Arkoriam Eterna. Alejandro León Galindo

Arkoriam Eterna - Alejandro León Galindo


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caso el marinero, al ver que Valentine llegaba por la espalda de la criatura, decidió dejar ese combate en sus manos para ayudar a otro camarada.

      —¡No, espera! ¡Necesito que lo distraigas! —gritó Valentine.

      Valentine no era un guerrero. No como un marino o como un soldado. Su estilo era un poco más… silencioso: su verdadero arte se encontraba en sus habilidades y no en su forma de combatir y siempre buscaba apoyarse en un aliado para poder asestar golpes mortales en el momento en que su objetivo bajara la guardia. Así era como funcionaba. O como solía funcionar; ya no contaba con compañeros que entendiesen su forma de luchar y ahora se encontraba de frente con un enorme reptil marino que trataba de ensartarlo entre las puntas de su tridente. Gracias a su agilidad y reflejos logró esquivar los golpes, mas no logró ver la red que le caía encima y lo inmovilizó en el suelo. Vinieron momentos de puro terror. Mientras se revolvía frenéticamente tratando de soltarse, dos sahuagins empezaron a picarlo con sus armas. Uno insertó las puntas en su pierna derecha mientras el otro rozó su antebrazo izquierdo lo suficiente para causarle una dolorosa herida.

      Como pudo sacó su filoso estoque por entre la red y perforó el muslo de su primer atacante, haciéndolo retroceder, mas de no ser por el pronto auxilio que le prestaron los marinos que se encontraban a su alrededor, habría terminado como alimento de sahuagin. Los hombres eliminaron a las criaturas y lo liberaron. El combate había terminado pronto, solo había caído un hombre, Wiggels, y pocos habían resultado gravemente heridos.

      —Vivirás otro día, muchacho —le dijo uno de los lobos de mar con una amplia sonrisa. Cojeando, Valentine dio las gracias.

      —Vamos, hay que tratar esas heridas o se van a infectar.

      «Antes era más fácil», pensó Valentine al salir de su ensimismamiento, al volver de sus recuerdos de aquella reyerta. «Aunque tengo tiempo acá en este barco, pocas veces hemos tenido que luchar por nuestras vidas y poco ha sido el tiempo para entenderme en batalla con estos buenos hombres».

      —¿Pensando en lanzarte al agua, grumete? —Fue la pregunta que escuchó del capitán del barco, que se acercaba hacia él.

      —Solo disfruto de la vista, capitán Baka —respondió el aventurero con una sonrisa ante el comentario del buen y excéntrico marinero.

      Valentine no olvidaba el momento en que conoció a este pintoresco sujeto. Ese día lo miró de arriba abajo sin dar crédito a lo que veían sus ojos: el oficial de uno de los barcos más afamados de las costas del sur y oeste de Ebland. El capitán Baka era un hombre pasado ya de los cincuenta años y, de no ser por su estatura, cualquiera podría jurar que se trataba de un enano: regordete, de anchos hombros, cabello y barba negros de los que sobresalían algunas canas; cejas pobladas, nariz ancha y mirada amable. Sus ropas eran las de un marino común excepto por su yelmo, que era el típico casco de orco hecho de manera rudimentaria en hierro pesado y coronado con los cuernos de algún animal. Su cinturón era un cuero negro ancho que tenía por hebilla… ¿unas ubres de vaca? Sí, nada podía parecerle más extraño a Valentine que aquel curioso cinturón, pues jamás había visto a alguien portar uno igual.

      —Ah sí… un mar en calma y un cielo despejado, pocas cosas pueden igualar el sosiego que esto te puede hacer sentir, pero creo que algo más ronda en tu cabeza.

      —Sí, bueno… La verdad, nuestro encuentro con los reptiles hizo que recordara épocas pasadas —contestó Valentine y por un breve instante sus ojos reflejaron un sentimiento de nostalgia—. Siempre me ha impresionado ver cómo las circunstancias pueden hacer que tu vida cambie en un parpadeo.

      —Bueno, mi amigo, la vida se mueve como un mar tormentoso. Si no te gusta el mar, busca un lugar en tierra firme, lejos de las aguas turbulentas, pero… ¿en verdad no quieres saber qué hay detrás del horizonte? —Después de unos segundos el rostro de confusión de Valentine cambió, como si finalmente hubiese entendido lo que el capitán quería decir.

      —Navegar —respondió el aventurero.

