Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
que nuestra vida es nuestra, solo nuestra, y que solo depende de nosotros lo que hagamos con ella. Yo aún no había cumplido los cuatro años cuando, una mañana de septiembre, mi vida cambió para siempre.
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Amanecía en el aeropuerto de Málaga. Aquella mañana de primeros de otoño, mientras un hombre y una mujer caminaban de la mano por la pasarela que les conduciría al interior del avión, a cientos de kilómetros al norte, alguien estaba planeando algo que les afectaba directamente, sin previo aviso, sin consultarles, sin que ninguno de ellos pudiera siquiera sospechar lo que aquel hombre tramaba en la distancia. Un poco más tarde, cuando los primeros rayos de sol pintaban reflejos dorados, naranjas y rojos sobre la espuma del mar, otro hombre se despertó en la misma ciudad; tenía un plan diferente, pero también afectaba directamente a aquella pareja que acababa de subir al avión. Eran dos hombres que se conocían desde hacía décadas, dos amigos que dejaron de serlo, que se evitaban desde hacía meses, dos hombres que estaban condenados a encontrarse. Aquella mañana de septiembre, cuando un avión procedente de Málaga surcara los cielos en dirección a París, aquellos dos hombres estarían sentados frente a frente.
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El Boeing 747-400 de Air France, vuelo AF2031 con origen en el aeropuerto de Málaga y destino en el aeropuerto Charles de Gaulle, París, inició las maniobras de acercamiento a la pista de despegue. La aeronave se desplazó lentamente por la calle de rodaje y, tras unos metros marcha atrás y luego de un recorrido de no más de cien metros—incluidos un par de giros a izquierda y derecha, respectivamente— quedó posicionada en la pista, en paralelo a las líneas de delimitación de la misma. Unos segundos después el piloto recibió la pertinente autorización desde la torre de control y, acto seguido, se dispuso para realizar el despegue. Primero liberó los frenos; luego, manteniendo el avión centrado en la pista, inició la carrera sobre el pavimento, acelerando hasta llegar a la máxima potencia y alcanzar la velocidad requerida, al objeto de obtener la sustentación de aquella mole con alas. La aeronave estaba a punto de despegar. Unos segundos más tarde, cuando el ruido se hizo ensordecedor y el morro del Boeing perdió el paralelismo con la pista, el hombre sentado junto a la ventanilla y la mujer sentada junto a él —en la primera fila justo detrás del ala izquierda— apretaron sus dedos entrelazados, se miraron y sonrieron complacidos. Iniciaban un viaje que ya no esperaban compartir: el viaje hacia una vida nueva, juntos. Inmediatamente después sus estómagos experimentaron un ligero cosquilleo y sus corazones empezaron a latir más deprisa, mitad por la inercia, mitad por la emoción de aquel viaje insospechado hasta pocos meses antes.
—Ya no hay vuelta atrás, ¿verdad? —dijo ella mirándolo a los ojos.
—No. Pero es lo que queríamos... —le contestó con una sonrisa.
—Sí. Nada deseo más. Pero me da un poco de miedo —dijo apoyando su cabeza en el hombro de él.
—Todo saldrá bien, mi amor. Ya lo verás.
Ella levantó la vista hasta encontrarse de nuevo con los ojos de él.
—¿Crees que me aceptarán?
Él apretó su mano entre las suyas.
—No lo dudes. Te querrán como a una madre —dijo, y luego la besó en el pelo.
—Eso es lo que me da miedo. Yo nunca seré su madre.
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El Boeing 747 despegó en dirección noroeste, e inició el ascenso hacia el cielo claro del interior, alejándose momentáneamente de la costa. Mientras tanto, el hombre y la mujer que iban sentados tras el ala izquierda, sin soltarse de la mano, agarrados a aquella segunda oportunidad que les había reservado el destino, juntaron sus caras mientras miraban a través de la ventanilla. Al otro lado del cristal, un cielo azul, infinito; ante ellos, un futuro prometedor y compartido. Segundos después, mientras la aeronave viraba en dirección este, sus ojos soñolientos pero incapaces de esconder la ilusión que les embargaba, se detuvieron en el ala del avión que se elevaba desafiando al firmamento con su borde marginal. Eran una pareja de mediana edad. Ambos estaban en esa etapa de la vida en la cual la juventud y la experiencia aún no se han separado del todo: él todavía estaba por cumplir los cincuenta, aunque su sien plateada le hacía aparentar alguno más; ella no aparentaba más de cuarenta, pero estaba próxima a cumplir los cuarenta y seis.
