Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
lo sabía bien. Lo supo muchos años antes, cuando empezó a preguntarse qué habría pasado si...
Miró su reloj. Eran las 11:45 de aquella calurosa mañana de primeros de septiembre. «En menos de 24 horas estaré camino de Marbella», pensó. Marbella había sido su punto de partida, el lugar donde empezaba una nueva etapa. Lo que Alejandro Cantero nunca hubiera podido imaginar era la sorpresa que le reservaba el destino. Por un instante cerró los ojos y revivió aquel inesperado reencuentro. Y recordó aquella “primera” cita cuando ya no esperaban tener más citas. Y evocó la noche de la primera cena... Y se acordó de aquel hombre de barba blanca y gafas oscuras, un hombre que parecía estar observándolo mientras fingía leer el periódico. ¿Dónde había visto antes aquella cara? ¿Se conocían? Él no estaba seguro de conocerlo, pero aquel hombre de pelo cano y barba bien cuidada parecía saber quién era él. Eso le inquietó momentáneamente, solo el tiempo que tardó en verla aparecer por el callejón empedrado. Luego, apenas ella se sentó frente a él, el resto del mundo dejó de existir.
Alejandro Cantero se giró sobre el peñasco. Un poco más abajo, a escasos cien metros de la casa, jugaba con sus hermanos un atardecer de muchos años antes cuando, del cielo anubarrado y plomizo, empezaron a caer los níveos copos, aquel desconocido elemento que pintó de blanco la tarde, la noche y el amanecer de uno de los días más divertidos de su infancia, y también uno de los más felices. A la mañana siguiente, mientras su padre, a golpe de pala abría un camino en la nieve para poder llegar hasta las cuadras, él experimentó una sensación nueva, una de esas sensaciones que no se olvidan con el paso de los años, el placer de sentir la nieve crujiendo bajos sus pies. Luego hicieron un gran muñeco de nieve. Colaboraron todos, su padre, su madre, sus hermanos y él. «Lo haremos en la parte de atrás de la casa, donde el sol apenas lo calentará unas pocas horas al día. Así aguantará más tiempo sin derretirse», dijo su padre. La sombra de la casa y las heladas nocturnas que siguieron al día de la gran nevada permitieron al muñeco mantenerse de pie durante casi una semana. Nunca se habían divertido tanto todos juntos; nunca se habían revolcado todos juntos por el suelo como hicieron aquel día con la excusa de la nieve y nunca más volvieron a hacerlo. Quizá por eso, Alejandro tenía aquella obsesión por jugar con sus hijos, incluso cuando ellos hacía tiempo ya que no querían jugar con sus padres, con él y con su esposa.
Alejandro Cantero cerró los ojos y se dejó envolver por los recuerdos. Habían pasado cuarenta y muchos años desde aquella tarde. Él estaba sentado allí mismo, sobre el pedrusco al que ya podía encaramarse solo, con dificultades, pero sin ayuda de nadie. Su madre venía de la fuente con el cántaro en la cadera; sus hermanos y él la esperaban impacientes. Hacía casi diez minutos que había dejado de perseguirlos alrededor del peñasco. «Tengo que traer agua para la cena», les había dicho. Los niños dieron por sentado que volvería a jugar con ellos apenas bajara el cántaro de su cadera. Ella siempre lo hacía, no importaba lo cansada que estuviera. Pero aquella tarde se acabaron los juegos de forma repentina. Aquella tarde solo habría lugar para el silencio y el miedo. Ella venía por la vereda con el cántaro en la cadera, andando ladeada por el peso del agua y los niños se disponían a salir corriendo a recibirla, como hacían siempre. Pero entonces, aquellos dos hombres surgieron de la nada y se detuvieron en medio de la vereda, justo delante de su madre. Ellos parecían amables; ella se puso muy nerviosa. Ellos le dijeron que solo querían hablar con él; ella no pudo disimular su miedo. Alejandro y sus hermanos corrieron a esconderse, instintivamente, alertados por un peligro que intuyeron a pesar de la aparente calma de aquellos hombres. Se escondieron en el verde trigo, apretados los unos contra los otros, en silencio, temblando de miedo, sin saber muy bien a qué —o a quién— temían. En aquel trigal verde como la primavera, y salpicado de amapolas rojas como la sangre derramada de tantos inocentes, Alejandro y sus hermanos permanecieron escondidos unos minutos que a ellos les parecieron una eternidad. Allí solían esconderse con frecuencia, pero esta vez era diferente: no estaban jugando al escondite, ni deberían esforzarse por aguantar la risa para no ser descubiertos. Por primera vez el juego consistía en controlar el miedo que hacía temblar sus piernas. Alejandro y sus hermanos no salieron de su escondite hasta que aquellos hombres se hubieron marchado y su madre empezó a llamarlos. Es lo que debían hacer en caso de peligro, así se lo habían enseñado sus padres. Aquella tarde, tras hablar con aquellos extraños, la voz de su madre les sonó diferente, como si se le quebrara en la garganta, como si le faltara el aire para llegar hasta sus labios. «Mamá, ¿quién eran esos hombres?», le preguntaron. «Nadie, hijos... No eran nadie». Pero su madre les obligó a entrar en la casa, cerró la puerta con llave y echó la tranca a pesar de que aún faltaban horas para la noche. Ellos siguieron haciendo preguntas; su madre siguió tragándose las respuestas. Y cuando su padre volvió de trabajar los niños le preguntaron quiénes eran aquellos hombres, mas no obtuvieron contestación alguna. Ellos siguieron preguntando, pero su insistencia solo sirvió para poner a su padre nervioso primero y furioso después; o quizá solo estaba preocupado, o tal vez muy asustado. Ellos no entendían nada. Él los mandó a su cuarto más temprano que de costumbre. Nadie les dijo quiénes eran aquellos hombres; nadie les explicó qué querían. Pero oyeron a sus padres hablar del riesgo de no mantener la boca cerrada, de la conveniencia de callarse según qué cosas, de un señor llamado Franco, de una señora llamada Dictadura... Y unos días después supieron que el tío Andrés había muerto. Y unos años más tarde, alguien les dijo que aquellos dos hombres buscaban al tío Andrés.
Alejandro Cantero movió la cabeza de un lado a otro. Quizás intentaba negar aquellos hechos; quizá solo pretendía escapar de aquel recuerdo. Se acomodó sobre la enorme piedra y, apenas unos segundos después, ya se había sumergido de nuevo en el pasado. Cerró los ojos y pudo ver a aquel niño corriendo por el camino de tierra. Se vio a sí mimo feliz, despreocupado, corriendo al encuentro de su madre que venía de la fuente con el cántaro en la cadera. Alejandro apretó los ojos con fuerza. Ella soltó el cántaro y lo cogió en brazos, lo besó en las mejillas, le sonrió con dulzura y le dijo que tenía que llevar el agua para la comida. Y pasaron lo años. Y ahora era él quién venía de la fuente con el cántaro al hombro y su madre lo estaba esperando con la misma sonrisa de siempre, con la misma dulzura en sus ojos. Encaramado sobre aquel peñasco, Alejandro inspiró profundo y dejó que sus sentidos se embriagaran con los aromas de una infancia alejada en el tiempo, aunque cercana en las sensaciones. Su infancia olía a tierra húmeda, a tierra caliente y húmeda con las primeras lluvias de final del verano; y también a rastrojos húmedos de rocío al amanecer, a risas, a flores de almendro, a días felices... Pero también olía a miedo, a ese miedo que provoca la represión. La mañana había empezado bien para Alejandro, pero se había torcido recordando aquellos años de injusticias, pues injusta era la persecución sistemática de analfabetos, campesinos inofensivos cuyo único delito consistía en haberse declarado “rojos” quizás envalentonados por unos vinos, unas copas que solo podían permitirse de tarde en tarde, unos tragos que necesitaban para que su propio silencio no les acabara explotando en las entrañas. Pero el caso del tío Andrés era diferente: él no era “rojo”, y nadie le oyó nunca hablar de política. Su único “delito” había sido enamorarse de la mujer equivocada, tener el atrevimiento de cortejarla, haber conquistado su corazón. Aunque nada era tan grave como el hecho de que ella rechazara al pretendiente que ya tenía asignado desde la cuna. En aquella época la hija de un terrateniente solo podía casarse con el hijo de un hacendado. «Nunca seré tuya. O me caso con Andrés Cantero, o me meto a monja». Esas fueron las palabras que condenaron al tío Andrés. Al día siguiente, alguien lo acusó de “rojo”. Su amada acabó recluida en un convento; él, muerto en una cuneta.
Sentado sobre aquel peñasco Alejandro Cantero experimentó una sensación de rabia contenida, una rabia que creía olvidada en los años de su juventud. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo y, afortunadamente, todo había cambiado. Segundos más tarde, Alejandro se bajó del peñasco. Era hora de alejarse de los recuerdos y volver a la realidad. Poco después se dirigió hacia la entrada del hotel. Luego subió a su habitación, se quitó la ropa, se puso un bañador y unas chanclas y, ataviado con un albornoz y una toalla al hombro, se dispuso para bajar a la zona SPA, otra de las razones para alojarse en aquel hotel rural. Decidió hacer el circuito completo. Primero, una ducha y luego unos segundos en contacto con el hielo, quince minutos sudando en el baño turco, unos breves instantes bajo la ducha de lluvia, relajación