Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
primero del francés al inglés, y luego del inglés al español. «Si amas la vida, la vida también te ama», dijo Lisa, una vez terminadas sus traducciones. Alejandro sonrió. Quizá pensando en las traducciones de Lisa; quizá porque estaba pensando en su hija. «Tu hija debe ser una persona muy especial», le dijo. «Lo es, Lisa. Y no lo digo porque sea mi hija». En ese momento Desmond se acercó con una jarra de cerveza en cada mano.
—¿Una caña? —dijo dirigiéndose a Alejandro.
—Vale. Pero si eso es una caña, ¿a qué le llamas tú un “tanque”?
—A aquellas de allí —dijo Desmond mostrando su amplia sonrisa, y señalando por encima de la barra, justo donde colgaban varias jarras de no menos de litro y medio cada una— ¿Quieres uno? Invita la casa.
Alejandro miró los “tanques”, y los imaginó llenos de cerveza.
—No, gracias. Con esta voy bien servido.
Ambos sonrieron. Luego Desmond se dirigió a Lisa, diciendo:
—Cariño, ¿te sirvo una?
—Venga. La ocasión la merece.
Desmond sirvió una jarra de cerveza a Lisa, y los tres bebieron y charlaron durante unos minutos.
—Bueno, ha llegado la hora de irme —dijo Alejandro poco después.
—Esperamos verte pronto por aquí, aunque solo sea de paso —dijo Lisa.
—Cuenta con ello. Vendremos pronto.
«Vendremos»... Le acababa de traicionar el subconsciente, pero no pareció importarle. Lisa y Desmond ya conocían la identidad de la mujer a la que llamaba cada noche. Y también sabían que era una de las protagonistas principales de su “historia”, aquella que guardaba en una carpeta de su ordenador portátil, aunque él se empeñara en decir que solo era una recopilación de sus recuerdos.
Unos minutos después, tras despedirse de sus anfitriones, el huésped de la habitación con vistas al amanecer salió del restaurante. «Los amigos, como el amor, no se buscan, se encuentran», pensaba mientras se dirigía hacia el aparcamiento trasero. Alejandro Cantero metió la maleta, una bolsa con la ropa sucia y el ordenador portátil en el maletero del coche. La Polaroid y el bolso marrón le acompañarían en el asiento del copiloto. Puso el motor en marcha, encendió el aire acondicionado y luego bajó del vehículo. Dentro del habitáculo el calor era insoportable. Poco más tarde, tras esperar un tiempo prudencial, subió de nuevo a su automóvil. Instantes después el Peugeot 405 enfiló la estrecha pero asfaltada carretera en dirección a la fuente, bajó la cuesta hasta llegar a la carretera principal y, tras detenerse unos segundos en el stop, se incorporó a la misma. Alejandro condujo unos quinientos metros hasta llegar a la curva por donde, varias décadas antes, desapareció una mañana de finales de verano. Se marchaba para no volver, al menos en mucho tiempo, pero volvió dos años más tarde, aunque solo por unos días y porque no soportaba más tiempo sin ver a su familia. Ahora, casi treinta años después, había vuelto para quedarse y lo había hecho por las mismas razones que le empujaron a marcharse. Alejandro detuvo el coche en el margen izquierdo de la carretera, a escasos metros de donde partía una vereda descendente que conducía al embalse. Cogió la cámara de fotos y bajó por la pequeña pendiente hasta llegar a la pasarela de madera. Instantes después, apoyado en el pasamanos del fondo, tomaba fotos del embalse, el embarcadero, la desembocadura del arroyo... «Le hará ilusión verlas», pensó. Unos minutos más tarde subió al coche y se puso en marcha de nuevo. Siguiente parada, Marbella.
Casi media hora después de lo previsto Alejandro Cantero estaba aparcando en la calle Valencia, a escasos metros de su portal. «Paciencia. Es parte del precio a pagar por vivir en la costa», se había dicho un buen rato antes, mientras conducía por la abarrotada A7. Alejandro hizo girar la llave en la cerradura del portal, empujó la pesada puerta y arrastró su escaso equipaje hasta el bajo 2. Antes de abrir miró el buzón. Nada. Solo publicidad. Abrió la puerta del piso y entró. Silencio. El mismo silencio del que había huido tras la despedida apenas un par de semanas antes. Instantes después, tras dejar la maleta y el resto del equipaje en la habitación de invitados, abrió las ventanas para ventilar el piso, subió parcialmente las persianas y, luego de refrescarse la cara y las manos en el baño, cogió el bolso de piel marrón y salió a la calle bajo un sol de justicia.
