Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


Скачать книгу
sin volver la vista atrás, sin intención de detenerme. No le tenía miedo, pero él aún creía que podía intimidarme.

      —¡Alto o disparo!

      Yo seguía alejándome. Él insistía en que me detuviera.

      —¡Alto, he dicho, o te pego un tiro! —repitió, alzando la voz lo suficiente para que le oyera, conteniéndose para no alertar a nadie.

      Pero no me detuve. Yo sabía que Anselmo no iba a dispararme por la espalda; él ya sabía que yo no iba a detenerme.

      A la mañana siguiente, cuando aún no había terminado de amanecer, yo esperaba tras la esquina. La panadería estaba abierta y era la hora de siempre. Había dos posibilidades: la primera, remota, pero capaz de hacer saltar mi corazón dentro del pecho solo de pensarlo; la segunda, bastante probable, y también capaz de acelerar mi pulso más de lo deseado, aunque por razones bien distintas. Al final ocurrió lo que esperaba y temía. La madre de María dobló la esquina de enfrente en dirección a la panadería. Instantes después, apenas ella entró, yo aceleré el paso hasta llegar a la esquina por donde acababa de verla aparecer hacía solo un momento. Esperé hasta que salió con el pan y, justo en el instante en que ella llegaba al final de la calle, yo asomé por la esquina cortándole el paso. Ella se detuvo al verme y ambos nos quedamos parados en la acera, frente a frente. En un primer instante la madre de María estuvo a punto de soltar una exclamación de sorpresa, de contrariedad quizás. Pero se limitó a llevarse una mano a la boca, en un gesto que yo entendí de autocontrol. Intenté mostrarle mi mejor sonrisa en agradecimiento por su silencio, pero solo me salió una extraña mueca. Ella me gritó«¡apártate, por Dios!», desde el silencio de sus ojos abiertos como platos, desde el fondo de sus pupilas dilatadas. Yo saqué la mano del bolsillo y ella dio un paso atrás. Luego, cuando alargué mi mano hacia ella, intentó protegerse con la mano que tenía libre —la otra sujetaba la bolsa del pan—. La agarré por la muñeca y sujeté su mano con firmeza, pero apretando solo lo justo: no quería asustarla, mucho menos hacerle daño. Yo abrí mi mano; ella miró el papel arrugado y, enseguida, a un gesto mío, abrió la suya permitiéndome depositar aquella nota entre sus dedos. A continuación cerré su mano con la mía, despacio, delicadamente. «Solo le pido que se la entregue a María, es lo menos que le debo». Ella hizo un gesto de asentimiento. «Descuida, se la daré». Y esta vez conseguí sonreír. «Gracias». Y ella se marchó sin un “de nada”, sin un “adiós”, pero con una leve sonrisa que intentó disimular sin éxito.

      A la mañana siguiente yo la esperaba otra vez al doblar la esquina. Si había cumplido su palabra, María le habría dado una mensaje para mí, la respuesta a la nota que su madre guardó en su mano cerrada, veinticuatro horas antes. Nos encontramos en el mismo sitio, frente a frente, como la mañana anterior. Pero esta vez no hubo caras de sorpresa: los dos sabíamos que nos encontraríamos allí, a la misma hora, sin necesidad de estar citados. Tampoco hubo ningún gesto de contrariedad. Solo una nota en mi mano... Solo un “gracias” en mis labios... Solo un “de nada” en los suyos. Nos habíamos encontrado sin un “hola” y nos despedimos sin un “adiós”, pero ambos con una sonrisa: la mía, en los labios; la suya, en los ojos y también un poco en los labios, solo un poco, lo suficiente para delatarla.

      La noche antes, una nota algo arrugada se había deslizado bajo la puerta cerrada de la habitación de María. Aquella noche las palabras de otra nota bailaban ante mis ojos mientras yo leía y releía aquel mensaje. Las dos notas decían lo mismo: «Te quiero. Siempre te querré. Espérame. Te esperaré, lo prometo. Pronto estaremos juntos de nuevo. Te quiero... Te quiero... Te quiero...». Solo había una diferencia. Mi nota decía: «Te escribiré cada día»; y la suya: «Contestaré cada una de tus cartas».

