un dragón. Uther se ríe en voz baja y se detiene frente a este último. Extiende la mano y roza con el guantelete la pintura verde y brillante de la bestia. Todo lo demás es rojo y blanco. Hay una doncella frente al dragón, de rodillas y rezando. Lo mira con una pena infinita y Uther retira la mano. Sigue caminando y los murales representan ahora escenas de guerra. Caballeros amontonados en el suelo y lanzas en ristre o apuntando al cielo. El rojo es imbatible en esta parte y, entre los nombres esbozados con tosca caligrafía, reconoce el suyo.
«VTHER PEN».
Han omitido la parte del dragón.
—¿Cariño?
Cuánto había deseado escuchar aquello. Cuánto había soñado con unos labios finos y lívidos, callados, salvo con aquella palabra. La voz de Igraine es justo como la recordaba y tiene que contenerse para no sujetarla de los hombros, besarla con fuerza, decirle: «Sí, soy yo», conducirla hasta el cuarto, esperar el amanecer.
Traga saliva antes de contestar. Mantiene la vista fija en el mural, no se atreve a girar la cabeza del todo por miedo a que lo reconozca.
—Ese bastardo… —masculla señalándose a sí mismo—. Tendría que ir yo mismo a Domilioc para atravesarle el pescuezo.
—Mañana —contesta ella, con una voz tan dulce que parece prometerle miel y no sangre—. Al amanecer podrás ir.
—Sí. —No puede soportarlo más y se gira. Lo lamenta en cuanto lo hace. Igraine tiene el cabello pelirrojo, largo, tan suave a la vista que Uther siente un cosquilleo en los dedos. Los ojos grandes, las mejillas sonrosadas, la frente alta. Lleva un candil en la mano y la luz titila hasta dejar su rostro mitad piedra, mitad oro—. No puedo esperar más.
No dice a qué.
Igraine se detiene unos segundos en mirarlo y, por un aterrador instante, Uther guarda en sí la certeza de que lo ha reconocido. Quizá su cabello no es tan corto, quizá el color es más oscuro, puede que Merlín no haya conseguido la estatura adecuada o los ojos sean un solo tono más azulado. Está convencido, sin embargo, de que es por la forma en que la mira.
Duda antes de volver a hablar, entrelaza las manos sobre el vientre y las mangas caen rozándole los muslos de tan largas.
—¿Todavía no duermes, mi amor? ¿Has estado todo este tiempo pensando estrategias para la guerra? ¿Pensando en la muerte y la tierra? ¿No permites aún descansar a tu pobre corazón?
—No puedo —se lamenta Uther, y parece casi afligido—. No dejo de pensar en ese malvado, en cómo ansío verlo muerto, matarlo yo mismo.
Igraine avanza un paso en su dirección.
—Mañana —repite deteniéndose a su lado para poder observar el mural, al que acerca la luz hasta que las sombras se levantan sobre los cuerpos desvanecidos y todo el sol del mundo parece entonces habitar en la figura de su marido, cuyo nombre, «GWRLAIS», aparece ligeramente más grande que los demás, a la izquierda, comandando la caballería—. Mañana habrá acabado todo.
En la batalla del mural, habían luchado juntos.
Los colores se confunden cuando Igraine se inclina hacia él y sopla para apagar su vela. El olor de su cabello lo roza con un aroma a lavanda y miel que permanece suspendido en el aire durante un segundo más de la cuenta.
—Vamos —le dice—. Deberías dormir algo. Tu preocupación es inútil, esposo mío, tan solo en Dios descansa ahora el resultado, y en la valía de tu espada. Vamos al cuarto, la batalla ya ha sido librada cien veces en los sueños del destino.
—¿Destino?