Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


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a poco del sueño reparador... Quizá temiendo despertarse del sueño.

      —Mira... —dijo él señalando hacia la ventanilla.

      Ella observó las nubes blancas y ligeras que envolvían la aeronave, y luego escapaban en porciones kilométricas.

      —¿Qué nubes son esas?

      —Cirros. Estamos atravesando un mar de cirros.

      —¿Sabes que me parecen?

      Él la miró con curiosidad.

      —No. Pero me gustaría saberlo.

      —Un mar de algodón. Tengo la sensación de estar atravesando un mar de algodón. Pero yo sé que los mares de algodón no existen.

      Se miraron en silencio durante unos segundos. Ella, quizá pensando en el siguiente viaje, en aquel viaje que deseaba y temía a partes iguales; él, quizás evocando su primer vuelo, recordando el momento en que cerró los ojos mientras el avión descendía hacia la pista de aterrizaje, justo en el momento de experimentar por primera vez aquella repentina sensación de ingravidez en el estómago. En aquella ocasión extrañó la mano de su amada entre las suyas, pero esta vez era distinto, todo era distinto. Le acarició la barbilla invitándola a levantar la cara hacia él, y luego la besó tiernamente en los labios.

      —Solo es verdad aquello que creemos.

      —¿Y si creemos en mares de algodón? —preguntó ella.

      —Pues entonces es que existen los mares de algodón.

      Ella sonrió, le devolvió el beso, y a continuación se recostó en su pecho. Ambos se adormecieron de nuevo, abrazados, envueltos en los recuerdos recientes, mirando al futuro. Él se durmió pensando en todo lo que harían juntos en París; ella también, pero sabiendo que después les esperaba Burdeos.

      Cuando despertaron estaban sobrevolando Mónaco. Las nubes altas habían desaparecido pero, algunos kilómetros más abajo, los cúmulos blancos les mostraban un cielo que parecía salpicado de motas de algodón. El avión viró ligeramente a la izquierda poniendo rumbo hacia su destino; ellos sintieron que el futuro les pertenecía. Se miraron en silencio, dibujada en los ojos la emoción del momento. Y mientras el pasado se quedaba cada vez más atrás, ellos se fueron acercando a París. Y sintieron que nada importaba ya, solo ellos dos, solo el ahora. Porque todo lo vivido hasta entonces era apenas un leve surco en la inmensidad de la llanura de la memoria, una gota de agua en el mar inmenso de los recuerdos, un punto casi imperceptible en el espacio infinito de todas las sensaciones experimentadas hasta aquel instante. Ya no importaba el desengaño que supuso despertar de la inocencia, la decepción de abrir los ojos a un mundo, el adulto, salpicado de intereses y mentiras; de nada servía ya volver la mirada hacia los días apasionados de su juventud, hacia aquel verano grabado a fuego en el alma y en la piel pero que murió en el ayer para vivir solo en el recuerdo. Era el momento de vivir el ahora, intensamente, sabiendo que cada instante es irrepetible, que no volverá, y que lo habremos perdido para siempre si lo dejamos escapar sin haberlo vivido en plenitud. Atrás quedaban los días de besos y risas, las lágrimas derramadas, los momentos gozados plenamente, el dolor por la pérdida de otros amores, las cartas de amor sin respuesta y las que nunca se enviaron porque no eran cartas. Lejos quedaban la espera infructuosa, aquel inesperado telegrama y el viaje hacia un reencuentro que se convertiría en despedida, aunque nunca llegaran a despedirse. Muy lejos quedaban ya la búsqueda desesperada del olor de la piel añorada en una piel extraña, la resignación de entregarse a quien no se ama, el viaje más largo aunque solo durara un día, la despedida de los rincones de la infancia, la rabia de descubrir una mentira largamente ocultada y la decisión de empezar de cero, lejos, lo más lejos posible. Atrás, mas no tan lejos en el tiempo, quedaba el regreso a la patria chica, aunque él sabía que estaba huyendo de nuevo, y las ganas de volver a empezar, aunque ella se habría conformado con que cesaran las amenazas de muerte. Y lejos, muy lejos, allí donde empezaban sus recuerdos, quedaba el primer desengaño de su entonces corta vida: las golondrinas nunca regresan en otoño.

