Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


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pasos hubieran bastado para abandonar la calle, para irme de aquel lugar donde no había imaginado acabar nunca, mucho menos aquella noche. Pero decidí quedarme en aquella calle sin placa con su nombre, una calle a la que todos nombraban con el mismo apelativo: “la calle de las putas”. Quizás aún estaba a tiempo de no entrar... No, era demasiado tarde; ya había decidido traspasar el umbral de aquella puerta. Quizá me empujó la desolación. Tal vez lo hice porque, de forma inconsciente, estaba buscando aquella calle desde que empecé a caminar sin rumbo, desde el instante en que fui consciente de no haber previsto dónde dormir.

      De sobra sabía lo que iba a pasar a continuación, pero aún necesitaba reunir el valor necesario. Encendí un cigarrillo y me apoyé en aquella pared pintada de rojo estridente. Luego le di varias caladas profundas, una tras otra, sin apenas respirar. Fumaba deprisa, como si así pudiera espantar aquella desesperación que me abrasaba las entrañas, como si el tabaco fuera a librarme de aquellos nervios que hacían temblar el cigarrillo en mi mano mientras miraba indeciso la puerta que estaba a punto de traspasar. Le di la penúltima chupada al cigarro. El humo me quemó en los pulmones; el frío me caló hasta los huesos, se metió bajo mi piel helándome el alma. Quizá porque en Valladolid siempre hace frío; quizá porque nada desabriga tanto como la soledad. Apuré el pitillo, lancé la colilla contra el suelo y la aplasté enérgicamente en un gesto de rabia que no calmó mi ansiedad. Luego respiré profundo y entré en aquella casa de moradoras con escaso porvenir y aún menos esperanzas de alcanzar la vida que seguro soñaron alguna vez. Quizás allí, tras aquella puerta que guardaba secretos inconfesables, yo encontraría el antídoto que mitigara en parte mi dolor; tal vez allí podría empezar a olvidar a María. Quizás entré buscando lo que no podía encontrar; tal vez lo hice porque era lo más fácil. Quizá solo fue otro acto de cobardía. Pero qué importaba entonces, qué puede importar cuando ya se ha perdido lo que más importa, a quién más importaba.

      Era una casa grande con un salón convertido en bar y una barra en forma de L. A escasos metros de la misma una chimenea devoraba troncos, aportando algo de calor y más humo al ambiente. La primavera recién había tomado el testigo del invierno, pero apenas la penumbra se apoderó de la ciudad, una brisa gélida y húmeda recorrió las calles traspasando muros, puertas y ventanas. Me acodé en la barra, justo en el extremo más alejado de la puerta, a escasos metros de la chimenea. Pedí algo de beber. Cualquier cosa me servía. El sabor me daba igual, bastaba con que me ayudara a olvidar. Pero no tenían una copa de olvido, así que lo dejé a elección de la camarera.

      —¿Qué te sirvo?

      —Me da igual. Sírveme lo que quieras.

      —¡Vaya! Pues sí que necesitas algo fuerte.

      Agarré la copa y le di un trago tan largo como grande era mi desconsuelo. Aquel extraño brebaje dejó un rastro amargo en mi paladar y me abrasó la garganta a su paso, pero me aferré a aquella copa de extravío y le di otro trago, y otro, y otro...

      —¿Me pones otra?

      —Pues sí que estamos mal... —dijo ella en tono burlón, provocativo quizás.

