Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
con la firmeza en la voz de quien no quiere crear falsas expectativas, me dijo:
—Alejandro, hijo, las golondrinas nunca regresan en otoño.
Entonces no podía saberlo, pero aquellas palabras no tardarían en cambiarme la vida.
—Pero, papá, ¿tú no puedes hacer que vuelvan?
—No, hijo. Lo siento.
—Pero, papá, tú sabes hacer magia. ¿Por qué no haces que vuelvan?
—La magia no puede hacer que regresen las golondrinas, hijo. Lo siento, de veras que lo siento.
—Pero, papá, ¡yo quiero que regresen! Por favor, haz un truco. Prometo cerrar los ojos muy fuerte.
—Lo siento, Alejandro, pero tienes que aceptar la realidad: la vida es así y no podemos hacer nada por cambiarla.
Nunca... Nada... Esa era la realidad. Las golondrinas nunca regresaban en otoño y mi padre no podía hacer nada. Pero yo no quería vivir en la realidad, solo quería levantarme cada mañana y salir corriendo a contemplar las golondrinas. Hasta el instante anterior confiaba en que mi padre las haría volver, pero él no tenía un truco para eso, acababa de darme cuenta, de descubrir que mi padre ya no sabía hacer magia. Y, por un momento, lo vi diferente. Ya no era aquel mago que hacía aparecer los caramelos, solo era mi padre. Y, por un instante, solo por un instante, me sentí defraudado, profundamente defraudado por mi padre; incluso creo que dejé de quererlo momentáneamente y empecé a hacerme mayor, de repente, sin edades intermedias, de forma abrupta y dolorosa. Porque no crecemos por los años vividos sino por las experiencias acumuladas. Podemos vivir años sin apenas crecer en lo personal y podemos experimentar en un segundo el crecimiento de media vida. Yo acababa de vivir una de esas experiencias, uno de esos segundos que nos marcan para siempre: acababa de descubrir el desengaño. Pero, una vez más, mi padre me sorprendió. Hincó una rodilla en tierra, me rodeó con sus brazos y me apretó contra su cuerpo. Tardé años en comprender que, en aquel preciso instante, mi padre sufría más que yo, aunque él sonriera y yo no pudiera contener las lágrimas. Tardé muchos más años en saber cuánto nos duele la tristeza de los hijos, pero solo tardé un instante en sentir que mi padre no había perdido la magia, aquella magia que tenía el poder de espantar mis miedos, esa magia que solo podemos percibir en el abrazo de quienes más nos quieren, de las personas que más queremos, la magia de unir todos nuestros pedazos rotos.
En aquel abrazo empecé a querer de nuevo a mi padre, esta vez para siempre. Aquella mañana de septiembre del cuarenta y cuatro empecé a comprender el significado de las palabras “nunca” y “nada”; y también a crecer por dentro, a la fuerza, sin poder evitarlo. Aquella mañana empecé a hacerme mayor, incluso creo que envejecí. Quizá fue por el solo hecho de aceptar la “realidad”; quizá me hizo envejecer aquella sensación desconocida hasta entonces, una sensación que, tiempo más tarde, supe que se llamaba resignación. Aquella mañana de mi infancia, algo se rompió dentro de mí y, con el tiempo, he aprendido que solo hay una forma de recomponerse tras una decepción, de juntar todos los pedazos de nuestros sueños rotos: revelarse, no aceptar nunca imposibles, no sin antes poner todo de nuestra parte para hacerlos posibles. Aquella mañana de septiembre, cuando mi padre y yo nos separamos, me sequé las lágrimas para no volver a llorar en mucho tiempo. Porque «los hombres no lloran», eso me decían de niño. En aquella época los hombres no podían ser débiles, mucho menos aparentarlo, y yo era todo un hombre, un hombre que no tardaría en aprender a tragarse sus lágrimas. Pero el tiempo siempre acaba enfrentándonos a nuestros errores. La vida me ha enseñado que llorar no es un síntoma de debilidad y yo he aprendido a aceptar mis lágrimas sin avergonzarme. Los hombres también sentimos; los hombres también lloramos. Ahora, recordando aquel momento de mi niñez, me doy cuenta de cuánto aprendí aquella mañana de septiembre de 1944, aunque todavía era demasiado pequeño para tomar conciencia de ello. Lo más importante que aprendí, si duda, es que quienes están para abrazarnos en los malos momentos, esos nunca nos fallarán, siempre estarán ahí, dispuestos a darnos todo a cambio de nada; esos a quienes podemos agarrarnos cuando sentimos que todo se hunde a nuestro alrededor son los mismos a quienes no podemos fallarle nunca. Pero, aunque les falláramos, ellos seguirían estando ahí para darnos un abrazo cuando más lo necesitemos. Aquella mañana, por un instante, yo sentí que mi padre me había fallado y al instante siguiente sentí que no merecía aquel abrazo, pero aun así sabía que él me lo daría igualmente.