      —Es de lo que se trata, no del puerto, porque cuando llegues, ¿que harás? ¿Será el fin de tu viaje? —El viejo lobo de mar dejó de mirar a los ojos del hombre y con la mano extendida miró hacia la lejanía, invitando al aventurero a seguir su mirada—. ¿La furia del mar ha cambiado tu rumbo? Bueno, busca un nuevo horizonte y avanza hacia él hasta que el mar decida lo contrario.

      —¿Y qué hay si encuentro un puerto?

      —Busca otro barco. O forma un hogar si crees que has encontrado el horizonte que buscabas.

      —¿Y qué hay si no quiero que el mar decida mi camino?

      —Ese día morirás, a menos que te conviertas en mar.

      —Soy un navegante —respondió el aventurero con resolución.

      —Y un pésimo marinero. —Los dos rieron y el capitán Baka finalmente le dio unas palmaditas en la espalda—. Pronto llegaremos a tierra firme. Te aconsejo que descanses y pienses con calma si tu camino está con nosotros o no.

      Baka puso sus regordetas manos alrededor de su hebilla de ubres y caminó de nuevo hacia el timón. Valentine miró otra vez al horizonte, ahora con una nueva interrogante.

      ***

      Por fin tocaron puerto. El puerto de Tabask. Valentine descendió del barco con energías renovadas. El dolor en su pierna era casi inexistente y el clima era perfecto: un sol meridiano que llenaba de calor los cuerpos de marinos y tabanenses. Los barcos que llegaban eran rápidamente rodeados por los mercaderes y sus trabajadores para negociar precios y objetos con el almirante o primer oficial mientras los capitanes se dirigían hasta la capitanía del puerto para reportar su arribo y pagar los impuestos pertinentes. La ciudad, incluso su puerto, tenía una arquitectura impresionante: casas de diseños estilizados (incluso las más humildes) y, aunque no eran ostentosas, tenían esbozos de arte en sus paredes, que las hacían conjugar finamente con el estilo de la ciudad. Las calles se encontraban en perfecto estado y eran lo bastante amplias como para permitir el paso cómodo de dos carretas a lado y lado; y las murallas, en especial las del lado sur, se encontraban bien fortificadas, haciendo a cualquiera desistir de querer entrar en la ciudad a la fuerza, por el mar.

      El aventurero, aunque contento y fascinado con la ciudad (era la primera vez que pisaba Tabask) no dejaba de prestar atención a lo que había a su alrededor, ya que sabía muy bien que en los puertos proliferan los rapaces que tratarían de tomar todo lo que pudieran de aquellos que se descuidaran, como marineros ebrios o viajeros desprevenidos. No obstante, había algo que le llamaba particularmente la atención. No era solo que había poca guardia de la ciudad, sino que marinos y comerciantes negociaban tranquilamente sin preocuparse de lo que pasaba alrededor; incluso los ayudantes de unos y otros esperaban despreocupados sin prestar mayor vigilancia a los carromatos y sus pertenencias. Todos estaban demasiado confiados y eso, en cualquier puerto de Ebland, no era normal.

      «Ya me enteraré de que ocurre en esta ciudad», dijo para sí el joven hombre mientras buscaba un lugar para hospedarse. Los demás marineros de El Mugido Constante, el barco que capitaneaba el buen Baka, lo invitaron a la posada favorita de ellos, El Último en Pie (llamada así a razón de que suelen apostar por quién de los marinos en una mesa será que el más aguante sin caer inconsciente ante el licor de la casa), pero Valentine rechazó amablemente la invitación ya que quería recorrer la ciudad y hospedarse en un lugar con lujos y buen servicio. Después de todo, había trabajado duro por muchos meses y quería algo mejor que el camarote de un barco, y las posadas que solían escoger los marinos para descansar acostumbraban tener habitaciones no muy diferentes a estos.

      Comenzaron a pasar así varios días, durante los cuales un delgado hombre de aspecto extraño, una mezcla de marino y guerrero tan alto que un hombre promedio le llegaría al pecho, piel blanca tostada por el sol, cabello negro en rastas cubierto por una pañoleta roja, guantes de cuero que dejaban al descubierto sus dedos para no perder la agilidad de estos, y con un gabán largo y negro al que le faltan las mangas y permitían ver unos largos y fuertes brazos, uno de los cuales se apoyaba en el puño de su estoque, deambulaba por las calles de la ciudad con una ligera sonrisa


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