Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
la explanada del mirador por su cara nordeste. Apenas nos sentamos yo me giré hacia la muralla de la alcazaba, distante unos centenares de metros a nuestra derecha.
—Mira —le dije señalando hacia el castillo—. ¿Verdad que de noche parece más misterioso?
—Sí —me contestó—. Será que todo se ve diferente cuando se apagan las luces del día. Es como si todo pasara a otra dimensión cuando lo cubre la oscuridad.
Un breve silencio. Una mirada en la penumbra. Unos ojos que brillaban en la noche.
—¿Sabes?, en las noches más oscuras, cuando la negrura lo envuelve todo, las piedras de las almenas rompen la oscuridad dejándose ver entre las tinieblas, como si estuvieran iluminadas.
—Pero no lo están —dijo María.
—He ahí el misterio.
María me miraba en silencio, expectante.
—Continúa —me animó.
—En las noches sin luna el castillo parece estar flotando sobre el desfiladero, suspendido en el espacio.
Busqué los ojos de María en la noche ya cerrada. Ella me miró en silencio durante un breve instante y luego volvió la vista hacia la antigua alcazaba.
—Cuentan que todo empezó en el Medievo, que es obra del fantasma de un gobernador asesinado. Dicen que es él quién ilumina el castillo con su aura.
—Creo que estoy empezando a enamorarme de Iznájar —dijo María sin mirarme, con la vista fija en el castillo.
—¿Solo de Iznájar?...
Ella se giró hacia mí; yo busqué sus ojos y percibí un leve temblor en sus labios al acercarme.
—Cuéntame más... —dijo ella, recuperando el control de la situación—. Quiero conocer toda la historia.
Un breve silencio. Dos respiraciones rompiendo el silencio.
—¿Sabes lo que más me gusta de Iznájar?
—¿El qué? —dijo mirándome en la penumbra, desde el fondo de sus ojos negros como la noche.
—Sus leyendas. Eso es lo que más me fascina de este pueblo.
—De tu pueblo, querrás decir...
Se hizo un silencio, el más largo de nuestros silencios hasta entonces.
—A veces me cuesta sentir que pertenezco a este lugar, que este es mi país. Son tantas las injusticias...
Por un instante pensé en la dictadura de Franco, en la represión de la posguerra, en aquel día cuando mi madre volvía de la fuente... Y recordé el día en que supe toda la verdad sobre la muerte del tío Andrés. María acarició el dorso de mi mano y yo tomé su mano entre las mías y la apreté fuerte, con demasiada fuerza quizás, inconscientemente. Ella encogió su mano, pero solo por un instante. Enseguida apretó la mía al tiempo que me miraba a los ojos. Creo que sonreí... por dentro. María sonrió desde el alma a los ojos y de los ojos a los labios.
—Cuéntame alguna leyenda —dijo apretándose contra mí.
—Cuenta la leyenda que, allá por el año 911...
Y así fue como le conté a María la leyenda de Fasl ben Salama, Gobernador de Hisn-Ashar, como llamaban a Iznájar los árabes. Fasl ben Salama era un muladí rebelde. Cuentan que, en el año 911, una vez más, enarboló la bandera de la rebeldía frente al poder de Abd Allah I, séptimo Emir Omeya de Córdoba. El Gobernador de Hisn-Ashar se rebeló contra el poder central pero su pueblo, temiendo las sangrientas represalias del emir —cada acto de rebeldía de su gobernador había acabado en asedio, y muchos de sus habitantes pasados a cuchillo—, decidieron cortar por lo sano.
—¿Y qué pasó? —preguntó María intrigada.
—Fasl ben Salama fue degollado por su propio pueblo y su cabeza enviada al emir en señal de sumisión.
María abrió los ojos un poco más y sus pupilas brillaron en la noche.
—Así —continué— fue como los habitantes de Hisn-Ashar se libraron de las seguras represalias del emir.
—... Y perdieron una oportunidad de liberarse de su opresor —dijo María. Su respuesta me hizo asentir. Los dos lo veíamos con los mismos ojos, pero...
