Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


Скачать книгу
una sesión de sauna. Alejandro volteó el reloj ubicado junto a la puerta, el cual derramaría su arena justo durante los quince minutos siguientes. Luego entró en la sauna, cerró la puerta y extendió la toalla húmeda en el asiento superior. Se tumbó boca arriba y cerró los ojos mientras aspiraba las esencias de pino, sintiendo cómo aquel mar de sensaciones inundaba sus sentidos, cómo penetraba a través de los poros de su piel. Durante unos segundos, Alejandro experimentó aquella sensación de saludable bienestar que tanto apreciaba. Poco después, mientras se relajaba, pensó en sus padres, en sus vidas de penurias, en el miedo que pasaron durante la guerra y el que vino después para quedarse durante demasiados años: el miedo a la represión de la posguerra. Y también pensó en su tío Andrés, a quien apenas conoció, y en la mujer que le robó el corazón, una mujer dispuesta a todo por amor, valiente, incapaz de entregarse a quien no amaba. «¡Qué crueles son las guerras! Y cuán grande puede ser la crueldad de los vencedores», pensó. Aquella venganza se había cobrado dos víctimas: a una la sepultó bajo tierra; la otra acabó enterrada en vida. El tío Andrés no tuvo elección. Ella estaba dispuesta a cualquier cosa antes que a abrirle su corazón al verdugo del único hombre que amó, todo antes que entregarse al responsable —aunque no el ejecutor material— de una muerte “justificada” por “razones” políticas. El hombre que ordenó la muerte del tío Andrés nunca se manchó las manos de sangre, pero cargaría de por vida con una mancha más difícil de borrar, grabada a fuego en su conciencia, la mancha de la culpa.

      Alejandro Cantero se sentó sobre las tablas, con la toalla enrollada en la cintura, sintiendo cómo el calor dilataba los poros de su piel al tiempo que sus músculos se relajaban. Habían caído diez minutos de arena en el reloj de la entrada. Cinco minutos más, y la sesión habría terminado. Apenas salió de la sauna Alejandro se dio una ducha de agua fría y, a continuación, abandonó el SPA en dirección a su habitación. Unas horas más tarde, tras una comida ligera, una breve siesta y un paseo por los alrededores, estaba de vuelta en la terraza, sentado a su mesa favorita. Aquella sería su última cena en el hotel y quería asegurarse las mejores vistas. Por primera vez desde que se alojó, Alejandro bajó sin su ordenador portátil. Aquella noche no pensaba escribir nada ni releer nada... Solo quería que el tiempo volara, que llegara la hora de llamarla. Cenó contemplando el embalse, el embarcadero, la “curva del adiós” —como la bautizó su madre—, la loma de los almendros... Cenó pensando en ella, deseando volver a abrazarla, preocupado por ella. En la mesa solo quedaba media copa de Rioja, un paquete de Chesterfield con algunos cigarrillos, un encendedor, un cenicero de cristal, y la impaciencia en unos dedos que no paraban de golpetear inconscientemente sobre el tablero. Miró el reloj. A aquellas horas ella y él estarían en la misma sala, compartiendo mesa, en un evento al que Alejandro no estaba invitado porque él no existía, de momento.

      Aquella noche, a la hora convenida, Alejandro Cantero marcó los nueve números de siempre. Al otro lado, una voz emocionada, feliz.

      —¿Qué tal ha ido todo? —le preguntó, apenas ella descolgó el auricular.

      —Muy bien. Todo ha ido muy bien.

      —Me alegro, mi amor. ¡No sabes cuánto me alegro!

      —Gracias, cariño. ¿Sabes? Piedad estaba tan guapa, tan feliz... Mi niña... ¡Cómo ha pasado el tiempo!

      —Estoy feliz. Por ti, por ellos...

      Silencio; un breve silencio. Y una sonrisa. Y luego un amago de risa emocionada. Y un suspiro liberador después de tanta tensión acumulada. Y unas lágrimas que él hubiera deseado secar con sus dedos, con besos, enjugar con un abrazo, uno de esos abrazos que alivian los pesares, que espantan los miedos, uno de esos abrazos que ayudan a llorar cuando más lo necesitamos.

      —Sabes que me hubiera gustado estar ahí, a tu lado.

