Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
imparable, devastador, maravilloso.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—María. ¿Y tú?
—Alejandro.
María solo tenía diecisiete años, una edad que no se correspondía con su cuerpo voluptuoso y con una madurez impropia de su juventud. Porque era toda una mujer. Su cuerpo y su mente eran los de una mujer aunque tuviera edad casi de niña, una edad por la que podían obligarla a renunciar al amor, que no a amar, a eso nadie puede. Sobre nuestros sentimientos nadie decide, ni siquiera nosotros mismos. Podemos controlar el fuego, desviar el curso de los ríos, surcar los mares, sobrevolar continentes y océanos... pero no podemos controlar lo que sentimos, ni decidir de quién o cuándo nos enamoramos. María y yo nos enamoramos en la primera mirada. Pero ella era menor de edad, además de mujer. Y en la España de aquella época ni siquiera la mayoría de edad otorgaba a una mujer el poder de decidir. Por no tener no tenían ni voz ni voto aunque, bien pensado, votar tampoco se podía. María y yo nos miramos a los ojos, nos buscamos más allá de las pupilas dilatadas y nos fuimos a encontrar en un laberinto de sensaciones nuevas, arrebatadoras, placenteras. María tenía los ojos negros, una larga melena azabache, los labios carnosos y rosados, una piel delicada que aún siento latir en las yemas de mis dedos. Ella era la mujer que llevaba años buscando sin saberlo. Pero no todo era perfecto en María, y no tardaría mucho es descubrirlo.
—¿Nos vemos mañana? —le pregunté.
—Si vienes por aquí...
María era natural de Valladolid. Unos años antes ella y su familia habían llegado a Iznájar procedentes de algún pueblo de la provincia de Ciudad Real. María estaba acostumbrada a mudarse continuamente. Su padre nunca ponía reparos a un traslado, sobre todo si ello suponía un ascenso. Y, desde hacía meses, estaba esperando la comunicación de ambos. Pero lo guardaba en secreto. Su mujer, como siempre, sería la última en enterarse. Su hija tampoco necesitaba saberlo con mucha antelación. A ella le bastaba con saber que debía cambiar de casa y de amistades... de nuevo. Ambas mujeres debían aceptarlo de buen grado. Él era el cabeza de familia, el responsable de traer el dinero a casa; él tomaba las decisiones. No en vano ostentaba la autoridad dentro de la familia. Y ellas —esposa e hija— debían respetarlo y respetar sus decisiones, sin protestar, sin quejarse, entendiendo siempre su postura, apoyándolo sin rechistar. Pero aquella próxima vez —que él intuía cercana—, las cosas iban a cambiar. Alguien había encontrado una razón para quedarse. Por primera vez una de las mujeres de la familia estaba dispuesta a rebelarse contra la autoridad de la casa.
Tardamos una semana en volver a vernos, a pesar de que yo volví al mirador cada atardecer. María se moría de ganas de verme —eso lo supe después—, pero debió reprimir sus deseos de salir durante días. A primeros de los sesenta, en aquella España donde tantas mujeres no tenían voz ni voto ni siquiera en su propia casa, una chica de diecisiete años no podía salir a pasear cada tarde. No estaba bien visto que una muchacha de su edad anduviera calle arriba calle abajo cada atardecer, a saber lo que dirían de ella en los mentideros del pueblo. Aun así María pidió permiso para salir entre semana con la excusa de ir a ver a una amiga, pero la respuesta de su padre fue tajante: «No. Que venga ella a verte a ti». Al domingo siguiente volvimos a encontrarnos. Estábamos en el mismo sitio, a la misma hora, el mismo sol en sus ojos, la misma sonrisa en sus labios... Y mis ojos se perdieron detrás de su mirada, bajando por su cuello, recorriendo su hombro desnudo...
—Necesito volver a verte.
Una sonrisa, un silencio elocuente...
—No puedo esperar al domingo —insistí.
—No me dejan salir entre semana. Tendría que escaparme.
Una sonrisa traviesa. Algo en mi interior también sonríe.
—Entonces..., ¡escápate! —le susurré, acercando mis labios a su oído.
