Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


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lágrimas y su rabia nunca llegaba hasta la cima, siempre acababa diluyéndose entre resbalón y resbalón. Y, allí arriba, en la cumbre más alta de su niñez, subido a la peña más escarpada que conocía, aquel niño que madrugaba para contemplar las golondrinas abría los brazos y cerraba los ojos sintiendo el viento en la cara y la libertad en el alma, como imaginaba que sentían las golondrinas al volar.

      Alejandro Cantero llegó a la cima cansado, jadeante. Pero apenas recuperó el aliento, se subió sobre aquel peñasco, que ya no parecía tan alto, se giró cara al viento, cerró los ojos y sintió aquella libertad que apenas recordaba. Instantes después, cuando abrió los ojos de nuevo, pudo divisar allá a lo lejos las ruinas de la antigua escuela. En ella aprendieron a leer y escribir muchos niños de la comarca, pero Alejandro ni siquiera tuvo esa suerte: la construcción del aula rural se demoró demasiado y él, como muchos otros —los menos afortunados ni eso—, aprendió en casa, con un maestro rural que recorría la comarca impartiendo la enseñanza con mano dura y escasos conocimientos pedagógicos. «Pero eran otros tiempos; entonces la educación no parecía tan importante», se dijo. Alejandro tenía razón: era la época franquista, y, en las dictaduras, la ignorancia del pueblo es una de las mejores aliadas de quienes ostentan el poder. El conocimiento, sin embargo, puede convertirse en un arma peligrosa en manos de los oprimidos.

      Alejandro Cantero volvió la vista atrás en el tiempo, hasta detenerse en un momento concreto de su niñez. Era una mañana primaveral de un día cualquiera, de algún año de finales de los cuarenta. Era un maestro que recorría las casas rurales y los cortijos de la comarca con un libro bajo el brazo y su perenne frustración pintada en los ojos. Don José María era un “educador” de los de antes, uno de aquellos maestros de la dictadura, un defensor convencido del lema “la letra con sangre entra”. Aquel maestro rural tenía diferentes formas de castigar las tareas inacabadas, los olvidos de la lección de turno, los errores aritméticos... Y esto era frecuente entre sus alumnos, especialmente en aquellos que tenían asignadas las tareas relacionadas con los animales domésticos. En aquella economía de subsistencia alimentar el alma era algo secundario; la prioridad era llenar el estómago. Para don José María, castigar a sus alumnos —incluso agredirlos físicamente— era una especie de liberación, una forma de descargar la rabia y la impotencia a las que le habían condenado las secuelas de una enfermedad detectada demasiado tarde, algo habitual en tiempos de supervivencia, cuando solo sobreviven los más fuertes. Él sobrevivió, pero le quedó la condena —y la vergüenza— de una cojera perenne y un brazo —el izquierdo, afortunadamente— inútil, salvo para sujetar el libro. La suerte de don José María fue tener unos padres que se podían permitir pagar un internado donde le enseñaran lo bastante —que entonces no era mucho—, como para dedicarse a enseñar a otros. Pero nadie podría librarle nunca de ser un minusválido, un tullido en una época en que los discapacitados aún sufrían el rechazo de la sociedad. Alejandro Cantero nunca fue víctima de los castigos de aquel humilde maestro que padecía una invalidez permanente y sufría ataques epilépticos. Don José María nunca le golpeó con su regla, ni le abofeteó, ni lo castigó de cara a la pared con garbanzos bajo sus rodillas desnudas. Quizás a don José María nunca le gustó dar clases; quizá ni siquiera le gustaban los niños. Quizá los odiaba tanto como algunos le temían, aunque era aquel temor en los ojos de sus alumnos lo único que parecía redimirlo de su mísera existencia.

