Arkoriam Eterna. Alejandro León Galindo
un enorme y peligroso ogro llamado Grash, quien cobra tributos a los viajeros por cruzar por sus caminos.
Haciendo una parada en su vida, el guerrero, quien había encontrado trabajo patrullando las zonas cercanas de la villa para mantener a raya a goblinos y lobos, aprovechaba el silencio sepulcral del lugar para sumirse en sus pensamientos. En sus recuerdos. Mezcolanzas de tristeza al recordar todo aquello que había dejado atrás y melancolía por no tener a su lado al único buen amigo, al que dejó en las salvajes Tierras del Fuego. Pero lo que le producíae mayor consternación en su alma era el recuerdo de la vida y la muerte. O la muerte y la vida, sería más preciso decir.
El mercenario había muerto pocos años atrás, atravesado por los tridentes de unas peligrosas criaturas llamadas sahuagins. Fue un momento de tristeza y desesperación, como la muerte ha de ser. En sus últimos momentos, su corazón aterrado entendía que nunca más tendría la posibilidad de volver a estar junto a su dama. Solo unos segundos tras el recuerdo se arrepintió de haberla dejado ir como si se tratase de otra encomienda más que se termina entre un mercenario y su amo.
Mas sin embargo un día abrió los ojos. Sus ojos mortales que miraban al cielo en una playa. A su lado, una leyenda de Ebland, Febo el bardo, quien le había traído a la vida nuevamente con el propósito de cumplir un trabajo.
—Supongo que estarás libre de trabajo, ¿no, mercenario? —fue lo primero que escuchó de la sonriente cara de Febo. Pero esa es otra historia. Y es desde este punto de su vida en adelante cuando se convertiría en la herramienta de poderes por encima de su comprensión y alcance, cuando poco a poco se daría cuenta de que ni su vida ni su muerte le pertenecían y donde esta última, la muerte, aquella que muchos quieren evitar, aquella que trae terror a los corazones de quienes tienen mucho que perder, sean seres civilizados o criaturas salvajes, sería lo más anhelado por el mercenario. Su destino es estar condenado a nunca poder descansar en paz.
Y así era como pasaba los días en este sórdido lugar, entre sus recuerdos y sus tristezas; entre combates contra trasgos y otros males menores; entre pillar ladronzuelos y cuidar las granjas y corrales, todo por unas cuantas monedas, una comida y un techo. Un lugar donde la vida lucha constantemente por imponerse y, aun así, no parece lograr ningún avance; como si el tiempo y la civilización se negaran a entrar a Solaria y acobijar a sus pobres gentes.
Los días entonces pasaban a convertirse en una rutina peligrosamente cómoda. En las primeras horas de la mañana, Ilinea, la hija del posadero, de unos doce años de edad e inexpresivo y pálido rostro, colaboraba (por mandato de su padre tras la solicitud del foráneo) con el espigado mercenario en el ritual que comprende ataviarse de su armadura completa; ajustar placas, tensar correas, calzar grebas. Una armadura muy peculiar en una espada de alquiler, pues suelen vestir cueros tachonados o pieles de animales en vez de armaduras de caballeros a lomos de jamelgos. No obstante, es así como él lo prefería puesto que no solo esta podía protegerlo de esas hojas afiladas que no lograra esquivar o bloquear en medio de un combate, sino que hablaba muy bien de sus capacidades como guerrero ante sus clientes, ya que no cualquier mercenario podía ganar lo suficiente en toda una vida de trabajo como para comprar una armadurade estas. Aun así, hace tiempo dejó de usar el casco pues considera que limita demasiado su visión periférica.
Cuando la chiquilla terminaba de ayudar con la armadura venía un pequeño segundo ritual que consistía en forrar al hombre con un enorme gabán negro de cuello y unos guanteletes armados que le ayudaban a lucir enorme e intimidante. «Los enemigos se vencen con la espada y la presencia», aprendió este joven de su padre antes de dejar su tierra natal.
Este protocolo diario se había vuelto el mejor momento del día para los dos: sin palabras, sin miradas ni preguntas insípidas o personales; solo unos minutos de grata compañía durante los que el tedio desaparecía. Son solo dos almas nobles y atormentadas. Al final, vestido para la guerra, recoge su arma, toma aire y emprende su camino a las zonas aledañas.