Y percibí cómo se agitaba su respiración, sus latidos acelerando cada vez más, sus pechos tensando la fina tela del vestido. Y en aquel preciso instante sentí que algo se estaba rompiendo en mi interior. Y supe que se escaparía para verme, para vernos, para estar a solas. Y empecé a admirarla antes de amarla. O ambas cosas a la vez. O quizá ya la amaba desde mucho antes, desde el mismo momento en que se cruzaron nuestras miradas por primera vez. María no tardaría en ganarme para siempre, aunque no me hubiera sentido atraído hacia ella, aunque no me hubiera enamorado. Me habría ganado por su determinación, con su personalidad, porque era capaz de desafiar las reglas, porque seguía los impulsos de su corazón.
—El jueves, mi padre cambia de turno. Durante una semana tendrá servicio de noche a partir de las diez.
—¿Nos vemos aquí el jueves?
—No sé si podré escaparme...
Una pausa eterna, un silencio incapaz de guardar silencio, calculado quizás. O quizá le faltaba el aire para seguir hablando.
—Prométeme que vendrás.
—No te prometo nada —dijo después de una prometedora mirada.
—Yo estaré aquí. A las diez en punto.
Dos miradas que se resisten a separarse, dos corazones saltando en el pecho...
—Aunque quisiera, no podría venir tan pronto. Tendrías que esperarme. Una lucecita traviesa bailando en sus pupilas.
—Te esperaré.
María sonrió; yo sonreí. Quizá dejé de respirar durante unos segundos; quizás el tiempo estuvo detenido durante esos segundos. Luego empecé a contar los días, las horas, los minutos...
María era la hija del cabo Anselmo, su única hija. Y Anselmo Arranz era un guardia civil en tiempos de Franco, un miembro de la Benemérita, un agente de aquel cuerpo represor del franquismo, uno de aquellos picoletos de tricornio, capa y bigote que temía de niño y detestaba de adulto. Yo lo conocía de sobra. Él apenas sabía de mi existencia, aunque eso estaba a punto de cambiar. Pero la hija del Cabo de la Guardia Civil no podía enamorarse de un lugareño cualquiera, mucho menos de un Cantero. Y ningún Cantero sería tan osado de seducir —ni siquiera de intentarlo— a la hija de un picoleto, menos aún a la hija del cabo Anselmo. Así lo decían unas normas no escritas; así lo aceptaba todo el mundo. Pero las normas —incluso las no escritas— están para desafiarlas, para romperlas, para cambiarlas. María y yo vivíamos a pocos kilómetros de distancia, pero pertenecíamos a mundos distintos, a diferentes clases sociales. Y, en aquella época, las fronteras entre las clases sociales aún eran puertas cerradas, muros demasiado altos, inexpugnables. Yo pertenecía a la clase más baja; ella a una superior. Porque todas las clases sociales estaban por encima de la clase campesina. Pero el amor no conoce fronteras. Hay sensaciones que no entienden de diferencias sociales, que no distinguen razas, culturas, religiones... ni siquiera saben de edades. María y yo hubiéramos sentido lo mismo a los treinta o a los cincuenta, aunque uno de nosotros hubiera sido blanco y el otro negro, aunque chocaran nuestras culturas, aunque perteneciéramos a religiones antagónicas, a familias enfrentadas. Nada hubiera importado. Porque hay emociones que no responden a ninguna razón. O quizá porque responden a una sola razón: esa turbadora pero irresistible atracción entre dos personas.
Aquel jueves María llegó a las once menos diez. En nuestra primera cita yo la esperé casi una hora, pero no me importó. Ya sabía que llevaba esperándola toda mi vida.
—¿Te he hecho esperar demasiado?...
—Te esperaría una vida entera.
María sonrió. Nos miramos un instante en silencio. Luego la cogí de la mano invitándola a seguirme.
—Ven, quiero mostrarte algo —le dije mientras tiraba suavemente de su mano.
Noté un ligero estremecimiento en su piel bajo la leve presión de mis dedos pero, al instante, ella apretó mi mano venciendo la inseguridad de la primera vez, aceptando