Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


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mi padre.

      No supe qué decir. Todo cuanto se me ocurrió fue abrazarme más fuerte a su cuello. Y luego nos abrazamos todos. Y mi padre volvió a señalar con el dedo hacia aquel punto en el horizonte, el punto donde las golondrinas empezaron a difuminarse en el amanecer de un día inolvidable porque nunca olvidé que mi padre pensó en mí nada más ver a las golondrinas, porque nos habíamos abrazado todos a la vez, y porque había podido despedirme de mis amigas viajeras a las que no les gustaba el frío. Permanecí unos instantes mirando aquel punto indefinido donde las golondrinas se hicieron invisibles, intentando recomponer mis remotas esperanzas de verlas regresar, remendando los jirones de una niñez desgarrada por la fuerza del desengaño, aplastada por el peso de la realidad. Cerré los ojos y las imaginé volando de vuelta a nuestros tejados, pero las golondrinas no volvieron. Finalmente, mi padre me levantó por encima de su cabeza y me sentó sobre sus hombros sujetándome por las axilas.

      —¡Vamos a desayunar! —dijo—. Pero hoy, ¡a caballito!

      Y todos, yo a caballito y mi hermana en brazos, nos dirigimos hacia la entrada de la casa. Pero antes de entrar aún tuve tiempo para girarme y decir “adiós” a las golondrinas. Agité la mano repetidamente en dirección hacia donde las vi por última vez en señal de despedida. Quizá no pudieran verme, mas yo necesitaba despedirme de ellas. Las golondrinas se iban para no volver en mucho tiempo, pero les había dicho adiós y cuánto las extrañaría. Quizá por eso, aquella mañana me senté a la mesa con una sensación nueva, desconocida hasta entonces, una extraña mezcla de alivio y tristeza. Porque nunca estamos preparados para decir adiós a quienes nos alegran la vida, pero siempre es más fácil hacerlo cuando les hemos dicho cuánto nos importan. Yo se lo había dicho, en silencio, desde el fondo de mi corazón, aunque ellas no pudiera oírme. O quizá sí. ¿Cómo podemos saberlo? ¿Acaso alguien conoce el alcance de las palabras que callamos mientras es nuestro corazón el que las grita? Aquel día empecé a recuperar mis ganas de levantarme por la mañana. A partir del día siguiente volví a levantarme solo, sin necesidad de que mi madre fuera a buscarme a la cama.

      CAPÍTULO IV

       MARÍA

      Corría la primavera de 1961 cuando me vi enfrentado a aquellos ojos negros, unos ojos que se me clavaron en el alma para siempre, una mirada que cambiaría mi vida. El sol se perdía por el horizonte cuando nos vimos por primera vez. Aquel atardecer, la resuelta mano del destino insondable pasó hoja en el libro de mi vida enfrentándome a una de las páginas más relevantes de esta historia, una historia que no empezaría a escribirse — literalmente hablando— hasta veintiocho años, seis meses y diecisiete días más tarde. Era una noche triste y fría, en una casa solitaria y triste, cuando las primeras líneas de esta historia empezaron a desfilar por la pantalla de mi ordenador. Después, durante meses, yo intentaría escapar de la soledad tecleando recuerdos, unos recuerdos que me transportaban a momentos menos dolorosos, más divertidos, incluso felices.

      Era domingo, el último domingo de mayo. Caía la tarde en Iznájar, en mi pueblo, un pueblecito del sur de la provincia de Córdoba al que ella había llegado gracias al destino, al penúltimo destino de su padre. El sol descendía hacia el horizonte. Era el momento perfecto para subir hasta el mirador y, desde allí, muchos metros por encima del río, contemplar la puesta del sol. En aquella época el Genil solo era un río, un perpetuo discurrir de verde linfa, el espejo donde se miraban los paisajes de mi niñez. Pero, con el tiempo, el río acabaría convirtiéndose en embalse, en el “lago” más grande de Andalucía. El pantano cambiaría la fisonomía del paisaje, incluso la vida de muchas personas que nunca volverían a mirar aquellas aguas con los mismos ojos. Para nosotros, sin embargo, el Genil siempre será aquel río cuyas aguas mojaban nuestros cuerpos desnudos.

      Era una cálida tarde de primavera en un pueblo del interior donde las opciones de ocio no abundaban y el dinero para gastar era aún más escaso. Por entonces ya hacía tiempo que me rondaba por la cabeza la idea de marcharme; no sentía que aquel fuera mi lugar en el mundo, por eso quería irme lejos, a algún sitio donde uno pudiera expresarse libremente, sin temor, donde tu opinión no te llevara a la cárcel. Pero allí, con la puesta de sol de fondo, encontré una razón para quedarme, la más poderosa de las razones, el amor. Aunque no tardaría mucho tiempo en querer marcharme... Y esta vez, para siempre.

