Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
te atreves a replicarme?! —bramó su padre.
Los ojos de Anselmo escupían toda la furia que le quemaba en las entrañas, estaba poseído por la ira, a punto de perder el control. María se sorprendió al darse cuenta de que ya no le tenía miedo, pero se mordió la lengua, se tragó las palabras que deseaba arrojar a la cara de su padre. Luego él preguntó, gritó, amenazó; y siguió preguntando, gritando, amenazando... Pero esta vez en dirección a su esposa, la madre de María, la mujer que obedecía y callaba siempre. María no pudo soportarlo y estalló, furiosa, con el brillo del odio incendiando sus pupilas, temblando de rabia, interponiéndose entre su padre y su madre. Anselmo levantó la mano y María dio un nombre, mi nombre. «¡¿Un comunista?!», gritó su padre. Y María no supo si él seguía estando furioso, si era incredulidad lo que veía en sus ojos o solo desprecio hacia mí, el hombre al que ella amaba con todo su ser. «¡¿Comunista?!», repitió María, sin dar crédito a las palabras de su padre. «Comunista, sí. Como su tío Andrés, que bien muerto está». María sintió la sangre hervir en sus venas. «¿Cómo puedes decir eso? ¡De sobra sabes que eso es mentira! Todo el pueblo lo sabe. Todos saben que a Andrés Cantero lo mataron por celos. Lo de rojo solo fue una excusa para justificar una venganza, para encubrir un asesinato cobarde». Anselmo apretó los dientes y el puño; María sintió que toda la sangre se agolpaba tras sus ojos. Él bajó la mano decidido a cruzarle la cara, pero en el último instante se detuvo. Quizá porque vio ante sí a toda una mujer, una mujer que no solo le había perdido el respeto. Tampoco parecía tenerle miedo. Quizá no le pegó porque ella seguía mirándole a los ojos, desafiante, retándolo a hacerlo. «¡Pégame!, si te atreves», pareció leer Anselmo en los ojos de su hija. No hubo golpes. Ni más gritos. Solo silencio... y lágrimas. Lágrimas de impotencia en los ojos de María y lágrimas de orgullo en los ojos de su madre: su niña había tenido el valor que a ella siempre le faltó.
—¡Está castigada! —dijo Anselmo, dirigiéndose a su mujer—. ¿Lo oyes bien? ¡Castigada! Y que no me entere yo de que la dejas salir de su cuarto. ¿Está claro? Y ya hablaremos tú y yo —dijo señalando a María con el dedo.
Anselmo pronunció las últimas palabras en voz baja, con una frialdad que hacía más seria la amenaza latente en sus ojos. Luego lanzó una mirada intimidatoria a ambas mujeres y, a continuación, se hizo el silencio, un silencio que sonó peor que todas las amenazas anteriores. Segundos después Anselmo se encerró en la habitación dando un portazo que hizo estremecerse a madre e hija. Ellas se miraron en silencio. En aquel instante no encontraron las palabras, pero tenían tanto que decirse... María y su madre se abrazaron y María rompió a llorar; y se abrazaron más fuerte. El cabo Anselmo, mientras tanto, calló de bruces sobre la cama, con los puños cerrados, golpeando enfurecido la almohada, descargando su rabia en cada puñetazo hasta que algo se rompió en su interior y las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos como dos torrentes incontenibles. Anselmo Arranz lloró como nunca antes había llorado, al menos hasta donde alcanzaba su memoria. Quizá rompió a llorar porque no le quedaban fuerzas para seguir golpeando, tal vez porque se sabía derrotado por su hija, quizá porque estaba solo en la habitación mientras las dos personas que más le importaban se abrazaban al otro lado de la puerta; quizá solo lloraba porque, por primera vez, le dolían en el alma las miradas de su mujer y su hija. Nunca antes había visto tanto miedo en los ojos de su esposa, nunca tanto desprecio en la mirada de su hija. Pero ellas debían entenderlo, era su oportunidad. No podía dejarla pasar, se la había ganado a pulso y llevaba años esperándola. Además, aquella podía ser la última oportunidad para lograr su ansiado ascenso.
