Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


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que es el amor lo que da sentido a la vida. Solo unos meses después, una tarde de septiembre y en aquel mismo lugar, por un instante, solo por un instante, creyó que su vida ya no tenía sentido.

      Tras aquella breve pausa Alejandro Cantero volvió a teclear sin detenerse durante varios minutos. Luego, apenas sus dedos se detuvieron sobre el teclado, Alejandro miró hacia abajo, hacia aquella curva de la carretera donde, un lejano día de primeros de septiembre, se volvió para agitar la mano en señal de adiós. Habían pasado muchos años desde entonces, suficientes para comprender que las despedidas son siempre más difíciles para los padres, aunque entiendan las razones que empujan a los hijos a marcharse. Solo unos segundos más tarde, sus ojos volvieron a la pantalla y sus dedos empezaron a presionar de nuevo las teclas, a inmortalizar recuerdos en aquella carpeta de ordenador donde permanecerían ocultos indefinidamente, sin volver a leerlos —a menos que se hicieran borrosos en su memoria— y sin que nadie supiera nunca de su existencia... o eso pretendía entonces. Alejandro escribía deprisa pero no era suficiente; los recuerdos iban más rápidos en su mente que sus dedos en el teclado. Tras unos minutos sin parar de teclear, se detuvo de nuevo e intentó ordenarlos en su cabeza, y también en sus sentidos. Luego cerró los ojos por un instante y pensó en sus padres, que ya no estaban. A menudo pensaba en ellos; no podía evitarlo, los extrañaba tanto... En aquella casa convertida en hotel, Alejandro Cantero sentía que el tiempo no había pasado, que se mantenía estático, atrapado en los pliegues de la memoria. «Mirar atrás no nos devolverá lo que perdimos, pero a veces nos reconcilia con lo que somos», se dijo, y volvió la vista al teclado.

      Alejandro Cantero miró el reloj. Era tarde, y al día siguiente tenía que madrugar. Pero ya era jueves; un día más y tendría todo el fin de semana para descansar, recuperar fuerzas y seguir escribiendo. La noche avanzaba y la temperatura había descendido varios grados en las últimas horas. Alejandro se frotó los brazos instintivamente antes de volver de nuevo al teclado. Las rosas de los arriates cercanos impregnaban el ambiente con su olor; los jazmines le traían aromas casi olvidados. «Esta noche no cambiaría este lugar por ningún otro», pensó. Alejandro había llegado al hotel unos días antes, huyendo de la soledad de su piso de Marbella. Cuando estaba empezando a acostumbrarse a ella había descubierto que no quería volver a estar solo nunca más, que necesitaba tenerla a su lado, sentirla a su lado. Pero aquellos días la separación era inevitable. Uno no puede asistir a ciertos eventos si no está invitado. «Solo es cuestión de tiempo, poco tiempo», se dijo. Siguió escribiendo un rato más; luego recogió sus cosas y se levantó. Faltaban menos de veinticuatro horas para estar sentado de nuevo en aquella mesa, para retornar al patio de sus primeros juegos. En menos de veinticuatro horas retomaría aquel paseo por sus recuerdos, iniciado en su casa de Burdeos en vísperas de la Navidad anterior. Miró de nuevo el reloj. Solo faltaban diez minutos para la hora acordada.

      Alejandro Cantero echó una mirada a su alrededor justo antes de abandonar la terraza. Todos se habían ido. Solo quedaban él, Lisa y Desmond. Él estaba haciendo tiempo en espera de la hora pactada; ellos, esperando por él. «Gracias», les dijo. Lisa entendió que lo decía por avisarle antes de que su mesa favorita se quedara libre. Desmond creyó que le estaba agradeciendo su amabilidad en el trato. Ambos tenían razón. Lo que no sabían es que también les daba las gracias por haber reformado aquella casa, por convertirla en un hotel y, sobre todo, por evitar que acabara reducida a un montón de escombros, por impedir que se convirtiera en la sepultura de tantos recuerdos.

      Ya en su habitación, Alejandro Cantero dejó el ordenador y el bolso de mano sobre el escritorio junto a la ventana. Miró el reloj. Luego cogió el móvil —un Nokia Mobira Cityman, más conocido como “ladrillo”—, abrió la puerta que daba a la pequeña terraza y salió al exterior. Era la hora acordada. Marcó los nueve números y esperó. Segundos después alguien descolgó un teléfono a muchos cientos de kilómetros. «Hola», dijo una voz femenina. «Hola, cariño», dijo él, casi en un susurro. La conversación duró algo más de veinte minutos. En ese tiempo se escucharon algunas risas y se intuyeron infinidad de sonrisas. Luego, en la despedida, dos “te quiero” y otros tantos besos junto al teclado. Apenas se despidieron, Alejandro volvió a la habitación, descorrió la persiana sin bajarla completamente, se desnudó y se metió en la cama.

