Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


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      CAPÍTULO III

       LAS GOLONDRINAS

      Aquella mañana de septiembre de 1944 me sorprendió no ver a las golondrinas en nuestro tejado. Desde hacía meses, cada mañana nada más levantarme, me asomaba a la puerta para verlas posadas sobre el caballete de las cuadras, en uniforme hilera de pechos blancos, caras rojas y con aquella banda azul oscuro que yo imaginaba como un pañuelo rodeando su cuello. Luego me quedaba un buen rato a contemplarlas, escuchando sus agradables gorjeos, absorto mientras ellas planeaban por encima de la casa o hacían repentinos quiebros en el aire, subiendo y bajando, batiendo sus alas con suavidad. A mí me parecía que estaban jugando. Recuerdo que me quedaba mirándolas ensimismado hasta que mi madre, después de llamarme varias veces para desayunar sin que yo le hiciera el menor caso, salía a buscarme y luego me llevaba dentro de la casa tirando de mi mano mientras yo caminaba sin dejar de mirar atrás.

      Por aquella época ya me levantaba sin ayuda y sin que nadie me llamara. Cada mañana me despertaba temprano y salía corriendo a la calle, deseoso de contemplar las golondrinas. Pero aquella mañana de septiembre las golondrinas no estaban. Por un momento, desde la inocencia de mis casi cuatro años, pensé que no se habrían levantado todavía, que se habrían quedado dormidas. Luego recordé que había otro sitio donde les gustaba posarse. Doblé la esquina corriendo, esperando encontrarlas sobre los tejados traseros, o sobre las retamas junto a la vereda que unía la casa con la fuente. Pero allí tampoco estaban. Entonces me encaramé —no sin dificultad— sobre el peñasco de casi dos metros al que ya podía trepar sin ayuda y, desde su cima, oteé sin éxito el horizonte. Miré, y volví a mirar. Nada. Pero entonces se me ocurrió una idea: cerraría los ojos.

      Seguro que cuando los abriera las golondrinas aparecerían como por arte de magia. Cerré los ojos varias veces mas, cuando los abría, tampoco estaban. Pero todavía confiaba en encontrarlas. Aún creía que bastaba con cerrar los ojos un poco más fuerte y volver a abrirlos para que ellas aparecieran, como aquellos trucos de mi padre cuando escondía un caramelo en sus manos y yo no conseguía encontrarlo, no hasta que él me decía «cierra los ojos», y yo los cerraba, y luego él decía «ya puedes abrirlos» y, cuando los abría, él me mostraba la mano todavía cerrada, entonces yo tiraba de sus dedos uno a uno y... “¡voila!”, allí estaba el caramelo. Y luego mi padre me cogía en sus brazos y yo me colgaba de su cuello convencido de haber descubierto el truco. Aquella mañana cerré y abrí los ojos muchas veces, incluso llamé a las golondrinas para que salieran de su escondite mientras yo tenía los ojos cerrados, porque seguro que se habían escondido, sin duda se trataba de un truco, uno como aquellos que sabía hacer mi padre y que tanto me divertían. Pero esta vez no había truco: las golondrinas no estaban, y no aparecerían por muy fuerte que yo cerrara los ojos.

      Recuerdo que olía a tierra mojada, como solo huele la tierra tras las primeras lluvias de finales del verano. Recuerdo la voz de mi madre gritando mi nombre; recuerdo que corrí hacia el patio delantero, confiando en encontrar a las golondrinas sobre los caballetes de las cuadras, pero allí tampoco estaban. Y entonces la voz de mi madre se dejó oír con mayor insistencia, pero yo no la escuchaba. Seguía esperando que las golondrinas aparecieran como por arte de magia, creyendo que bastaría con cerrar los ojos bien fuerte la próxima vez. ¡Bendita inocencia! Porque hay que ser muy inocente para creer que basta cerrar los ojos, desear algo con todas nuestras fuerzas y esperar que suceda apenas los abramos de nuevo. ¡Ay!, la infancia. A esa edad todavía ignoramos que los sueños nunca se cumplen... salvo que dependa de nosotros y luchemos por ellos.