Anselmo Arranz se calmó, aunque solo momentáneamente. El odio no tardó en volver a sus ojos, pero esta vez iba dirigido al culpable de todo. Era un odio visceral, un odio salido desde lo más profundo de sus entrañas, un odio que inyectaba sangre en sus pupilas. «¡Ese hijo de puta me las va a pagar, va a lamentar su osadía!», masculló entre dientes. Y sus ojos empezaron a ponerse aún más rojos; cada vez le escocían más. Pero él sabía que no era por la sal de las lágrimas derramadas poco antes, sino por el odio que iba acumulando contra el mal nacido que había osado seducir a su hija, que le había llenado la cabeza de ideas revolucionarias, que la había puesto en su contra. Dio un puñetazo contra la cómoda. En la habitación, un cajón roto desparramó prendas por el suelo; en el salón, dos mujeres se sobresaltaron por el ruido, abrazándose de nuevo en un acto reflejo de mutua protección. Pero Anselmo Arranz no se alteró por el incidente del cajón roto. Ni siquiera se planteó la posibilidad de recoger la ropa del suelo. Al contrario, dio una patada al cajón esparciendo las prendas por toda la habitación. Luego sonrió. Ya sabía cómo hacerlo, solo era cuestión de esperar. «Ese Cantero va a lamentar haber mirado a mi hija. Peor aún, va a lamentar haber nacido», masculló entre dientes.
Aquella noche María no acudió a nuestra cita. Yo la esperé hasta tarde, muy tarde. Y mucho después de saber que ya no vendría, aún la seguía esperando, pensando en las posibles razones que le habían impedido ir al mirador, haciéndome innumerables preguntas. Mas todas mis preguntas conducían a una misma respuesta: nos habían descubierto. Y empecé a temer lo peor por nosotros, especialmente por ella. Finalmente decidí acercarme a la casa cuartel de la Guardia Civil, su casa, quizá su prisión desde hacía unas horas. Di un largo rodeo para evitar ser descubierto y, después de caminar un buen rato, cambiar de calle continuamente ocultándome entre las sombras, con el corazón en la garganta y la boca seca por la tensión, me detuve en el mismo sitio donde una mañana reciente nos besábamos con prisa y con nervios, con pasión y con miedo a ser descubiertos. Desde allí la veía trepar por la ventana cada noche cuando, tras despedirse de mí, volvía a escondidas a su habitación después de nuestras citas frente al castillo. Desde allí la había visto desaparecer por la esquina muchas mañanas y, muy a mi pesar, en aquel mismo sitio empecé a temer que la estaba perdiendo. O quizá no. Quizá solo se había sentido indispuesta. No. María habría ido de todas formas. Tal vez un catarro repentino. No. Tampoco habría faltado a nuestra cita por un catarro. Una indigestión, quizá... «Está sometida a demasiada presión», pensé. Las escapadas diarias, la carga de la culpa por vivir en una mentira continua ante sus padres... De pronto empecé a sentirme culpable, culpable por arrastrarla a aquella situación, culpable por el mal momento que estaría pasando María. Cerré los ojos, apreté los puños, y entonces la vi. La vi sonreír en mis brazos, correr de mi mano; la escuché reír, oí su voz bailando en mi oído... Pensar en tantos momentos compartidos hizo que aquella repentina sensación de culpabilidad se desvaneciese al instante, mas no la preocupación que sentía. Volví a mirar hacia la ventana. Nada. Agucé el oído. Silencio. Intenté escudriñar la oscuridad. Calma absoluta. Estuve tentado de acercarme a la ventana, pero al final desistí. Y si estaba dormida... Y si realmente estaba enferma... Y si nos habían descubierto... No. No era una buena idea, solo conseguiría despertarla, asustarla, comprometerla... Decidí marcharme por donde había venido. Me marché igual que había llegado, naufragando en un mar de dudas. Pero había alguien dispuesto a esperar hasta más tarde, mucho más tiempo, todo el tiempo que fuera necesario porque sabía que antes o después su presa caería en la trampa. Quizá porque él también fue joven, quizá porque todos hemos hecho locuras por amor.
Veinticuatro horas después estaba parado de nuevo en el mismo sitio de la noche anterior. Me asomé a la esquina. Tenía los nervios a flor de piel y estaba preocupado pero decidido a actuar. María había faltado a nuestra cita por segunda noche consecutiva. Algo malo estaba pasando y yo no podía esperar más para averiguarlo. Miré y volví a mirar hacia la ventana. Nada. Solo el guardia de puertas. Aquella noche el Servicio de Puerta le había tocado al “barbas”, un guardia que apenas conocía de vista y cuya mala reputación solo era superada por la del cabo Anselmo. Aquel guardia civil paseaba de una esquina a la otra, pero desde allí no podría verme. Aprovechando que mis ojos hacía ya rato que se habían acostumbrado a la negrura de la noche intenté taladrar la oscuridad, mas no conseguí ver nada, ni a nadie. Miré una vez más hacia la ventana de María. Nada. Solo sombras. Quizá fue la necesidad de saber de ella, quizá la imprudencia de mi juventud, quizá la incapacidad de pensar con frialdad. Lo cierto es que no tuve en cuenta un detalle, un importante detalle: las sombras, a veces, ocultan otras sombras. Esa fue mi desventaja. Esa era la ventaja con la que él contaba. Apreté el papel doblado dentro de