Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
reconocido, él habría pagado por acostarse con ella. Menos aún podía sospechar que llevaba meses buscándola. Aquella noche, cuando aquel hombre le propuso acompañarla a su habitación, Andrea jamás hubiera imaginado sus intenciones, mucho menos que estaba allí por encargo para cumplir la promesa que le había hecho a un amigo, alguien que nunca hubiera sospechado a dónde tendría que ir él para entregar aquel sobre.
Apenas entraron en la habitación y la puerta se cerró tras ellos, aquel hombre tomó a Andrea por el brazo y, mirándola a los ojos, le dijo: «Sigue tu camino. Ya es hora de que des el siguiente paso». Andrea lo miró sorprendida, incapaz de comprender lo que quería decirle. Él la miró como nadie la había mirado en aquella habitación. Luego, sin una palabra más, dejó aquel sobre encima de la cama y se dirigió hacia la puerta. Andrea quiso decir algo, pero apenas consiguió abrir la boca. Justo antes de salir el hombre se giró hacia ella, diciéndole:
—Mañana no quiero verte por aquí, ¿está claro?
Y a continuación cerró la puerta tras él, desapareciendo de su vida para siempre. Andrea se sentó en la cama sin entender nada. Luego cogió el sobre, rasgó el papel y lo abrió. Sus ojos se abrieron de par en par al descubrir el contenido, las piernas le temblaron y tuvo que taparse la boca para que su exclamación de sorpresa no retumbara en toda la casa. Nunca había visto tanto dinero junto. Al instante, Andrea se preguntó quién era aquel hombre, una pregunta que se seguiría haciendo mucho tiempo después. Quiso darle las gracias, preguntarle su nombre, abrazarlo..., pero, cuando salió al pasillo, él ya había doblado la esquina de aquella calle sin placa con su nombre. Lo que no tardó Andrea en saber era quién se lo enviaba, eso no necesitaba preguntárselo a nadie. Aquel dinero le ayudaba a alejarse de sus raíces pero, al mismo tiempo, le abría una puerta por la que volver y en aquel instante decidió hacerlo..., aunque aún era demasiado pronto. Sentada de nuevo sobre su camastro, se llevó el sobre al pecho y lo abrazó, apretándolo con fuerza, sin poder contener las lágrimas. Solo era un sobre con dinero, con mucho dinero, el suficiente para dar el siguiente paso pero, sobre todo, aquel dinero la liberaba de todas las noches de “dejarse hacer” que aún le quedarían de no haber recibido aquel sobre “anónimo”. Luego escondió el sobre entre el colchón y el somier, se secó las lágrimas, se recompuso y salió de la habitación fingiendo que nada ocurría. Pero ya lo tenía decidido, se iría aquella misma noche, cuando todas durmieran, cuando no tuviera que dar explicaciones a nadie.
Andrea abandonó la casa a hurtadillas, en silencio, a oscuras. Y, apenas salió a la calle, se encontró con una sensación que le duraría toda la vida, la sensación de ser libre. Caminó pegada a la pared, decidida, cargando con una maleta medio vacía aunque llena de vivencias nuevas, unas vivencias que deseaba olvidar para siempre. Era de madrugada y estaba oscuro, muy oscuro. Andrea sintió el frío en su cuerpo y el miedo erizando su piel. Pero no era miedo a la noche sino a ser descubierta, a encontrarse con alguien que la reconociera y, sobre todo, Andrea temía por el contenido del sobre, aquel billete hacia su nueva vida que apretaba bajo una ropa, incapaz de contener el frío y el miedo. Por un instante pensó en la posibilidad de ser descubierta y enseguida sintió un escalofrío recorriendo su columna vertebral. Se detuvo varias veces para recuperar el aliento, se giró muchas más para asegurarse de que nadie la seguía, para convencerse de que aquella sensación de sentirse observada solo era cosa del miedo. Andrea no podía saberlo pero nada debía temer. Alguien se encargó de seguirla, de vigilar sus pasos, de asegurarse de que nada le pasaría, de protegerla y de que tomara aquel autobús con destino a Barcelona. Alguien que aquella noche no estaba de servicio, una sombra que se deslizó entre las sombras, un hombre que le guardaría el secreto para siempre.
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