Aquel 26 de septiembre de 1990 sería un día inolvidable para ambos. El vuelo con destino a París acababa de despegar del aeropuerto de Málaga con veintitrés minutos de retraso sobre el horario previsto; el sol asomaba por el horizonte, la temperatura rondaba los 20 ºC y una suave brisa refrescaba las primeras horas de aquella jornada que se anunciaba calurosa a pesar de la reciente llegada del otoño. Poco después, mientras surcaban el cielo a bordo de aquel avión, la claridad de la mañana y la ausencia de nubosidad les permitirían contemplar los pueblos de la Axarquía de Málaga primero y del sur de Granada después, haciéndose cada vez más pequeños al tiempo que la aeronave se alejaba de la superficie terrestre, volando en dirección a las capas altas de la troposfera. Luego, el avión viró ligeramente poniendo rumbo hacia las costas del levante almeriense; unos minutos más tarde estaban volando sobre el Golfo de Almería, el Cabo de Gata y las playas de Mojácar, Garrucha, Vera, Palomares... «Mira», dijo él señalando hacia tierra firme. Muchos metros más abajo el mar besaba la playa, su amante inseparable. Ella se giró hacia la ventanilla y ambos contemplaron el Mediterráneo fundiéndose con la arena, como si fueran uno solo: él, mojándola con besos impúdicos; ella, cálida y receptiva como la piel de los amantes. Se miraron en silencio. Luego ella acercó sus labios y él depositó un suave beso en su piel rosada y húmeda. Era un miércoles de finales de septiembre, el primer septiembre juntos desde que, una tarde lejana en el tiempo pero cercana en la memoria de sus emociones, se separaron solo para unos meses..., o eso creían entonces.
La aeronave bordeaba el litoral del levante andaluz en dirección a la costa murciana. Poco después, muchos metros por debajo de su panza, la línea de arena que separaba el mar de la tierra firme empezó a desdibujarse a medida que el avión ascendía. Mientras tanto, aquel hombre y aquella mujer, con las manos cogidas y sus caras pegadas a la ventanilla, seguían mirando hacia abajo, contemplando el fino trazo arenoso que, poco a poco, se iba difuminando ante sus ojos. Minutos más tarde, cuando la costa quedó demasiado abajo para distinguir la arena del mar, ella apoyó su cabeza en el hombro de él y, a continuación, entornó los ojos. Él la miró con ternura. Luego, sin soltarle la mano, fijó la vista justo debajo del ala que les precedía a escasos metros. Sus ojos, cansados por el desvelo de la noche anterior, le reclamaban con insistencia la necesaria oscuridad tras sus párpados protectores; pero la agresión de los molestos rayos solares no le impediría seguir mirando un rato más a través del cristal, contemplando aquel espacio infinito que se extendía ante ellos.
Mientras contemplaba el cielo azul, a su mente acudieron los recuerdos de un día lejano, sentado como entonces junto a la ventanilla de otro avión. Y recordó la sensación de volar por primera vez, las nubes bajo sus pies, y aquel aterrizaje en el mismo aeropuerto de donde acababan de despegar poco antes. Todo parecía igual que entonces. Pero era solo en el exterior; dentro del avión algo había cambiado, alguien hacía que todo fuera diferente. Y estaba sentada a su lado, adormecida, sin soltar su mano. Sonrió. Luego giró la cabeza levemente y la besó en el pelo; instantes después entornó los ojos y se dejó envolver por la bruma de un sueño ligero.
El avión ascendió hasta alcanzar la altura de crucero. A 29.000 pies de altitud, un hombre y una mujer dormían apoyados el uno en el otro, soñando quizá con un futuro que ya no esperaban compartir, ajenos a la tragedia que se cernía sobre sus vidas. Una pequeña turbulencia sacudió ligeramente la aeronave. Ella murmuró algo entre sueños y, a continuación, se acomodó en el hombro de su acompañante; él abrió los ojos, se los frotó con el dorso de la mano, y luego miró su reloj. Las manecillas habían avanzado cincuenta minutos desde que despegaron de tierra firme. Unos instantes después volvió la vista hacia el exterior. Justo delante, el cielo azul e inmenso; miles de metros más abajo, una gran ciudad: Barcelona. Minutos más tarde, unas nubes aparecieron en la distancia. El hombre sentado junto a la ventanilla, a escasos metros del ala izquierda