      Aquella mañana mi madre me despertó del sueño tirando de mi mano y luego sentándome en mi silla frente a unas tostadas y un tazón de leche humeante.

      —Mamá, ¿dónde están las golondrinas?

      Ella arrimó la silla un poco más a la mesa, antes de decir:

      —Ahora come. Ya hablaremos de las golondrinas luego. Pero yo necesitaba respuestas.

      —Mamá, ¿tú crees que se habrán quedado dormidas?

      —Come, que se te va a enfriar la leche.

      —Mamá...

      —Ahora, a comer.

      Mi madre sonrió, me acarició el pelo y me dio un beso; yo le di un bocado a una tostada y soplé la humeante leche sin dejar de pensar en las golondrinas, aquellos visitantes temporales de nuestro tejado. Pero entonces yo no sabía que eran temporales; yo creía que habían estado allí siempre y siempre estarían.

      Desayuné tan rápido como me permitió la leche caliente, me bajé de la silla y salí corriendo hacia la calle esperando encontrar a las golondrinas sobre el caballete de las cuadras. Mi madre me regañó por comer tan deprisa, pero se dio por satisfecha al ver que apenas quedaban unas migajas de las tostadas y la taza vacía. Miré sobre los tejados, levanté la vista al cielo... Ni rastro de las golondrinas. Entonces pensé en mi padre, en sus trucos. Él haría que aparecieran porque mi padre sabía de qué hablaban los pájaros, entendía el lenguaje del viento, podía caminar en la oscuridad sin tropezar y sabía espantar mis miedos con solo un abrazo. Sí, mi padre haría aparecer las golondrinas como hacía aparecer el caramelo.

      —¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! —le llamé insistentemente.

      —¿Qué quieres, Alejandro? —me respondió desde las cuadras.

      —Papá, ¿dónde están las golondrinas?

      —Se habrán ido, hijo.

      —Pero ¿dónde se han ido, papá? —le pregunté extrañado.

      —Se habrán ido al sur. Ya ha empezado la migración anual —me razonó.

      —¿La qué? —le pregunté sin entender nada.

      —La migración, hijo. ¿No sabes lo que es la migración? —me preguntó mi padre, aun sabiendo de antemano cuál sería mi respuesta.

      —No... —dije. Pero ya me temía que aquello de la migración no podía ser nada bueno.

      —La migración es un viaje que hacen algunas aves como las golondrinas. Ahora se van al sur en busca de lugares más cálidos antes de que aquí llegue el invierno —me explicó.

      —Pero ¿por qué se van al sur?

      —Porque a las golondrinas no les gusta el frío, hijo, por eso se van.

      —Pero, papá, ¡yo no quiero que se vayan las golondrinas! —protesté—. Yo quiero que se queden siempre en nuestro tejado.

      —Eso no puede ser, hijo mío. Ellas se tienen que marchar —dijo mi padre, esperando que yo lo entendiera.

      —Pero ¿por qué se tienen que marchar?

      —Alejandro, hijo, no le des más vueltas, la vida es así —me contestó, intentando dar el tema por zanjado.

      “Migración”, aquella palabra extraña y nueva no paraba de dar vueltas en mi cabeza. “Migración” me había sonado a pérdida, a ruptura, a separación, a nuestro tejado sin las golondrinas, al aire huérfano sin sus gorjeos.

      —Papá, ¿cuándo van a volver? Mi padre sonrió.

      —Hijo mío —me dijo revolviendo mis cabellos—, las golondrinas volverán el próximo año, en primavera, como todos los años.

      En primavera… El próximo año… Me quedé un instante pensativo. Luego, seguro de que mi padre podría hacer que volvieran antes, volví a insistir:

      —Papá…

      —Qué... —dijo mi padre, sin abandonar su tono dulce y paciente.

      —¿Podrían volver el mes próximo?

      —¿El mes próximo? ¿En octubre?

      Mi padre sonrió de nuevo. Luego me miró un instante, en silencio, un silencio breve aunque eterno para mí.

      —Papá,


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