Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
aquella tarea le había servido para combatir la soledad y distraer el insomnio; desde hacía unas noches, escribir era su manera de acortar el tiempo desde la cena hasta la hora de hacer la llamada.
Alejandro Cantero escribió la última frase y puso el punto y final. Luego miró el reloj y esbozó una sonrisa de satisfacción. Quizá por haber terminado; quizá porque se acercaba la hora señalada. Apagó el portátil, metió el tabaco y el móvil en el bolso de mano y, tras coger ambos, se levantó de la mesa. Se despidió de Lisa y Desmond —ya no quedaba nadie más en la terraza ni en el restaurante—, y subió a su habitación.
Levantó la persiana, abrió la puerta de la terraza y, con el móvil en la mano, salió al exterior. Era una cálida noche de luna nueva. Alejandro marcó el mismo número de la noche anterior, de todas las noches desde que se despidieron con un beso, un “te quiero” y un “hasta pronto”. Al segundo tono, alguien levantó el auricular muchos cientos de kilómetros al norte. «Hola, mi amor. ¿Estabas dormida?», le preguntó. «Sabes que no me dormiría sin escuchar tu voz». Hablaron durante un buen rato, en voz baja, susurrando casi, como si temieran que alguien pudiera oírlos, aunque ambos sabían que nadie los escuchaba. Cuando Alejandro dejó el reloj sobre la mesilla de noche las manecillas marcaban la 01:25 del primero de septiembre de 1990.
Era sábado. Aquella mañana, Alejandro Cantero fue el primero en bajar a la piscina. Un rato después, tras unos cuantos largos, se sentó en el SPA, activó el sistema de hidromasaje y cerró los ojos. Mientras los jets masajeaban su espalda, recordó el primer beso bajo el agua, las caricias en la piel erizada mientras se sumergían en el río... Alejandro se recostó en el asiento de hidromasaje, con la cabeza hacia atrás y el agua por la barbilla, abandonándose poco a poco. Quienes no le abandonaron fueron los recuerdos. Pero, en aquel instante, Alejandro solo quería mirar hacia delante y deseaba que el tiempo volara. Un año y unos meses antes, sin embargo, habría entregado su alma al diablo por detenerlo. Pero el tiempo sigue siempre su propio ritmo, fijo, inalterable, aunque algunas veces parezca volar y otras detenido. Pasados unos minutos Alejandro cambió el asiento de hidromasaje por la tumbona de masaje mediante chorros de aire. Se tendió de espaldas sobre un pequeño mar de burbujas, sobre un montón de juguetones dedos de aire y agua que parecían mantenerlo suspendido, ingrávido, flotando... Por un instante sintió que lo tenía todo. En seguida se dio cuenta de que le faltaba lo más importante, la persona que daba sentido a todo lo demás. Porque Alejandro Cantero ya sabía que todo no basta cuando no tienes con quien compartirlo.
Poco después, cuando los primeros clientes empezaron a llegar a la piscina cubierta, él abandonó el recinto en dirección al hotel. Podía haberse quedado a charlar con aquellos huéspedes, contarles que, mucho tiempo atrás, cuando todavía creía que todo era posible, una mañana como aquella tuvo que aprender a renunciar y, por primera vez en su corta vida, se resignó a aceptar que había cosas imposibles de lograr, incluso para su padre. Y podía haberles contado que, aquella mañana de un septiembre de su infancia, debió enfrentarse a la dura realidad, que se hizo mayor de golpe cuando descubrió que las cosas no siempre son como creíamos que eran, como desearíamos que fueran. «Porque eso es imposible, hijo», le había dicho su padre. Pero también podía haberles contado que, solo unos meses antes, la vida le había enseñado que todo es posible, incluso aquello que ya no nos atrevemos a soñar; y que la vida puede ser cruel—él lo sabía por experiencia—, mas siempre nos reserva una segunda oportunidad, una nueva oportunidad para soñar, para volver a sonreír, para amar, para ser felices de nuevo, una oportunidad para emerger de entre los escombros de nuestras propias ruinas, para renacer con más fuerza, como brota la hierba bajo las cenizas de los campos calcinados.