      Era una soleada mañana de primeros de mayo. Apenas habían empezado la clase cuando el maestro les dio un susto de muerte, un susto que no fue menor por esperado, pues antes o después tendría que ocurrir también en su casa, como ya había sucedido en otras muchas. Aquella mañana de lunes, durante unos minutos eternos, la epilepsia se apoderó del cuerpo del pobre maestro de un solo libro. Los niños estaban sentados alrededor de la mesa y el maestro paseaba por la sala principal de aquella humilde casa de campo. De pronto, don José María se sintió mal. Luego se sentó en una silla. A continuación empezaron las convulsiones... Alejandro y sus hermanos corrieron hacia la calle asustados, gritando con todas sus fuerzas: «¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!». Y su madre dejó de restregar en la piedra de lavar y corrió en la dirección de los gritos de sus retoños. Don José María había caído al suelo arrastrando la silla en su caída, sufría violentas convulsiones y echaba espuma por la boca. Los niños, cual cachorros asustados, corrieron a refugiarse tras las faldas de su madre, allí donde se sentían a salvo de todo. Desde bien pequeños ya intuimos que nuestros padres darían su vida sin vacilar para proteger la nuestra. Pero ellos también tenían miedo por su madre, una mujer tan menuda como valiente, dispuesta a sujetar a aquel hombre para evitar que se hiciera daño golpeándose contra la pared, aceptando la posibilidad de recibir algún golpe involuntario, algún mordisco inevitable... Afortunadamente, todo quedó en un susto mayúsculo sin más consecuencias que unos cuantos moratones para el epiléptico y arañazos múltiples en los brazos y las piernas de aquella valerosa mujer, que no compartía sus métodos de enseñanza pero tampoco dudó en arriesgar su integridad física en favor de aquel pobre hombre. Aquella fue una época dura y la miseria era generalizada. No obstante, abundaba la generosidad. En aquella época la gente no sabía mirar para otro lado. Y solo así, amparados los unos en la solidaridad de los otros, sobrevivían a las penurias y las privaciones de una vida paupérrima, aunque extrañamente feliz.

      Sin bajarse del más alto peñasco de la más alta cima de su niñez, Alejandro Cantero tomó varias fotos desde la distancia, atrapando con su cámara imágenes propias de una postal. Un clip, unos segundos de espera, y la Polaroid arrojaba la foto recién hecha; unos segundos más, y los colores del paisaje inundaban el papel. A través de las diferentes instantáneas, Alejandro observó los contrastes entre los verdes olivos y los secos pastos, entre el cielo azul y las verdosas aguas del embalse pero, sobre todo, fue consciente de la diferencia entre mirar con los ojos de un niño y los de un adulto. Poco después se bajó de la atalaya de su infancia y se encaminó hacia el hotel. Decidió volver por el sendero nordeste, entre los verdes olivos y los pastos amarilleados por el calor del estío. De vuelta a la casa de su infancia Alejandro pasó junto a la fuente, mucho tiempo atrás el único manantial de agua “potable” en varios kilómetros a la redonda. Durante décadas, aquella fuente excavada en la tierra caliza los abasteció de agua con sabor a ovas y sapos; durante años, aquel niño que ya no sabía mirar con los mismos ojos, había corrido delante de su madre por la vereda embarrada o polvorienta —según la estación del año—, mientras ella portaba un cántaro de agua a la cintura. Todo había cambiado, como cambia la vida, como nos cambia a todos. Bueno, todo no: la fuente seguía igual. Y se lo debía a Desmond y Lisa, y les daba las gracias por conservar tantas cosas de la finca como él las recordaba, con aquel encanto de lo antiguo, con aquel aroma a los lejanos días de su niñez.

      Alejandro Cantero se fue alejando de la fuente en dirección al hotel, caminando sin prisa sobre el asfalto que ocultaba la antigua vereda. Muchos años antes, sus pisadas contribuyeron a hacer aquel camino desde hacía tiempo enterrado bajo el negro pavimento. Mientras caminaba, observó sobre el talud algunas de las retamas entre las que, muchos años antes, jugaba al escondite con sus hermanos; retamas ya viejas y llenas de verrugas, viejas como el alma de los viejos, aunque muchos parezcan jóvenes por su edad. Pero comprobó con satisfacción que seguían dando brotes nuevos, llenos de vida como el alma de los jóvenes, aunque algunos tengan edad de ancianos. Poco después llegó a la parte trasera del hotel, atravesó la explanada de los aparcamientos y se encaramó sobre aquel enorme peñasco, testigo impasible del paso del tiempo. La primera vez, muchos años antes, necesitó la ayuda de su padre para encaramarse a la parte más alta de aquella mole de piedra. De niño le gustaba trepar a aquella peña. Desde que era un niño, Alejandro disfrutaba subiéndose a cualquier cosa que le proporcionara unas buenas vistas. Tocó la piedra, la acarició, recorrió cada uno de sus pliegues, pero sus dedos no encontraron nada nuevo. Era como si el viento, la lluvia, el granizo y la nieve de varias décadas no hubieran dejado su huella en aquel inalterado peñasco. «A veces deberíamos ser piedra para no sufrir los golpes de la vida, para no cargar con tantas cicatrices», pensó. Pero luego retrocedió unos meses en el tiempo, y unos años, y algunas décadas... Y entonces comprendió que el dolor es inevitable, que forma parte de la vida como los errores, el arrepentimiento, la culpa... Cuando nacemos solo nos dan una vida, no tenemos más, pero perdemos nuestro tiempo dudando, temiendo equivocarnos, temiendo fracasar, temiendo sufrir, ignorando


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