Su jornada terminaba en las primeras horas de la noche o en las primeras horas de la madrugada según el turno que debiera hacer; regresaba a la taberna, tomaba una pinta de cerveza y se encerraba en sus aposentos.
Todo esto hasta el día en que la rueda del destino empezó a moverse de nuevo, hasta el día en que la sangre del guerrero compelió a cada uno de sus músculos a caminar hacia rutas inciertas, hasta que el desasosiego pudo más que la costumbre y el destino señaló sin miramientos a quienes escogió como sus parangones en el juego de la historia. Hasta que una de las razas más antiguas y peligrosas de todo Arkoriam decidió iniciar sus juegos de avaricia y poder.
CAPÍTULO I El camino del mercenario
Ahí estaba, era la primera vez que lo veía desde que llegó a la villa. Desde la ventana de su habitación en el segundo piso de la taberna, el aventurero observaba con desagrado que, a unos cuantos metros de la entrada norte del lugar, un enorme y feo ogro (que llevaba terciado en un hombro un espadón tan enorme como afilado) dialogaba con unos de los hombres de la villa. Este corpulento ogro se encontraba acompañado por otros dos que no lo superaban en tamaño y muy seguramente tampoco en inteligencia. Solo estaban parados allí, con sus caras estúpidas y hambrientas, mirando sin mucho interés (al tiempo que balanceaban sus porras de manera ausente) lo que ocurría entre su líder y los pobladores, esperando a que terminaran de hablar para ir a comer.
El ogro, quien supuso era el llamado Grash (el cual tiene una mirada de inteligencia y maldad), sonrió burlonamente mientras recibía de los temerosos hombres tres cerdos, dos barriles de cerveza y media docena de gallinas: el pago por el uso de los caminos que hacía poco habían sido cortados.
Después de un corto intercambio de palabras y miradas burlonas por parte de los ogros, estos se retiran del lugar con su botín mientras los hombres, apesadumbrados, regresan con sus familias, que los reciben con abrazos y sollozos.
No era la primera vez que el mercenario veía que esto ocurría en Ebland, o incluso en Velkar. Sin embargo, aunque ya lo había visto antes en otras regiones y culturas, y que como mercenario no deberían importarle este tipo de situaciones, había algo que le incomodaba. Podía sentir la rabia corriendo en su sangre, pero no entendía por qué.
—Cobardes —dijo finalmente con voz severa, los ojos entrecerrados y el ceño fruncido, refiriéndose a los hombres, mientras miraba fijamente cómo Grash se retiraba del lugar.
—Sobrevivientes. —Escuchó como respuesta a su comentario dándose cuenta de que había hablado en voz alta sin querer. Se sorprendió por la intromisión en su habitación y en sus pensamientos, pero más se sorprendió al girar su cabeza y ver de parte de quién venía el comentario. Ilinea, sosteniendo una bandeja con una jarra de aguamiel, lo miró con esos ojos calmos y distantes pero llenos de determinación. Eran las primeras palabras que la niña le dirigía desde que había llegado al lugar. El guerrero la miró en silencio durante largo rato (entrecerrando un poco sus ojos, con lo cual la cicatriz que cruzaba su rostro desde la frente pasando por su ceja y pómulo derecho hasta la mitad de su mejilla, hacía que su mirada fuese aún más penetrante e incluso amenazante) tratando de discernir qué se encontraba más allá de ese rostro inocente y angelical, puesto que había llegado a la conclusión de que Ilinea no era para nada una niña común y corriente.
«Se puede ser ambas cosas, cobarde y sobreviviente», pensó el guerrero, quien finalmente desvió la mirada hacia la ventana donde la escena ya había terminado. La niña dejó la jarra en una mesa y salió del lugar sin decir nada más.
***
Sabía muy bien que la estaban buscando. Hacía mucho tiempo que se había preparado para los difíciles tiempos que tendría que pasar en la superficie. Lo había calculado todo; había comprado a un muy alto precio los mapas de las tierras del dominio del sol que le permitirían tener ventaja sobre todos aquellos que intentaran perseguirla; había incluso estudiado con detenimiento cada una de las regiones de Ebland buscando el mejor lugar para una criatura como ella, un lugar donde su «estirpe» no llamase tanto la atención, un lugar donde tal vez pudiese lograr, si débiles, por lo menos largas alianzas que la mantuvieran con vida. Había comprado también vestidos que le mezclaran con los humanos o los elfos de la superficie: