Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
el frío acurrucándose todos juntos —así compensaban la escasez de ropas de abrigo— y, sobre todo, para darse ese calor que ninguna chimenea puede ofrecer, el calor humano.
Alejandro Cantero encendió su ordenador portátil, un IBM PC Convertible comprado hacía algo más de ocho meses. Luego sacó un paquete de Chesterfield y un mechero del pequeño bolso marrón, se puso un pitillo en la boca y lo prendió. Instantes después, cuando fue a devolver el encendedor al bolso, sus dedos encontraron lo que no buscaban... O quizá sí. Eran unas fotos tomadas semanas antes. Alejandro dejó el cigarrillo en el cenicero y empezó a pasarlas despacio, a recrearse mirándolas, a disfrutar del paisaje atrapado en cada instantánea, a mirar su vida a través de aquellas fotos. Las había tomado en el Cabo de Gata (Almería) un día de primeros de verano, mientras recorría la costa almeriense en un viaje de trabajo. Cuando tuvo aquellas fotos en su mano por primera vez las miró una tras otra sin apenas detenerse, como si de una sucesión de diapositivas se tratara. Y mirándolas tuvo la sensación de que le estaban contando una historia, su propia historia. Había fotos donde podía verse el mar calmo y azul, y fotos con olas que chocaban violentamente contra las rocas. «Así es la vida», pensó. Unas veces, serena como aquel mar que relajaba la vista, impregnada de la paz que inspiraba aquella imagen; otras, sin embargo, la vida se torna agitada, tempestuosa, capaz de desgarrarnos el alma como aquellas olas erosionaban la piedra. Miró la última foto. En el centro de la misma, apenas una decena de metros cuadrados de arena justo al pié del acantilado, una playa mínima que aparecía y desaparecía con la marea, una minúscula playa momentáneamente descubierta ante el objetivo de su cámara, desnuda ante sus ojos tras el reciente retroceso del oleaje. «Sí, ya lo sé. Ya sé que tras la tempestad, siempre viene la calma», se dijo. Nunca un refrán fue más cierto. Porque la vida puede ser cruel, mas siempre nos guarda una segunda oportunidad. Pero esa oportunidad suele esperarnos al otro lado de las barreras que la misma vida nos pone, más allá de los muros que nosotros levantamos con nuestros miedos, más allá del miedo al fracaso, al ridículo, más allá del miedo a tener miedo.
Alejandro Cantero le dio una larga calada al cigarro. Luego miró la hora en su reloj de muñeca pero no la vio. Solo vio una fecha, la fecha de un aniversario, uno de esos días que nos cambian la vida para siempre. A menudo intentamos revivir los momentos especiales, esos que nos hicieron tan felices. A veces quisiéramos detener el tiempo, pero el tiempo se nos escapa como agua entre los dedos. Otras veces, sin embargo, es justo lo contrario. En el pasado reciente de Alejandro había un momento que se negaba a marcharse de su vida, uno de esos momentos grabados a fuego con el hierro del dolor. Pero hasta los días más duros nos dejan el resquicio de una sonrisa. Alejandro Cantero guardó las fotos en el bolsillo externo del bolso, cerró la cremallera y luego buscó en el interior. Sacó otra foto, la miró y sonrió a sus hijos, que sonreían felices a la cámara. Era una foto vieja, de cuando ellos aún estaban en edad de esperar impacientes su llegada, de saltar a sus brazos, de no cansarse con los besos, de reclamar sus abrazos; era una foto de una época feliz, de cuando sus hijos no podían esperar para contarle las pequeñas hazañas del día, las penas del día. Era una foto de un tiempo irrecuperable. Besó a sus hijos a través del papel amarillento —realmente sintió que los besaba— y luego dejó la foto sobre la mesa, junto al ordenador portátil.
Un doble clip y una de las carpetas del escritorio se abrió. Alejandro Cantero leyó el último párrafo; luego bebió un trago de Rioja, se puso el cigarro en los labios y le dio una profunda calada. Aquel era el segundo y último pitillo del día. El tiempo de fumar demasiado también había quedado atrás, pero a su hija no le había parecido suficiente.
—Te costaba lo mismo dejarlo del todo —le dijo algo decepcionada.
—No lo entiendes, cariño. Mi lucha no era contra el tabaco, era contra mi necesidad de fumar. Y ahora que he superado la dependencia quiero disfrutar de este pequeño placer, pero solo dos veces al día.
Ella lo miró sin hacer nada por disimular su desacuerdo.
—Volverás a caer, estoy segura. —Él sonrió levemente.
—No, mi vida, eso no pasará.
