Anorexia y psiquiatría: que muera el monstruo, no tú. Betina Plomovic
La sensación de falta de rigurosidad iba aumentando. Efectivamente, otro hecho tangible fue que los informes médicos empezaron a indicar tozudamente un episodio previo totalmente inexistente de «pielonefritis aguda con ingreso hospitalario» —nunca mi hija tuvo una pielonefritis, no sucedió ni levemente ni por supuesto existió ningún ingreso—. Siendo esta anotación de su historial médico totalmente falsa, lo advertimos a administración del hospital pero no conseguimos que la enmendaran. Entiendo perfectamente que se cometió un error, lo que me resulta incomprensible es la negación a depurarlo. No lo conseguimos. Así, estamos expuestos a que una máquina decida nuestras enfermedades y en ocasiones podamos ser registrados en el big data por enfermedades, ingresos e intervenciones hospitalarias que han sido totalmente inexistentes, como actualmente consta en el expediente clínico de mi hija. ¿Ello promoverá que algún día nos receten cierta medicación «por los antecedentes de su enfermedad»? Somos muy vulnerables a los abusos, sabemos que quien impera es el historial emitido por un ordenador y el informe médico que aparentemente algún duende manipula.
Además de la anamnesis con datos falsos, resultaba inquietante la aparente necesidad de fármacos para tratar los diagnósticos que iban apareciendo. Según el DSM, «todo parece poder convertirse en un trastorno psiquiátrico, y todo puede también recibir un adecuado tratamiento farmacológico60», y ello resulta suficiente para sustentar la naturalización de la quimioterapia en salud mental. Efectivamente, fue contante la presión para la medicación61 que además era impuesta sin explicaciones, y por tanto fue permanentemente cuestionada por mi hija. En el mismo hospital nos invitaron a participar en el estudio62 «identificación de predictores farmacogenéticos en la respuesta terapéutica a fluoxetina en niños y adolescentes», aludiendo a tres patologías que «en un porcentaje elevado de los casos se debe realizar tratamiento farmacológico». Se trata del trastorno depresivo mayor (TDM), el trastorno obsesivo compulsivo (TOC) y el trastorno por ansiedad generalizada (TAG). Aunque ninguno de estos trastornos coincide con la enfermedad que se diagnostica como anorexia, en ese momento este colectivo también fue invitado a medicalizarse para formar parte del grupo experimental de la investigación y nos entregaron un protocolo. Obviamente, mi hija declinó participar.
Con sorpresa experimentaba cómo la hospitalización de mi hija conducía a que se le refirieran otros trastornos nuevos —primero mentales y después orgánicos— y la necesidad de pastillas. Efectivamente, meses más tarde de su primer ingreso apareció el diagnóstico depresivo. Desde mi vivencia, resulta previsible generar una depresión después de aislamientos de más de medio año de encierro en una unidad psiquiátrica de crisis, resistido en un espacio físico mínimo y bajo continua luz de fluorescente, detrás de puertas de seguridad que solo se abren tras el permanente ruido metálico de manojos de llaves, vegetando siete idénticos días a la semana entre cama y saloncito con un televisor emitiendo permanentemente vídeos musicales de MTV. Estrictamente personas encerradas de forma carcelaria y, si el equipo médico lo decide, sometidas a una contención mecánica en la cama —es decir, se las ata físicamente— además de totalmente aisladas del mundo exterior. Así es: aun con la total oposición de la familia no se les permite hablar con nadie hasta que el médico lo decida. Y si este profesional recibe una propia baja médica, nadie toma la decisión. Así le sucedió a mi hija adolescente, que además sufrió un aislamiento absolutamente abusivo en un box situado dentro de una unidad de psiquiatría de adultos durante todo un período de fiestas navideñas, concretamente la Navidades del 2013. Con este encarnizamiento médico totalmente cruel para la persona enferma y también para su familia, sin respeto y sin ninguna sensibilidad, el hospital se torna un lugar peligroso, lúgubre y muy dañino. Así, con sarcasmo, meses después de sufrir esta calidad de internamiento, mi hija fue diagnosticada de «depresión» por primera vez, y su sintomatología empeoraba a medida que se alargaba su hospitalización.
