Noche en Tintagel. Verónica Pazos

Noche en Tintagel - Verónica Pazos


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      —Sí —contesta, sin el menor resquicio de duda, y le hace un gesto para que la siga—. Todo lo que ha sucedido y todo aquello que sucederá, así como lo que no, se encuentra ya en el interior de los corazones de los hombres, grabado en ellos como inscripciones en tumbas. La voz de Dios ha hablado en el lenguaje del aire y sus palabras ya se han precipitado hacia la tierra con el peso de la vida, donde, líquidas, se han filtrado hasta las últimas fronteras del mundo.

      —Insinúas que el campo de la batalla ya conoce la sangre que lo alimentará.

      —Lo afirmo.

      Igraine se detiene frente a una puerta de madera en cuyo pomo hay tallada una rosa. La abre con una leve reverencia y espera a que entre su marido.

      En el centro de la cámara hay una gran cama con un elegante marco de madera desde el que penden, bermellonas, unas cortinas de terciopelo que llegan a lamer el suelo. Uther no repara en nada más aparte de la cama.

      Escucha que Igraine cierra la puerta tras él y la ve pasar, ocultando con su silueta la tenue luz de la luna cuando pasa frente a la ventana. Posa el candil sobre la mesita de noche y retira, despacio, las cortinas. Hay dos almohadas sobre una colcha bordada de flores. Uther no tiene la menor duda de que la propia Igraine es quien la ha cosido.

      —¿Tanto temes a la muerte que ni en el lecho te quitas la armadura? —pregunta, sin siquiera mirarlo.

      Repara entonces Uther en que todavía se queja el suelo bajo sus pasos y, sin él poder dejar de mirarla ni un solo instante, se va quitando los escarpes, las grebas, los guanteletes. Le pregunta, casi tímido, si puede ayudarlo con la coraza; Igraine se acerca, no sin dudar antes, e imita los gestos que ha visto repetidos en los escuderos. Retira el peto, lo levanta por encima de su cabeza, y lo deja apoyado sobre el banco de madera a los pies de la cama.

      Uther quiere preguntar si puede ayudarlo también con el gambesón, pero Igraine ya está deshaciendo la cama y Uther descubre que duerme con el vestido con el que lo había recibido. Prefiere no molestarla, así que termina por colocar la prenda con el resto de la armadura y, al mirar hacia abajo, ve sobre su pecho cicatrices que no reconoce. Hay una que se extiende en vertical de la axila a la cadera, tan profunda que todavía no ha perdido el color rosa. Gorlois, acaba de aprender, tiene una marca de nacimiento de tamaño considerable en el muslo izquierdo.

      —Te he dejado el camisón sobre la cama —le informa Igraine—, pensé que volverías antes. Qué ingenua subestimar la pasión por la guerra.

      —No es pasión, estaba preocupado.

      Se coloca la ropa de Gorlois y siente sobre ella el mismo aroma a lavanda que desprende Igraine. ¿Y si no es el suyo? Y si es el de su marido.

      Uther aparta las mantas del lado libre de la cama, pero todavía no se tumba bajo ellas. Igraine se peina el cabello con los dedos, hay un nudo que se le resiste especialmente y hace una mueca de dolor al tirar de él. Uther se pregunta si debería besarla ya, si sería decoroso; no tiene mucho tiempo, quiere aprovecharlo, ha de aprovecharlo. Mira sus manos, comprueba que están ocupadas en el pelo y no ocultas bajo la colcha, no cerca de ningún relieve sospechoso que descubra el cuchillo. Quiere besarla, pero quiere que ella lo desee. Quiere que lo mire a los ojos y reconozca, sin rastro alguno de temor, que no son los de su marido.

      —¿Debería contarte un cuento? —pregunta ella, distraída ahora, mira hacia la ventana—. ¿Ayudaría eso a que durmieses mejor?

      III

      Había una vez un príncipe malvado, cruel, tan ruin que no podía beber de ninguna fuente, arroyo o río sin que este se tiñese de negro para siempre al contacto de sus labios. Su nombre era Pwyll y amaba la caza sobre todas las cosas. Pasaba días enteros en el bosque, solo con la compañía de sus perros, y ni los sirvientes se atrevían a reclamarlo ni el resto de nobles deseaba verlo.