      Ella apoyó su cabeza en el hombro de él; él la rodeó con su brazo. Y se quedaron mirando al infinito a través de la ventanilla, sin importarles nada más que aquel instante, como si fuera el último. Hay momentos de nuestra vida que se nos graban para siempre en la memoria de las emociones; a veces vivimos el presente con tal intensidad, que hasta las heridas más profundas dejan de doler. Y aquel era uno de esos momentos especiales, únicos, uno de esos en los que, hasta las lágrimas más amargas, dejan de escocer en el alma. Poco después, mientras el avión se acercaba a su destino, ellos entornaron los ojos y se adormecieron de nuevo. Y volvieron a escuchar el rumor de las aguas cristalinas que bajaban serpenteando entre las piedras, a percibir la brisa que mecía los juncos de la ribera, a sentir el agua del río mojando sus cuerpos desnudos, a revivir la emoción de la primera caricia, de la primera vez... Ya no importaban las noches en vela, la espera que acabó en desesperanza y el viaje hacia una nueva vida, aunque él sabía que estaba huyendo de su pasado. Tampoco importaban las caricias recibidas mientras ella soñaba otras manos en su piel, el frío de la soledad invitándole a regresar, los hijos nacidos de otros amores... Solo importaba el ahora, solo ellos dos y dejarse llevar por aquellas ganas renovadas de vivir intensamente, como solo vivimos cuando nos desprendemos de la pesada carga de nuestra propia historia. En aquel avión, mientras surcaban el cielo en dirección a París, ambos se sintieron definitivamente libres; libres de cargas, de miedos, de culpas; libres para amarse. Y ambos decidieron, en silencio, vivir aquellos días como si fueran los últimos, sin importar que no quedaran poros en su piel por explorar, ni rincones en sus almas donde no se hubieran perpetuado ya. Porque ambos sabían que solo el último beso tiene la intensidad del primero, que solo la última caricia nos hace estremecer como la primera. Porque solo cuando somos conscientes de que no habrá más veces nos entregamos al amor con la misma desesperación con la que el moribundo se aferra a la vida; solo entonces sentimos esa imperiosa necesidad de amarnos intensamente, con toda nuestra pasión. Así vivirían aquellos días en París, dejando que sus sentidos atraparan cada instante, cada emoción, guardando en la memoria del alma cada sensación experimentada, profundamente, tan honda que ni siquiera el polvo del tiempo podría borrar su huella, soñando que ya no volverían a separarse nunca más, sabiendo que la vida nos puede cambiar de un instante para otro, siendo conscientes de que una vida entera solo nos alcanza para unos cuantos momentos inolvidables, únicos, tan especiales que marcan el resto de nuestros días. Ambos lo sabían. Después de todo lo vivido, después de todo lo ganado y lo perdido, aquel era su momento, inesperado, merecido... Porque, cuando dejamos de lamentar las derrotas del pasado, entonces —solo entonces— comprendemos que cada instante vivido, cada risa y cada llanto, no era sino la forma de prepararnos para el ahora, ese tiempo escurridizo que se nos escapa mientras nos aferramos al pasado, o cuando pretendemos adelantarnos al futuro.

      A las 9:50 de la mañana, tras 2 horas y 7 minutos en el aire, divisaron la Ciudad de la Luz. Después, y más al fondo, una gran mancha verde: le Bois de Bologne. La aeronave empezó a perder altura de forma progresiva. Poco después desplegó el tren de aterrizaje y, segundos más tarde, tomaba tierra en el aeropuerto Charles de Gaulle, deslizándose a continuación por la pista mientras reducía progresivamente la velocidad, hasta detenerse por completo. Un aterrizaje sin incidencias puso fin al trayecto Málaga-París. A continuación, los pasajeros se fueron alineando en el pasillo y, tras recoger sus equipajes de mano de las estanterías superiores del avión, se dirigieron hacia la salida, desfilando ante las sonrientes azafatas de vuelo. Poco a poco, los pasajeros del vuelo AF2031 fueron bajando por las escalerillas del avión, en dirección al autobús articulado que los llevaría hasta las puertas de la terminal 2.0. Una vez dentro de la misma se dirigieron al pasillo D y, a continuación, se fueron situando junto a la cinta transportadora, por la que ya desfilaban un buen número de maletas de muy diferentes tamaños y colores.

      Entre el pasaje que esperaba para recoger su equipaje, un hombre y una mujer de mediana edad se regalaban miradas cargadas de promesas. Ella apoyaba la cabeza en el hombro de él, al tiempo que su brazo lo rodeaba por la espalda y sus dedos se perdían en el bolsillo trasero de sus tejanos; él la rodeaba con su brazo a la altura de la cintura, justo por encima de los ajustados vaqueros. Él


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