Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
a muchos pasos de distancia. «Tiraré una china contra el cristal de la ventana, sin demasiada fuerza —pensé—, de forma que solo ella pueda oírla». Me agaché, tanteé el suelo buscando mi proyectil y, de pronto, el destino se precipitó sobre nosotros. Quizá porque así estaba escrito; quizá porque así lo estábamos escribiendo con cada una de nuestras decisiones. Todo podía haber ocurrido de otra forma. O ni siquiera haber sucedido. Pero ocurrió, tal vez de la única forma posible, quizá como nosotros hicimos que ocurriera.
La acera parecía barrida a conciencia. No había nada en el suelo que me sirviera para llamar la atención de María. Entonces lo presentí. Ni una palabra. Ni un ruido de pasos. Ni un indicio de aquella sombra entre las sombras. Pero supe que había llegado nuestra hora, la hora de un enfrentamiento inevitable. Intenté levantarme y enfrentarme a sus ojos, pero ya era demasiado tarde. O quizá no. Cuando sentí el cañón en mi nuca supe que debía elegir. Y acepté la posibilidad de morir, pero con dignidad.
—¿Buscas a alguien?
—Quizá te buscaba sin saberlo.
—No te hagas el valiente, no estás en condiciones —me dijo el cabo Anselmo, y a continuación me propinó un puntapié en los riñones que me hizo caer de bruces.
Intenté levantarme, pero, cuando apenas estaba en cuclillas, volví a sentir el acero en mi nuca, frío, como una amenaza de muerte real, muy real.
—Vas a necesitar algo más que un puntapié para hacerme desistir, y lo sabes.
—¡Cállate! O te mato como a un perro —gruñó entre dientes, cerca de mi oído.
—¿Como a un perro “rojo”?
Segundo puntapié. Su bota acababa de descargar todo su odio sobre mi costado. Caí de bruces, pero antes de tocar el suelo ya había decidido que aquella sería la última vez.
—No sabes las ganas que tengo de apretar el gatillo, y me lo estás poniendo muy fácil.
—Pues si pretendes matarme, estás haciendo demasiado ruido, ¿no crees?
—Tu verborrea no te servirá conmigo.
Por un instante, el cabo Anselmo me pareció distraído, pensando en nosotros —en María y en mí—, imaginándome a mí como un don Juan de pacotilla que había logrado engatusar a su hija con palabrería barata, y a ella como una chiquilla inocente. Se produjo un silencio, el más largo hasta entonces. Luego, yo empecé a incorporarme, despacio, decidido, intentando anticiparme a su siguiente movimiento.
—¡Al suelo! —masculló entre dientes, pero más alto de lo que pretendía.
—Si tengo que morir, no será arrodillado.
Y seguí irguiéndome a pesar de sus amenazas, lentamente, sintiendo el frío acero en mi nuca, empujando la pistola hacia atrás con mi cabeza, respirando su odio en mi cuello. El cabo Anselmo me agarró por la pechera de la camisa y tiró con fuerza hacia arriba, haciéndome girar hasta quedar cara a cara. Luego me puso el cañón en la frente. Nos quedamos un instante en silencio, retándonos con la mirada.
—¿Cómo esperas salir de esta, Cantero?
—Dímelo tú.
—Parece que con una bala entre las cejas.
—Si me matas los dos estaremos muertos para tu hija. Yo bajo tierra y tú enterrado en vida. Pero será bien distinto para ambos. Yo descansaré en paz y ella me amará eternamente, pero tú no podrás encontrar la paz ni en este mundo ni en el otro y tu hija te odiará mientras viva.
Anselmo pareció dudar por un momento; mi estrategia había funcionado. Acababa de descubrir su punto débil.
—No mientes a mi hija, o...
—¿O qué?
—¡O te pego un tiro, mal nacido! —dijo levantando la voz más de lo que pretendía.
—Al final nos van a oír y entonces vendrán todos tus secuaces.
—Cuidado cómo hablas de los míos —dijo amenazante.
