Arkoriam Eterna. Alejandro León Galindo

Arkoriam Eterna - Alejandro León Galindo


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con muchas más personas que le ayudaran a cumplir sus objetivos. Ya había navegado por mucho, mucho tiempo, en el barco del capitán Baka y había logrado entablar amistad con él y varios (si no todos) los tripulantes de su barco. Había conocido lugares impresionantes y criaturas de leyenda, pero ya era el momento de volver a su elemento: las ciudades, el bullicio.

      Acudió a El Mugido Constante antes de que este zarpara a mar abierto. Allí se despidió entre abrazos y promesas de cada uno de los marineros y esperó hasta que el barco ya no fuera visible en el horizonte. «Ahora, a navegar», pensó el aventurero con una gran sonrisa pintada en el rostro. De cara a la ciudad y manos en la cintura, sintió cómo su espíritu se regocijaba.

      —Bien, como un muy buen amigo mío me enseñó hace mucho: «Cuando llegues a una ciudad nueva, la mejor carta de presentación es que en poco tiempo hablen de ti; entonces no buscarás trabajo, el trabajo te buscará a ti». —Y así emprendió su camino hacia una nueva aventura.

      En las primeras horas de la mañana, después del pequeño ritual diario con Ilinea, partió el mercenario hacia el lugar señalado por la misteriosa mujer. Sentía cómo su corazón palpitaba con fuerza dentro de su pecho y sus pies avanzaban más rápido de lo que él conscientemente deseaba, y esto se debía a una sola cosa: la emoción de la aventura recorría su cuerpo. Su sangre le quemaba ardiendo en deseos de combatir y explorar, de hacer su nombre más grande como mercenario.

      Mercenario. Aquella palabra le agradaba mucho pues al único que debía explicaciones, al único al que le debía lealtad era a sí mismo y a su propio código de conducta; él y solo él decidía qué era bueno o malo, sin obligación ante un rey, una orden o una nación. Estaban los contratos, claro, pero podía decidir si tomarlos o no, o dejarlos a voluntad, aunque de esta parte él prefería no valerse, ya que repercutiría en su mal nombre. Tenía que encontrarse ante un peligro realmente grande, algo que lo abrumara, o de lo contrario no abandonaría sin cumplir su trabajo.

      Casi sin darse cuenta llegó hasta el pequeño claro donde había sido citado por Krina. Allí pudo ver una carroza bastante elegante con un toldo extendido desde la puerta hasta unos tres o cuatro pasos más adelante, y algunos enseres y barriles en la parte de afuera. Al hacer un paneo del lugar observó a dos humanos bastante jóvenes, que no superaban los dieciocho años. Uno de ellos, de cabello castaño y contextura mediana, vestía pieles de animales y anillas de metal como armadura, mientras el otro, que era algo más delgado, estaba envuelto en una túnica gris que no develaba nada de sus ropajes. Por armas, el primero cargaba, al igual que el velkariano, un enorme espadón, mientras que el segundo sostenía entre sus manos una guadaña sobre la que se apoyaba a modo de cayado.

      «Dos niños: uno pretende ser un aventurero y el otro lleva como arma la herramienta de un labriego. ¿Qué hacen acá?», pensó mientras se acercaba.

      —Saludos —dijo el joven del espadón extendiendo su mano al mercenario. Al ver que este no la tomaba, la retiró—. Mi nombre es Efrand, de Tabask, supongo que has sido convocado por la señorita Krina, como los demás.

      —¿Los demás?

      —Sí, la señorita Krina ha dicho que vendrán más; no quiere que haya errores.

      «Contratar niños es de por sí un error», pensó el mercenario mientras se daba la vuelta para ver a otros dos hombres que llegaban al sitio. Uno de ellos se identificó como Slain. Se trataba de un hombre alto y fuerte de cabello negro a la altura del mentón, de una edad similar a la de él, ataviado con una armadura de mallas adornada con una bufanda de color azul claro. Llevaba en sus manos una espada de doble hoja; algo así como una lanza con hojas largas en ambos extremos, un arma exótica y difícil de manejar por lo que el mercenario se alegró pues pensaba que si tenía la habilidad para manejar dicha espada, estaría bien respaldado en combate. El personaje que lo acompañaba dijo llamarse Thárivol. Este era un guerrero semielfo que vestía armadura de cuero y portaba una espada larga y una corta amarradas al cinto, y aunque se veía algo joven (para el estándar humano), tenía una mirada de confianza y disciplina, como son las miradas de los soldados entrenados.