Diario
Esperando poder entrar en la unidad juvenil os veo desde el filo de la puerta que ha quedado entreabierta unos instantes.
DESDE EL FILO DE LA PUERTA
Silencio después de comer.
Ojos fijos.
Mirada perdida.
Vídeos musicales ya asfixiantes.
Silencio después de comer.
Sentados en el raído sofá,
Una fila de cuerpos mirando fijamente hacia la nada simultánea.
Manos desocupadas.
Silencio después de comer.
Viene el sueño.
Alguien emite un sonido,
casi rompe el vacío.
Nada a hacer.
Ninguna lectura.
Solo paredes sucias y luz artificial.
Jóvenes sonámbulos.
Nada a hacer.
Silencio después de comer.
Durante los años en que se ha desplegado la enfermedad de mi hija, he conocido momentos de extrema fatiga y de extrema desesperanza. Las noticias empeoraban y nos confrontaban con una realidad cada día más difícil. Afortunadamente siempre conseguí fuerzas para continuar un día más, consciente de que estábamos muy solas, se lidiaba un pulso con lo letal y había poco tiempo.
En algún momento apareció un incómodo tema, que bienintencionadamente se silencia por motivos obvios, y se refiere a las personas hospitalizadas que atentan contra su propia vida por lo que parece una existencia insoportable. En una experiencia cercana de suicidio de una compañera ingresada en la misma unidad que mi hija observé un distanciamiento contundente del hospital, reacio a trabajar el tema con lo demás pacientes/familiares o a asumir algún tipo de responsabilidad, aunque sea como entorno en el que ha acontecido el lamentable suceso. Vivimos esta terrible experiencia una tarde de junio, durante uno de los ingresos en un hospital de día. Recibí una llamada para que ese día anticipara la hora de recoger a mi hija, indicándome que esa jornada se cerraría antes la unidad pues «(X) ha decidido quitarse la vida». Así de escuetamente me informaron de que una compañera de ingreso se había precipitado al vacío desde una de las alturas del hospital. Y el suceso se invisibilizó, no se habló nunca nada más, no hubo ninguna gestión de duelo ni de apoyo a los que compartíamos el mismo ingreso. Mi hija sufrió tremendamente, y en casa realizamos un ritual de despedida y de consuelo. En memoria de esta querida persona siempre presente, y de tantas otras que desaparecen sin darnos cuenta, urge interpelarnos, cuestionar la efectividad del paradigma médico —la paciente estaba hospitalizada— y recordarnos que aún hay sufrimientos que matan.
Y recupero las recientes palabras de mi hija, que ya contextualicé en apartados anteriores. Surgen de tanta experiencia y conocimiento, que sus palabras merecen repetirse refiriéndose a lo que llama «un sistema podrido», concretamente respecto la advertencia de los psiquiatras sobre que la anorexia es la enfermedad psiquiátrica con más alta mortalidad: «Lo que no dicen es la segunda parte. La mayoría de muertes son por suicidio, no por peso. ¿Quizá podría estar relacionado en cómo les hacen la vida imposible?».
Efectivamente, en el contexto de inseguridad a que nos someten los hospitales surge la inquietud sobre la posible correlación entre cierto tipo de medicación y el suicidio, especialmente después de observar el deterioro progresivo de personas que han iniciado tratamientos con fármacos psiquiátricos o simplemente después de leer los efectos secundarios que se describen en el mismo prospecto. Por supuesto, me inquieta la posibilidad de que ciertos fallecimientos de personas diagnosticadas de anorexia u otros trastornos psiquiátricos pudieran haber sido detonados como efecto secundario de su propia medicación63. Probablemente existan estudios sobre la autolisis como consecuencia de los propios fármacos recetados por un psiquiatra, igualmente que se publican estadísticas sobre el número de fallecimientos provocados por la medicación no psiquiátrica. Aun así, la inquietud sobre esta posible correlación se alimenta también con la numerosísima bibliografía que nos advierte de la intromisión de la industria farmacéutica, su financiación de investigaciones y congresos,