      —Sabes que no era posible

      —Lo sé... ¡Te he echado tanto de menos!

      —Y yo a ti. Pero pronto estaré de vuelta.

      —No veo el momento de abrazarte.

      Ella se remueve en la silla, impaciente, como si no pudiera esperar ni un minuto más para echarse en sus brazos.

      —Ya falta menos, cariño.

      —Sabes que te quiero, ¿verdad?

      La voz de él suena en su oído, acariciándolo casi.

      —Lo sé. Aunque no más que yo a ti.

      —¿Sabes? —dice él tras un breve silencio—, ahora mismo me conformaría con una sonrisa tuya, con saber que estás sonriendo.

      Y ella sonríe complacida.

      —Pues ya me has hecho sonreír —le dice.

      —Lástima que no pueda verte. Espero que un día estos trastos tengan pantalla.

      Y ella vuelve a sonreír al otro lado del teléfono, a cientos de kilómetros.

      —¡Qué cosas tienes!

      —¿Te imaginas? Un teléfono que te permitiera ver a la otra persona mientras...

      Él no termina la frase; ella ríe intentando imaginar ese teléfono con pantalla. Una de las cosas que más le gusta de Alejandro es su capacidad para imaginar imposibles y esa inocencia que no ha perdido del todo con los años, y que siga siendo un soñador...

      —¿Te imaginas poder vernos mientras hablamos? —insiste él.

      Y ella ríe su ocurrencia; está feliz, relajada de nuevo. Y él suspira aliviado; todo ha salido bien, de momento.

      Aquella noche, su última noche en aquel hotel rural, Alejandro Cantero se acostó tarde, y se durmió mucho más tarde. En menos de veinticuatro horas estaría de vuelta en su piso de Marbella y en solo unos días estarían juntos de nuevo. Había llegado al hotel hacía casi dos semanas, unos días antes de una fecha de triste recuerdo, el más triste de todos sus recuerdos. Alejandro había escogido aquel lugar por Lisa y Desmond, y porque le acercaba a sus recuerdos, unos recuerdos que había decidido guardar por temor a que se perdieran entre las brumas del tiempo, unas memorias a las que acudir cuando su memoria se tornara difusa, cuando ya no pudiera rescatar los momentos que marcaron su vida, una vida llena de altibajos, como casi todas las vidas. Y también había elegido aquel hotel por las cenas en aquella terraza siempre llena, las noches impregnadas de aromas de su infancia y la posibilidad de ver despuntar el día desde el mismo lugar donde, muchos años antes, descubrió la magia del amanecer.

      A la mañana siguiente Alejandro Cantero se levantó temprano, justo a tiempo de ver amanecer. En solo unas horas se marcharía de su casa. Sí, aquella siempre sería su casa. No importaba que el empedrado del antiguo patio hubiera desaparecido bajo las losas de barro cocido ni que fueran otras las golondrinas que se posaban sobre los caballetes del tejado. Ni siquiera importaba que apenas quedara nada de la vivienda original. A Alejandro le bastaba cerrar los ojos para despertar los ecos dormidos de las voces de sus padres, de las risas de sus hermanos. Ya había amanecido por completo, pero él seguía asomado a la terraza de su habitación, recorriendo con la vista el escenario de sus primeros pasos, deteniéndose en el rincón donde dormía con su padre en las noches de verano, donde aprendió los nombres de las estrellas («papá, ¿esa por qué se llama como la abuela?». «Porque es la más brillante de todas»), donde descubrió que ninguno de sus miedos sobrevivía al abrazo de su padre. Sonrió. Siempre sonreía recordando la primera noche que durmió con él al raso, sobre aquel jergón de paja, en aquel patio con vistas al cielo de un verano perpetuado en su memoria. Pero, en aquella casa, también había experimentado su primer desengaño. «Las golondrinas nunca regresan en otoño», le dijo su padre. Y aquella mañana de un septiembre de su infancia, Alejandro tuvo que enfrentarse a la cruda realidad: había algunas cosas que ni siquiera su padre podía conseguir para él.

      Eran las 11:40 del domingo 2 de septiembre de 1990. Aún faltaban veinte minutos para la hora de dejar la habitación cuando Alejandro Cantero cerró la puerta y bajó las escaleras en dirección al restaurante. Apenas


Скачать книгу