      Después de una breve presentación en la que el joven de la guadaña guardó silencio en todo momento, incluso cuando preguntaron su nombre, miraron al mercenario.

      —¿Y tu nombre? No nos lo has dicho aún —preguntó el animado Efrand.

      —Mi nombre es… —Y al tiempo que pronunciaba su nombre, la mujer asomaba por la puerta de la carroza. El hombre de armas trató de mirarla a los ojos, que estaban escondidos tras la túnica púrpura, y dirigiéndose a ella más que a sus compañeros continuó—: mi nombre es Scar, mercenario nacido en las lejanas tierras de Velkar, líder otrora de Los Slayers, grupo mercenario que ha combatido desde las inclementes Tierras del Fuego hasta la misma y misteriosa Tabask; guardián de Villa de Solaria, y hoy me encuentro acá ante la señorita Krina ofreciendo a Trueno de Velkar, mi mortal espadón, para las tareas que exija su voluntad. —Al terminar su presentación hubo un corto silencio y la mujer, mirándolo a través de su capucha, sonrió levemente.

      —Sabía que no me defraudaría, Scar de Los Slayers, hijo de Velkar. Su reputación le ha precedido, dicen que es mercenario con honor. —La mujer terminó de salir del carromato y para ello extendió su delicada mano envuelta en sus largos guantes para que el mercenario la ayudara a descender. Scar tardó unos segundos en asistirla ya que, aunque no había podido confirmar sus sospechas, creía saber con qué raza estaba tratando, que solo traería problemas, y no la dejaría llevar esos problemas a Villa de Solaria. La mujer se impacientó y movió ligeramente su mano trayendo de vuelta la atención del guerrero, quien la ayudó a salir de la elegante y fina carroza—. Debemos esperar a uno más, no debe tardar mucho.

      Tras una hora de larga espera, durante la cual algunos de los aventureros intercambiaron breves palabras, asomó entre los arbustos quien sería el último hombre contratado junto con otra persona que al parecer Krina no esperaba. Al verlo, Scar abrió sus ojos, se giró rápidamente hacia la mujer con su cara de sorpresa y enfado y exclamó incrédulo:

      —¡Oh! ¡Por favor!, ¡esto tiene que ser una broma! ¿Acaso ellos saben lo qu…

      —Saben lo que necesitan saber, y si saben lo que usted, están aquí por voluntad propia —cortó tajante Krina las protestas del mercenario–. Preocúpese por cumplir su tarea, mercenario; lo demás no es asunto suyo.

      —Será un problema. ¿Qué puede ser tan importante para que corra tantos riesgos? —preguntó Scar entrecerrando los ojos al mirarla. La mujer comenzaba a preguntarse qué tan buena idea había sido contratar a un humano tan insolente; jamás en su larga vida había sido tratada tan desvergonzadamente por un hombre, uno que no se dejaba embelesar por su provocativa voz, su silueta sensual o su aura de misterio. Definitivamente, estas no eran sus tierras.

      ***

      —Saludos —dijo levantando una mano uno de los recién llegados. Se trataba de un alto elfo: un ser de cabello rubio y largo, de ojos violáceos y contextura delgada y atlética; llevaba puesta una capa color marrón y un arco largo trenzado al hombro–. Disculpen la demora, casi no encontramos el lugar. Mi nombre es Faldekorg y mi compañero es Dérakruex. —Junto a él llegó otro elfo que, si bien era de la misma raza, parecía pertenecer a la estirpe de los salvajes, con su cabello enredado y sucio, pieles que cubrían su cuerpo, una cimitarra al cinto y una mirada… perdida.

      «Elfos», pensó disgustado el guerrero mientras los miraba con odio y desconfianza. Si había algo que Scar realmente odiara de corazón desde hacía muchos años, era a los elfos. No hablaba mucho del tema, y nadie sabía realmente por qué. Él solo decía que los elfos se creían superiores a las otras razas y que su xenofobia llevaría a la catástrofe a las demás estirpes del mundo. Su argumento nunca llegaba más lejos de eso, como si quisiera evitar el tema y, cuando se cerraba a la discusión, ya nadie podía sacarle una palabra más.

      —Todos han sido convocados a este sitio por mi voluntad —empezó la altiva mujer—. El trabajo que voy a encomendarles debe ser realizado con presteza y


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