      En apenas segundos, el contenido de aquella copa amarga —la segunda— se derramó por mi garganta. Luego me giré hasta quedarme de espaldas a la barra y, poco a poco, fui recorriendo con la mirada aquel antro de infortunio. Imaginé a aquellos hombres deseosos de satisfacer sus apetitos carnales, ansiando calmar el fuego de sus instintos más primarios, deseando dar rienda suelta a sus deseos inconfesables, impulsos estos últimos que seguramente reprimían en la alcoba conyugal. Pero también los imaginé intentando curar alguna herida del alma con cualquiera de aquellas pócimas de carne y hueso, formas de mujer, alma humana y un corazón quizá tan desgarrado como el de quien pretendía suturar el suyo con la ayuda del alcohol y las costuras improvisadas de unos abrazos sin nombre real, un cuerpo de gemidos falsos y una mente distraída en la espera del último jadeo del desdichado de turno. En el salón había al menos media docena de mujeres. Las observé mientras bebían y se reían con aquellos hombres. Las escuché reír, pero sus risas me sonaron tristes, aunque quizá la tristeza estaba dentro de mí. Aún estaba a tiempo de marcharme; ya empezaba a estar preparado para quedarme. Pagué las copas, desoí los piropos de la camarera y esquivé los ojos que me invitaban a quedarme, las promesas en las miradas lascivas. Pero entonces la vi y enseguida supe que me quedaría un poco más. Estaba parada a escasos metros de mí, cerca de la chimenea. Llevaba un vestido blanco, corto y bien ceñido que realzaba sus poderosas caderas, marcaba sus pechos y desnudaba sus hombros, salvo por los finos tirantes. Mis ojos se detuvieron en su espléndido escote, un escote que mostraba con generosidad la piel morena de sus pechos turgentes. Por un momento me sentí completamente fuera de lugar. Aquel no era mi sitio, pero no podía evitar sentirme terriblemente atraído hacia aquella hembra espectacular, aquella prostituta que parecía mirarme con una timidez impropia de alguien de su condición. Miré su pelo azabache, el fuego de la chimenea bailando en sus ojos, sus labios carnosos, la piel de su cuello... Mientras más la miraba, más me recordaba a María. Quizá por algunos de sus rasgos, quizá porque todo me la recordaba. La deseé... terriblemente, pero no como deseaba a María. A aquella prostituta solo deseaba poseerla con rabia, tal vez con desprecio. No quería amarla, solo pretendía acallar la desesperación que me quemaba en las entrañas.

      Pero las cosas no siempre suceden como esperamos. A veces incluso resultan ser todo lo contrario de lo que habíamos imaginado. Ella seguía junto a la chimenea, mirándome. Entonces la miré a la cara y me pareció ver a María. Cerré los ojos, pero seguía viendo a María alejarse de la mano de aquel hombre. Creo que odié a aquella mujer sin siquiera conocerla, solo por recordarme a María. Y la deseé al mismo tiempo. Sí, la deseaba. Pero solo quería plasmar en su cuerpo mi despecho hacia María, como si así pudiera borrarla de la memoria de mi alma y de mi piel. Deseé acostarme de inmediato con ella, mas solo quería hacerla mía, poseerla con total desprecio a su condición de mujer. Me acerqué decidido, enfadado con María por no contestar mis cartas, por no amarme tanto como yo la amaba, no lo suficiente como para esperar el tiempo necesario, como yo estaba dispuesto a esperarla, como la hubiera esperado una vida entera. Pero las cosas no siempre son como pensamos; las personas, mucho menos.

      Yo solo quería mirar su cuerpo, devorarla con la vista. Pero, por alguna razón, solo pude mirarla a los ojos. Su mirada tímida me desarmó. Yo esperaba encontrarme ante una mujer desinhibida, impúdica, pero me pareció una niña asustada y fuera de lugar. De repente, mi determinación se quebró, titubeé, y apenas acerté decir:

      —¿Qué hace una mujer como tú en un sitio como éste?

      —Pues ya ves, buscando el calor de la chimenea —me contestó con una sonrisa menos tímida, divertida.

      —Y... ¿cómo te llamas?

      —Andrea. ¿Y tú?

      —Alejandro.

      Andrea parecía tan desubicada como yo.

      —¿Tienes frío? —le pregunté tras un breve silencio.

      —Un poco —me contestó.

      Me acerqué, puse mis manos en su cintura y ella pegó su cuerpo contra el mío.

      —¿No tienes quien te abrace esta noche? —le pregunté, cuando en realidad hablaba conmigo mismo.

      —Parece que no —me contestó Andrea con una sonrisa en los labios y la sorpresa reflejada en sus ojos, mucho más bonitos en la distancia corta, más misteriosos a la luz del fuego.

      Al principio no entendí el porqué de su sorpresa. Luego comprendí que no era el tipo de pregunta que solían hacerle en aquel garito del último número de aquella calle sin nombre.

      —Si quieres puedo abrazarte yo —le dije sin dejar de mirarla a los ojos.

      Andrea no esperaba que la conversación transcurriera por aquellos derroteros; a mí también me sorprendieron mis palabras. Pero los dos entendimos lo mismo: lo que yo quería decir era «abrázame, por favor». La abracé no sin cierta timidez al principio; me abrazó sin aquella timidez que me pareció ver en sus ojos


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