—Aunque si salen se armará un buen jaleo. Y María se asomará a esa ventana y te verá apuntándome con tu pistola.
—Igual ve cómo te descerrajo un tiro en la cabeza.
—Los dos sabemos que no vas a matarme.
—Yo en tu lugar no estaría tan seguro.
—Hagamos un trato —dije tras un breve silencio.
—Tú no estás en posición de ofrecerme ningún trato.
—Yo creo que sí.
Una pausa. Un silencio denso. Luego Anselmo quiso demostrarme —o demostrarse a sí mismo— que era él quien controlaba la situación.
—Yo te voy a proponer un trato —dijo, y luego hizo una pausa premeditada, alargando adrede mi espera—. Tú le escribes una nota a mi hija. Le dices que solo fue un amor de verano, que le deseas lo mejor, pero que debe olvidarse de ti.
—Eso ni lo sueñes. La nota que quiero darle ya está escrita —dije, y en seguida supe que había hablado demasiado.
—¿Qué nota? —preguntó sin poder disimilar su interés y tampoco su enojo.
Yo apreté el papel dentro de mi mano, de forma instintiva, sabiéndome traicionado por mi subconsciente.
—Me temo que no es para ti.
—¡Dame esa nota, Cantero! —dijo apretando los dientes, agarrándome más fuerte de la pechera y empujándome con el cañón de su arma.
—Vas a tener que quitármela.
—No olvides quién tiene la pistola. Tú solo eres el que sueña; yo decido cómo termina la historia.
Por un momento intenté imaginar que estábamos en igualdad de condiciones, que ambos nos enfrentábamos desarmados, sin la ventaja que le daba su pistola. Me pregunté qué pasaría. No tardé en saber la respuesta: el cabo Anselmo me soltó de la pechera e intentó agarrarme la mano. Quería obligarme a abrirla, pero ese fue su error. De pronto parecía obsesionado con aquella nota, tan obsesionado que descuidó sus defensas. Aprovechando su descuido, levanté mi brazo izquierdo con toda la violencia de la que fui capaz, golpeándole con fuerza en el antebrazo derecho, desarmándolo en un abrir y cerrar de ojos. La pistola calló sobre el asfalto con un ruido metálico y luego se oyó resbalar varios metros alejándose de nosotros. El cabo Anselmo me miró sorprendido, incrédulo ante mi acto repentino, incapaz de aceptar mi agresiva actitud. No se lo esperaba. Sin duda no estaba acostumbrado a ser objeto de semejante acto de insumisión. Pero no pareció alarmarse ante la igualdad de condiciones; al contrario, tuve la sensación de que sonreía. Me pareció ver su gesto igual de confiado, incluso retador, como si estuviera invitándome a medir nuestras fuerzas. Nunca supimos si él me estaba infravalorando, tampoco si confiaba demasiado en sus posibilidades, teniendo en cuenta la pérdida de su inestimable ventaja. Pero aquel día aprendí una cosa de Anselmo: era un luchador, un hombre que nunca se rendía, que jamás desistía en el empeño de conseguir lo que quería, aunque estuviera equivocado.
El cabo Anselmo se agachó ligeramente, colocando el cuerpo hacia delante, en clara posición de ataque. Luego me miró con aquella sonrisa de guerrillero e hizo un gesto con ambas manos, como invitándome a atacarle. Pero yo no había ido a pelear, solo pretendía ver a María. Anselmo, sin embargo, parecía haber encontrado la excusa que necesitaba para justificar una acción que en el fondo no pretendía llevar a cabo. Mientras me miraba desafiante empezó a retroceder, lentamente, tanteando el suelo con las botas. Enseguida lo supe: estaba buscando la pistola. Y supe que era la hora de marcharme. Aquella noche no podría despedirme de María, ni siquiera conseguiría hacerle llegar mi nota. Me di media vuelta y empecé a andar. Pero apenas me había alejado unos metros cuando se oyó un chasquido a mis espaldas. No me