Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


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tu nombre. Esa vez no fui yo quien colgó, no tuve tiempo de hacerlo. En un primer instante pensé que se trataba de tu padre, pero enseguida supe que no era él quién había descolgado el teléfono, conocería su voz entre un millón. Después de varios intentos frustrados decidí no volver a llamar. Ya sabía que no me iban a permitir hablar contigo. La próxima vez que hablemos será cara a cara, mirándonos a los ojos, acariciándonos con la mirada...

      ¿Sabes?, lo mejor de estos días ha sido el viaje en barco, una experiencia nueva, gratificante, una experiencia que me hubiera gustado compartir contigo. Anoche, durante la travesía Valencia-Mallorca, ya de madrugada, cuando todos dormían, salí a la cubierta a fumar un cigarro. La noche era serena, el mar estaba en calma y el cielo estrellado. Era como aquellas noches de verano frente al castillo, cuando nos amábamos bajo un manto de estrellas, cuando no podíamos imaginar que todo se acabaría en apenas semanas. Permanecí largo rato en la cubierta, apoyado en la barandilla, sintiendo la brisa en mi cara. El hálito húmedo del Mediterráneo me trajo recuerdos de nuestras citas en el arroyo, del agua fresca mojando nuestros pies. Pero, entre el leve murmullo del agua, esta vez no se escuchaba tu voz ni la brisa fresca de la madrugada traía los ecos de tu risa. Me giré hacia popa, decepcionado, frustrado por no encontrarte ni siquiera cuando cerré los ojos. El buque avanzaba mar adentro, dejando tras de sí un rastro de agua y espuma. Miré la huella del barco en el mar. Observé aquella estela que parecía quedarse atrás y al mismo tiempo seguirnos, como si barco y estela debieran separarse, como si no pudieran separarse ni aunque quisieran. Miré la luna reflejada en el agua removida por las hélices, bailando sobre crestas de espuma blanca; era una luna de zinc cuando la noche cerrada, y una luna dorada al amanecer. Era una noche preciosa, pero tanta belleza solo puede doler cuando se contempla añorando a la persona amada. Me dolió en el alma no poder compartirla contigo, pero más me dolió saber que nada volverá a ser como antes, al menos en muchos meses. Porque nada es igual sin ti, María. Nada. Ni siquiera yo soy el mismo.

      La vida es un constante caminar, pensé, un camino siempre hacia delante, sin detenernos, aunque sea inevitable volver la vista atrás. Mas no podemos caminar sin dejar la huella de nuestros pasos, no podemos avanzar sin dejarnos algo por el camino. Pero algunas veces nos dejamos demasiado. Algunas veces, tras nosotros, se queda aquello que más necesitamos. Pero debemos seguir avanzando, aunque duela, aunque nos pesen los pies como losas sobre el alma, incluso cuando sentimos que las fuerzas nos abandonan, debemos seguir caminando. La vida no se detiene por nadie. Apoyado en la barandilla, mientras el barco surcaba el mar y la noche, miré atrás y, absorto en el rastro de agua y espuma, recuperé el recuerdo intacto de nuestros días mejores, la maravillosa sensación de ser felices juntos, de mirarme en tus ojos, de sonreír porque tú sonreías, de mis manos ciñendo tu cintura y tus manos recorriendo mi espalda, de mis labios en tu labios, de tu boca en mi boca, de mis dedos resbalando por tu hombro y tus dedos en mi nuca, de mi aliento en tu oído y tu aliento en mi cuello, de tu cuerpo entre mis brazos y mi cuerpo entre tus piernas...

      Hasta mañana. Te quiero.

      Alejandro.

      Carta setenta y dos.

      Querida María:

      Hoy he vuelto a casa con mi primer permiso. Ayer juramos bandera y esta mañana, a primera hora, he cogido un avión con destino a Málaga. Este ha sido mi primer vuelo, otra experiencia nueva, placentera, otra experiencia que me hubiera gustado compartir contigo. Cuando la aeronave surcaba el cielo por encima de las nubes he experimentado una maravillosa sensación de libertad. ¿Sabes?, la perspectiva desde las alturas te hace verlo todo diferente, te hace sentir un poco más libre, mucho más vulnerable, vivo. Luego, mientras descendíamos hacia la pista de aterrizaje, he sentido unas ganas renovadas de verte, de abrazarte. Quizá porque el vértigo del descenso ha disipado las dudas acumuladas durante muchas semanas; quizá porque, por un instante, sentí que todo puede terminar de repente sin darnos la oportunidad de recuperar lo que perdimos.