Al día siguiente, el primero de mi nueva vida, me levanté temprano y sin que nadie me llamara. A la misma hora de siempre me bajé de la cama y, corriendo, salí a la calle con la vaga esperanza de encontrar a las golondrinas sobre nuestros tejados. Pero aquellas avecillas por las que aprendí a levantarme solo, aquellas infieles a las que yo seguía amando igual, estaban lejos, a miles de kilómetros, a muchos meses de distancia. Tenía que aceptarlo, se habían marchado y tardarían mucho tiempo en volver. Pero yo las esperaría el tiempo que hiciera falta, ilusionado con su regreso, como esperamos a quienes nos hacen sonreír por dentro. Mas, después de unos días sin ver a las golondrinas, perdí las ganas de madrugar. Me seguía despertando a la misma hora pero me quedaba en la cama. Las razones por las que cada mañana salía corriendo a la calle hacía ya días que habían volado de nuestros tejados, de mi vida. Empecé a levantarme cada vez más tarde y, cuando por fin me levantaba, iba directo a la mesa, cabizbajo, cargando sobre mis débiles hombros a aquel hombre prematuro, un hombre que se había apoderado de mi alma de niño. En aquellas mañanas de finales de verano descubrí lo triste que resulta amanecer a un día sin expectativas, levantarte de la cama solo porque te obliga el hambre. Una mañana de principios de otoño no me levanté, ni pronto ni tarde. Cuando mi madre entró en la habitación me encontró despierto, con la mirada fija en la puerta, esperando verla entrar. «¿No te levantas?», me preguntó. Yo moví la cabeza de un lado a otro. «¿No tienes hambre?». Esta vez moví la cabeza afirmativamente. Mi madre me miró en silencio, leyendo en mis ojos lo que yo gritaba sin palabras. «Anda, ven aquí», dijo retirando las sábanas y cogiéndome en brazos. Y yo me abracé a su cuello. La abracé como si temiese que fuera a soltarme, como no me abrazaba a ella desde que aprendí a levantarme solo, desde antes de salir corriendo cada mañana para contemplar a las golondrinas, cuando todos decían que me estaba haciendo mayor y yo quería hacerme mayor a toda prisa. Pero en aquel momento no me importó renunciar a mi nuevo estatus de hombre; en aquel momento lo único que deseaba era retroceder a los días felices de mi recién perdida infancia, aquellos días en que todos me mimaban y todavía podía llorar.
Unos días después de aquel abrazo con mi madre sucedió algo inesperado. Era temprano; recuerdo que el sol aún no había llegado a mi ventana y yo aún me estaba desperezando, cuando escuché que mi padre me llamaba desde el patio.
—¡Alejandro, ven! ¡Corre!
Aquella emoción en su voz traía implícita la promesa de algo muy interesante, pero ni siquiera se me ocurrió pensar en las golondrinas.
—¡Corre a verlas! —gritaba mi padre con el entusiasmo de un niño vibrando en su voz.
Me bajé de la cama y corrí hacia el patio. Mi padre se agachó ligeramente al verme llegar y yo salté a sus brazos, contagiado de su emoción, pero sin sospechar a qué se debía aquel apremio. Yo me abracé a su cuello; él señaló un punto en el horizonte.
—¡Allí! ¡Mira allí! —me repetía, señalando un punto entre el cerro y el cielo.
—¡Papá, ya las veo! —grité emocionado apenas divisé unos puntos negros alejándose hacia el sur mientras mi madre, unos pasos por detrás de nosotros, contemplaba la escena con mi hermana pequeña en brazos.
—¿Recuerdas lo que te dije?
Me quedé pensativo. Mi padre me había contado muchas cosas de las golondrinas, pero yo solo podía recordar que no regresaban en otoño.
—Ahora se van al sur, pero solo porque no les gusta el frío —dijo mi padre.
—A mí tampoco me gusta —dije con voz tristona.
Mi padre no pudo evitar