—Ese ha sido siempre uno de los grandes dilemas del ser humano cuando se ha sentido oprimido, resignarse ante las injusticias y la opresión o rebelarse frente al poder establecido. —Hice una pausa antes de continuar— La pregunta es si estamos dispuestos a luchar por una vida más justa, a pagar el precio de nuestra libertad. La cuestión es si vale la pena arriesgarlo todo, incluso la propia vida si fuera necesario.
—Solo gana quien arriesga —dijo María.
Nos quedamos un instante en silencio, mirándonos en la penumbra. Luego la rodeé con mi brazo y ella apoyó su cabeza en mi hombro. Yo la estreché un poco más y ella se apretó contra mi cuerpo. Me incliné ligeramente y María levantó sus ojos hacia mí. Y nos quedamos frente a frente, en silencio, acariciándonos con la mirada, rozándonos con el aliento. Acaricié su cara despacio, dejando mis dedos resbalar desde el lóbulo de su oreja hasta su barbilla... Y sentí cómo sus labios se separaban despacio, poro a poro, cómo se agitaba su respiración... Y rocé con mis labios sus labios húmedos, esponjosos, entregados... Y besé ligeramente su labio superior, y luego su labio inferior... Nuestras bocas se entregaron en un beso apasionado, atrapándose mutuamente, descubriéndose, gustándose, condenándose a necesitarse a partir de aquel primer beso. Y se abrieron más y nuestras lenguas se buscaron, se enredaron y no dejaron de jugar a atraparse mutuamente hasta que nos faltó el aliento. María se colgó de mi cuello. Yo la cogí en brazos y la senté sobre mis piernas, de lado, sin dejar de abrazarla, dejándome abrazar. Y así, el uno en brazos del otro por primera vez, nos estuvimos besando hasta que ella puso su dedo índice sobre mis labios.
—Es muy tarde... Me tengo que ir —dijo.
Pero seguimos besándonos, acariciándonos, sintiendo que la noche se detenía, sabiendo que nada sería igual a partir de entonces. No sabría decir cuánto tiempo tardamos en separamos, en decirnos «hasta mañana». Solo recuerdo que ya era demasiado tarde para recuperar nuestras vidas anteriores, cuando aún no se habían encontrado nuestros labios, antes de sentirnos unidos por aquella fuerza irresistible, maravillosa, aquella sensación de estar vivos en la mirada del otro, en la piel del otro y en nuestra propia piel, que ya no sabría vivir sin el contacto con la piel amada. Recuerdo la voz susurrante de María, su acento, su castellano perfecto. A ella le gustaba mi forma de hablar; decía que mi acento andaluz la había cautivado desde el principio, que se quedaba embelesada escuchándome.
Aquella sería la primera de muchas citas bajo las estrellas. Cada noche, yo la esperaba en el lugar acordado. Y cada noche, a unos pocos centenares de metros, en su habitación de la casa cuartel de la Guardia Civil, María, aprovechando la oscuridad y que su casa daba a la calle de arriba, se descolgaba desde la ventana del primer piso hasta la acera. Lo hacía en silencio, dejando la ventana entreabierta para poder entrar cuando regresara, descalza para no dejar huellas en la pared, con las chanclas atadas y colgadas al cuello, mirando continuamente a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie la había visto, sintiendo el corazón latir en su garganta, golpeándole en el pecho, con las piernas temblando por la emoción de vernos y el miedo a ser descubierta. Una vez en la acera recorría la distancia hasta el mirador sigilosamente, caminando junto a la pared, confundiéndose con las sombras de la noche, conteniendo la respiración, escudriñando cada calle antes de doblar la esquina. María acudía cada noche a nuestra cita arriesgando mucho más que una bofetada y un castigo ejemplar. Y lo hacía en plena noche, sola. «Es mejor que me esperes aquí. Juntos nos sería más difícil ocultarnos», me dijo cuando yo le propuse esperarla tras el cuartel, a escasos metros de su ventana.
Yo