Comió en un restaurante cercano. De postre, un café con hielo y el primer cigarrillo del día. Apuró el café y dio la última calada al pitillo. Luego, tras pagar la cuenta, regresó a su piso, el mismo donde apenas dos meses antes, una tarde de viernes, había recibido aquel extraño paquete, un envío sin remitente, aquel “diario” que lo precipitó todo. Alejandro decidió meter una botella de vino en la nevera; aquella noche le vendría bien un trago. Luego cerró las ventanas y bajó las persianas. «Tienes que dormir un rato», se dijo y, a continuación se echó en el sofá, cerró los ojos y, poco después, cayó en una duermevela que no tardaría en verse interrumpida por aquel extraño sueño. Alejandro soñó que ella venía hacia él, sonriente, feliz... Pero nunca llegaba. Él la esperaba con los brazos abiertos, con todos los besos que tenía para ella, con todas las caricias que la distancia les había negado durante las últimas semanas y con aquel abrazo que tanto necesitaba ella la última vez que hablaron por teléfono. Mas ella no llegaba, al contrario, parecía alejarse de nuevo, al tiempo que la sonrisa iba desapareciendo de su rostro. Él intentaba coger su mano, pero entonces una fuerza invisible la arrastraba alejándolos cada vez más. Ella tenía miedo; él quería correr en su auxilio, pero sus pies no le obedecían. Y entonces intentaba gritar ¡no!, mas la voz no salía de su garganta. Solo cuando ella desapareció de su vista él consiguió gritar con todas sus fuerzas. Alejandro se despertó sobresaltado por su propio grito. Estaba agitado, con el corazón golpeándole violentamente contra el pecho y bañado en sudor. «Maldita pesadilla», murmuró. Pero al instante respiró aliviado. Solo había sido un mal sueño.
Alejandro Cantero miró el reloj. Aún faltaban muchas horas para llamarla, demasiadas horas sin nada que hacer y sin poder dormir, pues de sobra sabía que ya no volvería a conciliar el sueño hasta pasada la media noche. Decidió darse una ducha. Se duchó sin prisa, sintiendo el agua fresca resbalar por su piel, intentando abstraerse de todo al menos durante un rato, sabiendo que le sobraba demasiado tiempo. Apenas salió de la ducha se dispuso para afeitarse. El espejo le mostró su cara con barba de dos días y unas ojeras que apenas recordaba. Poco después, una vez afeitado, se puso un pantalón corto y una camiseta, se echó desodorante y unas gotas de perfume y se dirigió de nuevo al salón. Abrió el balcón y subió la persiana hasta arriba. A aquellas horas de la tarde los edificios más altos del lado oeste ya cubrían con sus sombras la terraza. La sombra y una suave brisa proveniente del mar invitaban a salir al exterior. Alejandro cogió la mecedora de mimbre —una de las primeras cosas que compró para su nueva vivienda— y fue a sentarse a la terraza. Y allí estuvo hasta el anochecer, recostado en la mecedora, mirando el reloj a cada instante, mientras su cuerpo y sus pensamientos se balanceaban al unísono. Cuando ya anochecía se levantó de la mecedora y se fue directo a la cocina. Descorchó la botella que había guardado en la nevera horas antes y se sirvió una copa de vino. Era un Ribera del Duero, «una botella de la mejor cosecha», le había dicho el cliente que se la regaló. Alejandro tomó un trago y paladeó el vino con deleite. «Muy bueno. Aunque un poco frío para mi gusto», pensó. Pero él sabía que, a temperatura ambiente y en aquel piso, el vino estaría demasiado caliente. Preparó un sándwich y se lo comió allí mismo, junto a la encimera de la cocina, sin siquiera sentarse. Luego, con la copa de vino aún medio llena, regresó a la terraza. Se sentó de nuevo en la mecedora, se tomó un trago y encendió un cigarro. Una calada al pitillo, otro trago de vino... Volvió a mirar el reloj. Aún seguían faltando varias horas.
Mientras esperaba la hora de hacer la llamada, Alejandro Cantero decidió pasar el tiempo leyendo. Pero aquella no sería una lectura cualquiera. Lo que se disponía a leer lo había escrito él mismo durante muchos meses y a más de mil doscientos kilómetros de Marbella, salvo el último capítulo, el que nunca habría escrito si no llega a ser por aquella separación temporal. Alejandro encendió el ordenador portátil,