Pero ella no parecía dispuesta a dejarse convencer.
—No estés tan seguro. La adicción al tabaco es difícil de superar, tú lo sabes. Alejandro miró a su hija a los ojos, antes de reafirmarse en su postura.
—Estoy seguro. ¿Quieres saber por qué?
—¿Por qué? —preguntó ella, decidida a no dejarse convencer por la respuesta de su padre.
—Porque las mejores lecciones son siempre las más duras, mi amor. Y porque la vida me ha obligado a conocer el poder de la voluntad, esa fuerza que nos empuja a levantarnos cuando ya no quedan ni las fuerzas ni las ganas, y a seguir caminando, aunque las lágrimas no nos dejen ver el camino. ¿Lo entiendes ahora?
Se miraron en silencio; ella quiso responder algo, pero no encontró las palabras. Luego abrazó a su padre sin decir nada. Quizá porque en aquel abrazo cabían todas las respuestas, quizá porque sus brazos seguían siendo el mejor refugio para sus miedos.
Otro trago de vino y otra calada al Chester. Alejandro Cantero levantó la vista al frente, hacia la inmensidad del firmamento. Instantes después bajó los ojos a la pantalla al tiempo que recordaba una noche de su pasado reciente, una noche que le había cambiado la vida cuando menos lo esperaba, como nunca hubiera imaginado. Y empezó a teclear, a guardar recuerdos en aquella carpeta que nadie conocía, en aquel archivo de su vida al que nadie tendría acceso nunca, salvo él mismo. Otro trago de vino, otra calada al cigarrillo. Miró la hora. Eran las once y cinco del jueves treinta de agosto de 1990. Se inclinó de nuevo sobre el teclado y, acto seguido, en la pantalla empezaron a surgir líneas, párrafos... Alejandro Cantero sonrió mientras escribía. El último trago, la última calada... Dejó sobre la mesa la copa vacía y exhaló el humo lentamente, hacia arriba, mirando al firmamento a través de la humosa cortina que ascendía ante sus ojos. Una pausa, una mirada a su alrededor... Era una noche cálida y serena, de luna nueva y emociones a flor de piel. Miró hacia abajo, hacia el embalse. Aquellas aguas donde tantas veces se sumergió —donde tantas veces se sumergieron juntos—, parecían dormitar en la tranquilidad de la noche. Algunos de sus recuerdos más hermosos seguían emergiendo de aquellas aguas, flotaban en el río convertido en pantano, el mismo río que se volvía para abrazarse al pueblo, su pueblo: Iznájar.
Lisa Rice pasó junto a su mesa, se miraron, sonrieron... Ella ya sabía de qué iba aquella historia. Lisa era una inglesa de unos cincuenta y cinco años, pelirroja, extrovertida; y hablaba un español fluido, pero con un curioso acento andaluz. Lisa estaba unida sentimentalmente a Desmond Doyle, su socio en el negocio. Desmond era de Bridgetown, Irlanda. Ella parecía una Pipi Lastrum madura; él rondaba los sesenta, era rubio, alto y de ojos azules. Se habían conocido en Andalucía pocos meses después de llegar a España, mucho tiempo después de no estar seguros de si el amor les reservaría una segunda oportunidad. Pero, como decía Lisa, «no importa el cuándo, solo importa el qué». Ella defendía que nunca es tarde para el amor. Y tenía razón: nunca es demasiado tarde para nada. Para Lisa y Desmond, Alejandro, más que un huésped, era su amigo. La suya fue una amistad a primera vista, y auspiciada por aquella casa. Hay amistades que se traban con el tiempo; otras, sin embargo, nacen en la primera conversación, y se arraigan en el primer abrazo. Alejandro, y Lisa y Desmond se habían conocido unos meses antes, cuando los dueños de aquel hotel rural ultimaban los detalles previos a su apertura. Por aquellos días, Alejandro Cantero recorría Andalucía en busca de clientes para sus cerramientos de piscina y Desmond y Lisa estaban buscando un proveedor para la cubierta de la piscina exterior. Para Alejandro Cantero aquella sería la venta más gratificante desde su llegada a España, esta vez con la excusa del trabajo para quedarse en Andalucía, su tierra. Alejandro solía ir con frecuencia al hotel de sus amigos británicos, aunque solo fuera para comer y charlar un rato. Pero esta vez era distinto: estaba alojado, y aún se quedaría unos días más.
Alejandro Cantero dejó de teclear. Después levantó la vista al cielo, hacia una luna apenas perceptible. ¡Cuántas noches había mirado la luna desde aquel mismo lugar! ¡Cuántas veces le había