      He hecho el trayecto sentado junto a una ventanilla, justo detrás del ala izquierda del avión. Al principio me daba vértigo mirar hacia fuera, pero luego me he deleitado observando el paisaje celeste, mirando con ojos de niño el ala del avión, contemplando cómo su extremo apuntaba hacia tierra firme o hacia el firmamento infinito, según giraba la aeronave. ¿Sabes?, contemplar el mar desde las alturas, la sensación de atravesar una nube..., todo era nuevo para mi, nuevo y fascinante, pero no podía compartirlo contigo. En el momento del aterrizaje he cerrado los ojos, he entrelazado las manos sobre mi regazo y he pensado en nosotros, en las cosas que nos quedan por hacer juntos. Segundos antes, el descenso me había provocado una repentina sensación de ingravidez y, justo en ese instante, he experimentado una insoportable necesidad de sentirte a mi lado. Luego, cuando el avión se ha detenido sobre la pista, nada he deseado más que compartir esta experiencia contigo. Mientras miraba a través de la ventanilla he imaginado tu cara junto a la mía, tu mano entre mis manos, tu cabeza apoyada en mi hombro... Algún día tú y yo haremos un viaje en avión.

      Han pasado doce horas desde que aterrizamos en el aeropuerto de Málaga. Ya han pasado casi dos meses y medio desde que te escribí la primera carta, demasiado tiempo sin saber de ti. Después de cenar he salido a la calle a fumar un cigarro. Me he sentado al final del empedrado patio, en el extremo del poyo, con los pies colgando hacia el vacío y la incertidumbre instalada en mi alma. Por un instante he levantado la vista hacia el cielo, he observado las estrellas y les he repetido la misma pregunta de siempre: ¿Por qué no llegan tus cartas, María, por qué? Pero ellas no tenían la respuesta para estas dudas que me corroen las entrañas. Me he quedado un buen rato fuera, disfrutando del silencio de la noche, añorándote, hasta que el frescor de la incipiente madrugada me ha obligado a entrar en casa. Me he refugiado en mi cuarto, aunque ya sé que ningún refugio puede protegerme de esta soledad que me provoca tu ausencia. Mientras te escribo estas líneas he recordado las primeras noches tras tu marcha, las primeras cartas que te escribí... Una cosa ha cambiado desde entonces: ya no espero ilusionado tu respuesta, ni siquiera sé si llegará. Pero no todo ha cambiado. Todavía, cuando cierro los ojos, puedo sentir el roce de tus labios en los míos, tu piel erizada bajo la yema de mis dedos, tus pezones rozando mi pecho, mis labios susurrando en tu oído, el vaho de tus jadeos en mi cuello, nuestros corazones latiendo al unísono, el murmurar del arroyo entre sueños, el agua mojándonos los pies... Algún día volveremos allí y haremos el amor en el mismo sitio y, luego, nos quedaremos dormidos y permaneceremos abrazados hasta que el agua nos despierte al mojarnos.

      ¿Sabes?, empiezo a arrepentirme de no haber aprovechado estos días de permiso para ir a verte. El corazón así me lo pedía, pero la razón me aconsejaba ahorrar un dinero que vamos a necesitar pronto. Al final escuché a la razón. Quizá porque me engaño pensando que tenemos toda la vida por delante pero, ¿y si solo tuviéramos ese instante que se nos escapa en cada aliento? ¿Qué haríamos en ese caso? Pero, ¿cómo saber si ya es tarde o aún estamos a tiempo de cambiarlo todo en un segundo? ¿Sabes?, solo de una cosa estoy seguro: mañana, cuando el sol remonte los cerros, cuando sus primeros rayos nos muestren los almendros desnudos y las hojas muertas a sus pies, tú y yo estaremos ante un día menos, otro más tachado en el calendario, ese impasible contador del tiempo que parece ralentizar los días sin ti. Y quizá mañana me lleguen tus cartas. Pero, aunque no llegaran, mañana faltará un día menos para estar juntos de nuevo, para terminar con esta separación que me aflige el alma y me duele en la piel.

      Hasta mañana. Te quiero.

      Alejandro.

      Carta ciento sesenta y tres.

      Querida María:

      Me temo que nunca recibirás esta carta. ¿Sabes?, cada vez estoy más convencido de que no has recibido ninguna. Aunque a veces me pregunto si no es eso lo que quiero creer. Otras veces dudo si realmente lo creo o simplemente prefiero pensar que no recibes mis cartas antes que enfrentarme a la posibilidad... No, eso es imposible. Si no me has escrito es porque no has recibido mis cartas. ¡Dios mío! No pensarás que yo... No, María, yo nunca incumpliría mi promesa, porque nunca te olvidaré y te seguiré escribiendo cada día como te prometí, aunque ya no espere tu respuesta. Sí, mi amor, te seguiré escribiendo cada noche, hablándote a través de estas líneas aun a sabiendas de que no puedes


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