      Yo tenía veinte años; ella aún no había cumplido los dieciocho. La mayoría de mis años los había cumplido mucho después de saber que no podría cumplir mi sueño y algunos —no pocos— bastante después de empezar a sentir que estaba en el lugar equivocado, o en el tiempo equivocado, o quizás en ambos a la vez. Yo quería ser maestro, enseñar a leer a los niños del mundo rural, inculcarles la pasión por aquellas historias que dormían entre las páginas de los libros esperando ser despertadas. Yo soñaba con unos niños menos ignorantes, más libres, y con una España donde hubiera oportunidades para todos, aunque no todos tuvieran las mismas oportunidades. Educar a los más desfavorecidos sería mi forma de combatir un sistema educativo del todo injusto y también mi pequeña venganza por la muerte del tío Andrés. Sí, me vengaría plantando en sus mentes la semilla del libre pensamiento. Yo no pretendía hacer política, solo quería contribuir a hacer un mundo mejor. Pero pronto me di de bruces contra ese muro llamado realidad: no sería maestro. Para estudiar hacían falta recursos y nosotros no los teníamos. Si me quedaba en el pueblo ni siquiera podría ser yo mismo, solo sería otra víctima de nuestras costumbres atávicas. Porque allí las cosas eran simples: los hijos aprendían a hacer lo que hacían sus padres, así había sido siempre, y así seguiría siendo. Por eso había tomado una decisión, me marcharía del pueblo y de España, pero lo haría más adelante, después de cumplir con el Servicio Militar obligatorio. Yo sería un emigrante, nunca un exiliado. Ya eran bastantes los españoles en el exilio.

      Pero aquella tarde de finales de mayo empezó a cambiar mi vida, nuestras vidas. Ya no importaban los planes hechos hasta entonces. Aquel día empezábamos de cero, juntos. El nuestro sería un amor para toda la vida, uno de esos amores que no se apagan con la convivencia, esa prueba de fuego que calibra la fuerza de la pasión, ese obstáculo donde se estrellan tantas parejas, esa impertinente que se empeña en desvestir nuestros defectos, en dejarnos desnudos ante la persona que seguro nos idealizó demasiado. Quizá porque la convivencia acaba despertándonos del sueño romántico; quizá porque el día a día no deja muchos resquicios a la independencia de cada uno, ese bien tan preciado y casi siempre tan escaso cuando vivimos en pareja, sobre todo cuando dejamos de amar a la otra persona y empezamos a quererla. Con frecuencia, mucho antes de que la buena armonía sea dinamitada por los reproches, la pasión ya ha sucumbido frente la rutina, esa incómoda compañera de cama, siempre entre los dos pero nunca formando un trío. Mas, cuando nos enamoramos, siempre creemos que será para siempre, que nunca se apagará la llama de la pasión, y que nada ni nadie podrá interponerse en nuestra felicidad. Nosotros supimos en seguida que habíamos encontrado esa persona entre un millón, la persona que nos cambiaría la vida sin remedio, sin poder ni querer evitarlo, para siempre, y que siempre sería como en ese primer momento. Aquel atardecer ambos supimos que había ocurrido, sin esperarlo, sin buscarlo. Aquella tarde supimos que nos amaríamos para siempre. Pero el amor nunca es fácil, mucho menos cuando hay una tercera persona dispuesta a hacer lo que sea necesario para romper ese amor.

      El mirador ofrecía unas espectaculares vistas de la puesta del sol. Muchos metros más abajo el Genil se escurría entre las piedras como se nos escapa el tiempo sin darnos cuenta, desaparecía de la vista como desaparecen las oportunidades mientras dudamos y luego volvía a aparecer de nuevo, más adelante, como esas oportunidades que ya no esperamos. Atardecía en Iznájar. El sol se ocultaba dejando tras de sí una estela anaranjada, pintando de fuego el horizonte. En menos de una hora la oscuridad se apropiaría de las vistas y el río solo sería un murmullo de agua en la noche oscura y silenciosa. Y después de una hora... A veces, después de una hora es nunca, porque en una hora puede ocurrir todo. Solo tenemos el presente, ese es nuestro único tiempo, el único que tenemos para vivir.

      Caía la tarde. Yo me giré y al instante supe que era ella. Lo supe apenas vi el sol reflejado en sus ojos, el rojo fuego del horizonte incendiando sus pupilas. Nuestras miradas se encontraron


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