      Una mañana especialmente dorada de primavera los perros se adentraron más que nunca en el bosque, ladraban de forma incansable, y Pwyll trataba de seguirlos lo más rápido que podía, aunque no tardó en perderlos de vista. La luz se filtraba por la canopia y llegaba hasta el suelo, perpendicular y limpia. El único sonido que se escuchaba eran los suaves pasos del príncipe, amortiguados por una esponjosa hojarasca. Había tranquilidad en ese bosque.

      Se agachó, tratando de buscar las huellas de los animales, seguir el rastro de pisadas y ramas partidas, pero tan solo encontró una capa de musgo que recubría toda la tierra. Al cabo de un rato, los vio.

      Cinco sabuesos devoraban un ciervo abatido. Gruñían y se apartaban entre sí, luchando por quedarse con la porción más grande. Pwyll avanzó hacia ellos, sonriente. Sin embargo, se detuvo a los pocos pasos. Esos no eran sus perros.

      Sintió que algo rozaba su pierna y, al girarse, vio que sus cinco perros estaban de vuelta a su lado. Uno de ellos se lamía la pata, mientras que los otros cuatro descansaban sobre la hierba, a su lado, como si nunca se hubiesen ido, como si siempre hubiesen estado ahí. Pwyll retrocedió de forma casi inconsciente; al hacerlo, los sonidos salieron de su acolchada mudez y volvieron a él, nítidos y crudos como el cascar de una castaña. Uno de los sabuesos levantó el hocico en su dirección. Apenas se distinguía el color de su pelaje bajo la roja sangre. El perro que se lamía la pata se enderezó entonces y la baba comenzó a gotear hacia el suelo. Pwyll sonrió al verlo y le acarició el lomo:

      —¿Tienes hambre? —preguntó, con su voz acartonada—. Os fuisteis porque habíais olido al ciervo, ¿eh?

      Los cuatro perros se incorporaron junto a su amo y comenzaron a jadear, ansiosos. Pwyll observó con cuidado a los otros animales, que habían dejado momentáneamente de comer para atender a los intrusos: eran mucho más flacos que los suyos, más débiles y enjutos, como si les hubiesen absorbido toda la grasa; tenían calvas en el pelaje y marcas de mordiscos, y dos de ellos, se fijó ahora que se habían movido, hasta cojeaban.

      —Comeréis, entonces —azuzó a los suyos, dándole unas palmaditas en el lomo al que tenía más cerca y acercándose a los salvajes—. ¡Fuera, fuera! —les gritó con grandes aspavientos—. ¡Este bosque es una propiedad real!

      Sus perros ladraron al unísono en un ensayado coro intimidatorio. Las encías quedaron expuestas tras sus sonrisas afiladas y el que estaba un poco más adelantado dio un salto en dirección al ciervo. Los otros cuatro lo imitaron y aquellos sabuesos extraños, retrocediendo vacilantes, no tardaron en alejarse tan rápido como lo permitía su hambre.

      Pwyll rio a grandes carcajadas y observó complaciente cómo sus animales devoraban por completo lo que quedaba del venado. Apoyó la espalda contra un haya y esperó con gran paciencia a que hubiesen terminado el festín. Apenas recordaba ya el incómodo silencio que lo había acompañado en su persecución y se entretuvo en buscar, con el arco en la mano, algún conejo o ave que pudiese cazar.

      No reconocía esa parte de los bosques.

      El pelaje oscuro de los perros resplandecía, dorado, bajo el sol de la mañana, que no parecía haberse movido ni un solo palmo desde que había llegado. Pronto terminaron de carroñar lo que los otros habían dejado e, impulsados de nuevo por una presa invisible, emprendieron otra vez la carrera entre ladridos.

      —¡Eh! —los llamó Pwyll, que, atento como había permanecido a los alrededores, no pudo ver en ellos ningún otro animal que pretendiesen seguir—. ¡Volved aquí!

      El silencio era peligroso en los bosques. Los sonidos habían sido extirpados de nuevo en cuanto los perros abandonaron su lado. Sobre los huesos carcomidos del ciervo, habían comenzado a trepar las primeras hormigas, pero eso era todo. Ni ardillas, ni salamandras, ni erizos. Ni siquiera a través de los diminutos huecos que dejaban los árboles podía otear en el cielo un simple faisán.

      Solo había un tipo de sonido que lograba distinguir, todavía estático frente al cadáver: el lejano, aunque constante, murmullo del agua viva.

      Pwyll


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