Alejandro Cantero recorrió los escasos metros que separaban la piscina cubierta de la entrada del hotel y, tras saludar a Desmond y Lisa, se fue directo a su habitación. Se dio una ducha de agua tibia y se visitó con unas bermudas de lino y una camiseta de algodón. Luego se calzó unas zapatillas de deporte, se puso el reloj de pulsera, cogió el pequeño bolso marrón y se dispuso para salir. Pero antes se paró frente al espejo y, durante unos instantes, miró la imagen impresa en la camiseta: era la cara sonriente de su hija. Escritas sobre la imagen aquellas palabras que ella le repetía con frecuencia: “I like my life”. Unos años antes, cuando se la regaló, su hija lo abrazó largamente antes de decirle: «Deja de preocuparte por mí, papá; ya he encontrado mi lugar en el mundo». Le gustaba ponerse aquella camiseta; la cara impresa de su hija le hacía sentirla un poco más cerca y su sonrisa le ayudaba a imaginarla feliz, a gusto en su trocito de universo, ese espacio que a veces tanto nos cuesta encontrar. Antes de bajar a desayunar, Alejandro se colgó el bolso donde previamente había metido su cámara de fotos Polaroid instantánea y en color —con pilas y película para diez fotos—, y cogió su cartera y sus gafas de sol Wings de Ray-Ban con cristales verde oscuro y montura plateada, salvo por la barra y los codos negros. Aquellas gafas de sol habían permanecido muchos meses en su funda pero, unos días antes, en una fecha señalada, Alejandro decidió volver a ponérselas. Le recordaban a alguien muy especial, alguien con quien ya no podía jugar a ladrona y policía. Aquel sábado se las pondría por última vez, lo tenía decidido; luego las devolvería a su funda para no volver a sacarlas nunca más. Aquellas gafas formaban parte de una historia de su pasado, una de esas historias que se niegan a desvanecerse en la niebla de los años. Porque hay historias insensibles al paso del tiempo, momentos que permanecen imborrables en nuestra memoria, que siguen latiendo en nuestras emociones a pesar de las historias que vinieron después.
Aquella mañana Alejandro desayunó en la terraza, mirando hacia el pantano desde el mismo sitio donde se sentaba a escribir cada noche, sintiendo en el rostro los tibios rayos de un sol que ya hacían presagiar un día caluroso. Lisa le propuso unirse al grupo que iría de excursión por el embalse, a conocer el entorno mientras daban un paseo en las barcas de remos. Pero Alejandro declinó amablemente la invitación: aquella mañana le apetecía pasear por los alrededores. El paseo en barca quedaba pospuesto para tres semanas más tarde. Quería compartirlo con alguien muy especial aunque, por el momento, ella solo sabía que le tenía preparada una sorpresa.
Alejandro Cantero, el huésped de la habitación con vistas al amanecer, salió de la terraza en dirección a la piscina exterior cubierta, pero esta vez pasó junto a la misma sin detenerse. Caminó unos cien metros en línea recta hasta llegar donde la encina centenaria. Protegido del sol por la fronda verdinegra, se detuvo junto al tronco inabarcable, justo bajo la rama en la que su padre colgó el columpio por primera vez hacía ya cuarenta y muchos años cuando columpiarse era volar, cuando volar parecía posible. Porque todo es posible en la mente de un niño; porque los niños no entienden—ni aceptan— la palabra imposible. Pero pasaron los años, aquellos niños dejaron de serlo, y acabaron por bajarse del columpio y, con los pies en la tierra, en aquella tierra hermosa y pobre a partes iguales, sus ganas de volar se toparon con la cruda realidad, con unas expectativas de futuro que parecían empujarles sin remedio a repetir unas vidas que no querían para ellos, las vidas de sus padres. Y sus padres también soñaban para ellos una vida mejor; no querían para sus hijos aquella vida de sacrificio y escasez, una vida que, por entonces, les negaba hasta el derecho de expresarse libremente. Cuando amamos a alguien no nos preguntamos por qué, no necesitamos saberlo. Alejandro Cantero, sin embargo, sabía muy bien por qué amaba tanto aquel lugar: allí fue libre. Al menos mientras su inocencia se lo permitió, hasta que un día abrió los ojos y se despertó en un tiempo y lugar donde pretender ser libre solo conducía a tres posibles destinos: el exilio, la cárcel o la muerte. Muchos eligieron el exilio; otros no pudieron elegir. Alejandro cerró los ojos y, por un momento, sintió que volaba de nuevo en el columpio, incluso podía oír las risas de sus hermanos mientras le empujaban en la espalda, mientras esperaban su turno con la impaciencia de quien espera vivir algo mágico. Instantes después, cuando abrió los ojos, aún seguía volando en aquel columpio de su niñez, resistiéndose a bajar a la realidad, ese lugar donde los sueños se vuelven estériles apenas aceptamos la imposibilidad de alcanzarlos.
Tras unos minutos bajo la encina Alejandro Cantero dirigió sus pasos hacia el sendero noroeste y, tropezando a cada paso, recorrió el camino sepultado bajo los arbustos, aquella vereda que tantas veces le llevó hasta el cerro más alto. Y ascendió por la pendiente hasta alcanzar la cima, aquella cumbre que en su infancia imaginaba mucho más alta, más