Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


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aquel viaje compartido, un viaje que no se hubieran atrevido a soñar solo unos meses antes. Era su primer viaje juntos, a pesar de que muchos años antes habían soñado compartir el viaje de la vida. Pero incluso entonces, cuando soñaban un amor para toda la vida, París ni siquiera había sido un sueño, mucho menos cuando ya no imaginaban volver a encontrarse. Apenas llevaban cinco minutos en aquella estancia del aeropuerto cuando ella señaló hacia una de las maletas que se acercaba por la cinta transportadora.

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      Mientras ellos recogían su equipaje, a más de mil kilómetros al sur, dos hombres se habían citado para desayunar. Uno se tomó unos minutos del trabajo; el otro hacía ya un tiempo que no trabajaba. Tenían que hablar. Las vidas de ambos habían dado un giro repentino en los últimos tiempos, un cambio tras el cual, nada volvería a ser como antes.

      «Todo es cosa del destino. Estaba escrito así», se justificaba el mayor de ellos. «Tú lo provocaste todo. ¡No me jodas con el destino!», le reprochaba el otro. Y no le faltaba razón: nuestro destino no es sino la consecuencia de cada una de nuestras decisiones. Cada vez que tomamos una decisión, estamos cambiando nuestro destino. ¿O es el destino el que nos empuja a tomar cada decisión? Aquellos dos hombres habían sido compañeros de trabajo durante mucho tiempo pero, sobre todo, habían sido amigos, muy buenos amigos, y cómplices... Se habían guardado las espaldas mutuamente y habían compartido secretos, alguno de ellos inconfesable. Tenían que hablar, mas empezaron lanzándose reproches, acusándose mutuamente, y se despidieron entre amenazas. Quizá los dos tenían parte de razón; quizás, en el fondo, los dos eran iguales.

      Pero en sus amenazas había una clara diferencia: uno, el más joven, se aprovechaba de ciertos hechos del pasado para amenazar con el chantaje a su antiguo superior; éste, sin embargo, no quería ni oír hablar del pasado. A él solo le preocupaba el futuro inmediato. El hombre de mediana edad no estaba dispuesto a detenerse ante nada ni nadie pero aquel jubilado le dejó muy clara su postura desde el primer momento: era capaz de cualquier cosa con tal de evitar lo que parecía inevitable. Tenían que hablar. Pero no sirvió de nada, si acaso para empeorarlo todo. Poco después, cuando se separaron, uno volvió al trabajo; el otro, sin embargo, se quedó un rato más, el tiempo suficiente para verlo salir de su centro de trabajo. Necesitaba comprobar unas fechas escritas en el tablón de anuncios, los turnos de vacaciones. Apenas leyó aquel nombre tomó una decisión: saldría de viaje. Y debía hacerlo sin demora, de lo contrario llegaría tarde a su próxima cita, una cita que habían acordado ellos dos en el silencio de aquella última mirada, en aquella despedida sin un adiós, cuando ambos supieron que ya no había vuelta atrás.

      CAPÍTULO II

       EL HUÉSPED

      Alejandro Cantero se levantó de la silla, cogió sus cosas y se dirigió hacia la mesa situada justo al otro extremo de la terraza. Aquella noche, como de costumbre, había sido el último en bajar al restaurante y, como cada noche, le tocó cenar en la mesa del rincón, la más alejada de su sitio favorito. Pero Alejandro esperaría la hora de acostarse sentado a la mesa con las mejores vistas de aquella terraza, muchos años antes el empedrado patio de una casa de labranza. Al huésped de la habitación con vistas al amanecer le gustaba sentarse en aquel extremo de la terraza, un mirador con vistas a sus primeros recuerdos y a una infancia que, desde allí, no parecía tan lejana.

      Alejandro Cantero rondaba los cincuenta, era alto —superaba con creces el metro ochenta—, delgado y moreno, aunque desde hacía un lustro su sien vestía el color plateado de las canas, cada vez más abundantes en detrimento de los pocos cabellos que aún conservaban su color original. Su rasgo más definitorio, sin embargo, eran sus profundos ojos verdes y su mirada penetrante, una de esas miradas que traspasan la barrera invisible y protectora que custodia nuestro interior, descubriendo en ocasiones mucho más de lo que queremos mostrar a quien nos mira, sobre todo si aún no hemos decidido entregarle la llave de nuestras interioridades. En el rostro de Alejandro Cantero se marcaban unas incipientes arrugas que le aparecían cuando sonreía y, desde hacía meses, volvía a sonreír con mucha frecuencia. Pero él no veía arrugas en aquel rostro que le miraba desde el espejo. De sobra sabía que aquellos pliegues en su piel, que se habían ido haciendo más visibles con el paso de los años y se acentuaban en cada una de sus sonrisas, no eran sino las huellas de todas las vivencias que le habían hecho reír y llorar, la estela que dejaron a su paso el amor y el desamor, la alegría de encontrar y el dolor de perder, el desengaño y la ilusión. Alejandro tenía razón, no eran arrugas, eran las huellas del vivir, los surcos abiertos por el tiempo y todas las emociones que habían sacudido su vida, sobre todo durante el último año.