      Cuando la primera luz del alba se proyectó sobre las rendijas de la persiana Alejandro Cantero ya estaba despierto. Un rato antes había alargado la mano hacia la mesita de noche para alcanzar su reloj de pulsera y luego se había frotado los ojos para distinguir la posición de las manecillas. En el momento de mirar la hora eran las seis y media de la mañana del 31 de agosto de 1990. Estaba empezando a amanecer cuando se levantó. Apenas se bajó de la cama subió la persiana, abrió la puerta acristalada y salió al balcón. Contempló los primeros y brillantes rayos de sol proyectándose sobre las cimas de los cerros cercanos, sorprendiéndose de poder encontrar tanta paz en algo tan cotidiano, ensimismado en la belleza que traspasaba sus retinas, recordando aquella primera vez cuando vio amanecer a escasos metros de donde entonces se encontraba. Poco después, cuando el sol se elevaba por encima de los cerros, Alejandro Cantero regresó a la habitación, se dio una ducha rápida, se vistió, cogió el maletín del trabajo, las llaves del coche y el móvil, y salió de la habitación cerrando la puerta tras él. Bajó las escaleras, pasó por el restaurante para dar los buenos días a Lisa y Desmond —a aquellas horas inmersos en los preparativos del desayuno—, y luego se encaminó hacia el aparcamiento, sito en la parte trasera de aquel hotel rural con aromas de su infancia.

      Doce horas y algunos minutos después Alejandro Cantero giró la llave en el contacto y el motor del coche se apagó. Había sido una jornada agotadora pero igualmente satisfactoria en cuanto a las ventas. Dejó el coche en el aparcamiento trasero, cogió el maletín negro del asiento del copiloto, el móvil y las llaves, y se encaminó hacia la entrada del hotel. En el corto trayecto hasta la puerta saludó a algunos clientes, a Lisa — que iba y venía de la terraza a la cocina y viceversa— y a Desmond —que no saldría de la cocina en las horas siguientes—. Una vez en su habitación, Alejandro se desnudó y se metió en el baño. Poco más tarde, tras dos lavados de pelo y una relajante ducha, volvió a la habitación envuelto en una toalla. Luego de secarse se puso un polo azul marino de Lacoste y los Lewis, el cinturón y los Fluchos de la noche anterior; se echó desodorante Axe, se puso unas gotas de Eternity —su perfume favorito— y, tras abrochar el Sandoz a su muñeca izquierda y comprobar que el encendedor y el paquete de Chesterfiel estaban en el bolso marrón, cogió el IBM Convertible y se dispuso a bajar para la cena.

      Apenas llegó a la terraza Lisa le hizo una indicación con la mano y él la siguió hasta la mesa del rincón más alejado del mirador. Aquella noche tampoco podría cenar en su mesa preferida, pero no le importó. Sabía que ella le avisaría antes de que sus comensales la dejaran libre. Fiel a sus costumbres, Alejandro pidió una cena ligera y una copa de vino. Cenó despacio y tomó solo media copa. El resto del vino lo reservaba para después del postre como complemento perfecto del segundo y último cigarrillo del día. Aquella noche no tendría que esperar demasiado. Apenas cinco minutos después de terminada la cena estaba sentado a la mesa con las mejores vistas. Encendió el portátil y, tras comprobar que la batería estaba completamente cargada, repitió aquel parsimonioso ritual que le servía para desconectar definitivamente de todo lo acontecido durante el día y centrarse, única y exclusivamente, en la tarea de escribir. Bebió un trago de vino y encendió un cigarrillo. Durante un tiempo indeterminado sus ojos vagaron por la línea del horizonte. Su mente, sin embargo, viajó mucho más lejos. Mientras apuraba el vino a tragos cortos y el cigarrillo se consumía calada tras calada, Alejandro repasó todo lo acontecido en los meses anteriores. Pero no pudo evitar volver al origen de los últimos cambios en su vida, una vida convulsionada, sacudida cruelmente cuando todo parecía perfecto, cuando la felicidad y el éxito laboral coincidían en el mismo espacio de tiempo. El último trago de vino, la última calada al Chester... Mientras el humo blanquecino se elevaba entre sus ojos y el infinito, sus pensamientos se detuvieron en aquella noche de agosto, en aquel instante en que todo cambió de nuevo.

      Instantes después, Alejandro Cantero salió de su abstracción, suspiró profundamente y bajó la vista al teclado de su portátil. Luego hizo un doble clip en la misma carpeta de siempre y ésta se abrió unas páginas más adelante de donde lo hiciera la noche anterior.


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