      Unos días después María puso rumbo a Valladolid. Le esperaba una nueva vida, una vida que no sería como nosotros esperábamos, como nos habíamos prometido en aquellas notas. Aquella misma tarde, en la hora de la siesta, bajé al arroyo. Pensaba que allí me sentiría un poco más cerca de ella, pero pronto comprendí que no podía engañarme: María se había ido, solo me quedaba su ausencia. Me detuve donde aquella primera tarde nos dimos la mano justo antes de echar a andar arroyo abajo. Pero ya no tenía su mano para entrelazar nuestros dedos ni se escuchaba su risa sobre el rumor de la linfa cristalina. Empecé a andar despacio, sintiendo cómo el agua se volvía hielo en mis tobillos, con los guijarros hiriendo mis pies sin compasión. La sal de mis lágrimas me escocía en los ojos, aquel silencio me pesaba como una losa en el alma. Caminé despacio por el cauce del arroyo. María ya no corría delante mío invitándome a perseguirla, retándome a alcanzarla. Llegué hasta la cabecera del río donde tantas veces nos besamos. Luego me sumergí, despacio, con los ojos cerrados, intentando sentirla junto a mí. Casi podía sentir sus manos, su piel rozando mi piel, el contacto con su cuerpo mojado Seguí avanzando río adentro, dejándome llevar por la corriente. Poco a poco fui alejándome de la orilla, sumergiéndome un poco más a cada paso. No pretendía ahogarme en aquellas aguas que tanto amaba, lo único que quería ahogar era mi frustración. La rabia que me quemaba por dentro se fue desvaneciendo y acabé abandonándome en brazos de una tristeza insoportable. Seguí caminando hasta que el agua me llegaba al cuello. Y entonces todo sucedió de repente. El remolino me atrapó por sorpresa y empezó a engullirme sin remedio, haciéndome girar al tiempo que caía hacia el fondo. Pero, cuando tragué las primeras bocanadas de agua, el instinto de supervivencia se negó a perder aquella batalla y me obligó a luchar con todas mis fuerzas. Después de una agotadora lucha contra el remolino de agua logré salir a flote, tomé aire y empecé a nadar a contracorriente en dirección a aquellos cañaverales que parecían estar demasiado lejos, con mis cinco sentidos puestos en aquel lecho de juncos de pronto convertido en un lecho de espinas.

      Salí del agua agotado. La lucha a brazo partido contra el remolino me había dejado exhausto. Caminé trastabillando y, cuando por fin alcancé la sombra de los cañaverales, me dejé caer de bruces sobre los verdes juncos donde tantas veces nos amamos. Me sentía frustrado y débil, abatido por dentro y por fuera. Empecé a llorar y a toser y allí, en el que fuera nuestro lecho, con la cara entre los juncos, respirando el aroma de nuestras tardes felices y añorando a María, vomité el agua tragada, pero no pude expulsar aquella sensación de impotencia que me había dejado su marcha. Luego, cuando ya no me quedaba nada que vomitar, me senté con la cabeza entre las rodillas y los brazos rodeando mis piernas y apreté los dientes con desesperación, sintiendo las lágrimas de la impotencia resbalar por mis mejillas, apretando los puños con rabia, clavándome las uñas en las palmas de las manos hasta que un hilillo de sangre caliente empezó a bajar por mis antebrazos.

      Aquella misma noche, en la soledad de mi cuarto y alumbrado por la trémula llama de una vela, le escribí a María la primera de mis cientos de cartas.

      CAPÍTULO V

       CARTAS A MARÍA

      Carta tercera.

      Querida María:

      Te escribo en la soledad de mi cuarto, a la tenue luz de una vela. Esta es la tercera carta que te escribo; una por día, como te prometí. Ya espero impaciente tus noticias, aunque sé que es pronto para que hayas recibido mis cartas y, aunque así fuera, aún no ha pasado el tiempo suficiente para que a mí me lleguen las tuyas. Pero no puedo evitarlo, necesito saber de ti.

      Los días se me hacen eternos sin ti, María. El duro trabajo en el campo apenas me distrae lo justo para mitigar el dolor de tu ausencia. Ya hace tres días de tu partida; demasiados días sin verte, sin sentirte, sin aspirar el perfume de tu piel. A veces me parece que todo eso pasó hace siglos, o quizás en otra vida, o tal vez nunca sucedió y solo fue un sueño, el más hermoso de los sueños. Sin embargo, cuando cierro los ojos en la eterna espera del sueño esquivo, puedo sentir tus manos cálidas, oír tu voz, escuchar tu risa inundando mis sentidos. ¡Cuánto daría por oír tu risa! Como aquellos días mientras corríamos arroyo abajo, cuando nos perseguíamos sintiendo el agua salpicar nuestras piernas. Qué no daría yo por coger tus manos entre las mías, por sentir tus manos en mi espalda, tu aliento en mi aliento, mis labios en tus labios, tu pelo en mi cara, mi cuerpo en tu cuerpo...

      Cada


Скачать книгу