      Aquella noche, Alejandro Cantero vestía un polo Lacoste de color rojo, pantalones vaqueros Lewis azul claro, cinturón marrón, zapatos Fluchos marrones —sin calcetines— y reloj Sandoz de pulsera de cuero, también marrón. Apenas hacía una hora y media que había vuelto del trabajo. Después de conducir varios cientos de kilómetros, visitar a algunos clientes potenciales y reunirse con un par de distribuidores, sus energías parecían haberse agotado. Pero le bastaba con desconectar del trabajo y cinco minutos bajo una ducha de agua tibia, para sentirse pletórico de nuevo. Quizás era por aquella gratificante tarea que le esperaba tras la cena; quizá por la llamada telefónica que haría justo antes de meterse en la cama. Cada noche bajaba a la terraza del restaurante con la esperanza infundada de encontrar libre su mesa favorita. Siempre acababa cenando en la mesa del rincón, justo en el lugar más alejado del mirador. Pero Alejandro contaba con una cómplice en el restaurante, alguien que le avisaría antes de que su mesa preferida se quedara libre. Él le había pedido el favor; ella conocía la fuerza inspiradora que aquellas vistas ejercían sobre él.

      Aquel era uno de esos “hoteles con encanto”. Tenía la ventaja de un enclave privilegiado, aportaba al hospedado la tranquilidad del mundo rural, y el paisaje invitaba a desconectar y relajarse. Además, hospedarse precisamente allí le ahorraba muchos kilómetros a la semana. Por aquellas fechas, sin embargo, no era eso lo que más valoraba Alejandro Cantero. Ni tampoco su amistad con los dueños del hotel, auspiciada en parte por su relación con aquel lugar. No. Todo eso sumaba, pero la verdadera razón para alojarse allí aquellos días era otra bien distinta: no quería estar solo, volver a estar solo. Porque Alejandro necesitaba con frecuencia la soledad buscada, reencontrarse consigo mismo en la tranquilidad del silencio pero, desde hacía un año —justo aquellos días se cumplía el primer año—, la soledad impuesta se le hacía insoportable. Y allí se sentía acompañado. Mas, si lo necesitaba, también podía estar solo, pasear su soledad buscada por los mismos caminos polvorientos donde, varias décadas antes, sus pisadas hicieron camino y podía sentarse sobre una piedra mientras la brisa del atardecer le traía aromas de olivar, contemplar en silencio la loma de los almendros donde se perdían las vistas y retroceder a un tiempo donde todo era posible; al menos hasta que una mañana de septiembre aquel niño, que había aprendido a levantarse solo y corría a la calle cada amanecer para contemplar las golondrinas, paladeó por primera vez el amargo sabor del desengaño. Aquel hotel rural tenía otros muchos atractivos: una piscina exterior cubierta y climatizada, un SPA incrustado en la misma estructura del vaso natatorio y una zona interior con sauna, baño turco, termas romanas... Alejandro Cantero no se marcharía sin disfrutar de todos aquellos servicios que aportaban relax y bienestar a los huéspedes del hotel. No obstante, la mayor parte su tiempo libre —que no era mucho— lo dedicaría a dar largos paseos por los alrededores.

      Aquella noche de finales de agosto Lisa Rice acababa de hacerle un gesto que él esperaba desde hacía rato. Ya podía sentarse en su lugar predilecto de la terraza y entregarse a la enriquecedora tarea que lo mantendría ocupado hasta la hora de hacer la llamada, una tarea iniciada a más de mil kilómetros de allí hacía ya ocho largos meses. Alejandro cogió su ordenador portátil, el pequeño bolso de piel marrón y su copa de vino, aún medio llena. Instantes después estaba sentado de espaldas al restaurante, frente al paisaje que le enseñó a apreciar los colores intensos de la primavera, el ocre estival, el verde emergente tras las primeras lluvias de otoño y, excepcionalmente, el níveo de los copos que lo pintaban todo de un color uniforme: el blanco. Alejandro recordaba con frecuencia el día de la gran nevada; desde aquel día, la nieve siempre le hacía experimentar una


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