Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
—Te quiero, María.
—Te quiero, Alejandro.
Un breve silencio, sin dejar de mirarnos a los ojos, acariciándonos con la mirada.
—Siempre te querré —dijo mientras acariciaba mi mentón, al tiempo que yo depositaba suaves besos en sus dedos—. Te querría aunque tú dejaras de quererme, aunque no quisieras quererme, aunque no pudieras quererme...
—Eso nunca pasará —dije mirándola a los ojos, recorriendo con mi dedo el perfil de sus labios.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Porque esto que siento por ti es más fuerte que mi voluntad, más fuerte que yo mismo.
María sonrió levemente, con dulzura. Volvimos a besarnos, despacio, tiernamente... Y volvimos a acariciarnos, sin prisa, sabiendo dónde acelerar la respiración del otro, dónde despertar los suspiros dormidos. Hicimos el amor una vez más, pero esta vez con movimientos más lentos, recreándonos en cada roce de la piel, en el contacto de la carne, alargando el instante, como si no quisiéramos que terminara nunca. Alcanzamos el orgasmo juntos, mirándonos hasta el último instante, cerrando los ojos entre gemidos de placer. Luego nos quedamos en silencio, abrazados, resistiéndonos a separarnos hasta el día siguiente.
Nos levantamos de nuestro verde lecho cuando ya la tarde caía, recogimos nuestras ropas esparcidas por la ribera, nos vestimos ayudándonos mutuamente y salimos de la hondonada cogidos de la mano. Se nos había hecho tarde, demasiado tarde. Poco después nos asomamos a la esquina, aquella esquina donde, noches más tarde, yo intentaría escudriñar la oscuridad con la esperanza de verla descolgarse por la ventana. No se veía a nadie en la calle trasera de la casa cuartel. Nos besamos una vez más y nos despedimos hasta el día siguiente. María se quitó las chanclas y caminó descalza hasta la ventana por la que escapaba cada noche para acudir a mi encuentro. Yo la observé mientras caminaba de puntillas, descalza, con las chanclas colgadas al cuello, y supe con toda certeza que era la mujer de mi vida cuando la vi trepando hasta su ventana, arriesgando mucho más que una caída para poder estar unas horas conmigo. Luego, un suspiro de alivio, una sonrisa, un beso al aire... Nadie la había visto. «Hasta mañana, mi amor», le dije, aunque ya no podía escucharme.
Siete días inolvidables, siete tardes maravillosas. Pero el cabo Anselmo cambiaba de turno. Aquella semana tendríamos que cambiar la hora y el lugar de nuestros encuentros secretos, prohibidos. Aquella semana era la peor para nosotros, solo disponíamos de las horas de la mañana y María no podría escaparse. Acordamos vernos a la vuelta de la esquina, temprano, cuando ella salía a comprar el pan. Pero aquellas citas solo daban para unos besos apresurados, unas caricias furtivas y una excitación que deberíamos reprimir. Fueron siete días interminables. Una semana después de nuestra última tarde en el arroyo María y yo teníamos una cita frente al castillo, al pie del muro nordeste del mirador. Ella se hizo esperar y mis nervios me hicieron temer lo peor. Aquella noche no hubo lugar para leyendas de otra época, ni inventamos historias de intrépidos enamorados. Aquella noche se había hecho esperar demasiado y nosotros no podíamos esperar más. María y yo nos besamos con la urgencia de los besos reprimidos durante días, con toda la ansiedad acumulada durante la espera, con la desesperación de quienes no veían llegar el momento de beberse el aliento en la boca del otro, de enredarse en la lengua anhelante desde hacía días, de fundirse en el cuerpo del amante. No esperamos a desvestirnos. María se colocó sobre mí, cubriendo mi abdomen con su falda, la camisa desabrochada, aquella mirada turbia de deseo... Ella me abrió la bragueta y yo aparté sus braguitas de algodón. María estaba muy mojada y yo muy excitado. Hicimos el amor sin apenas preámbulos, moviéndonos enérgicamente, casi con violencia, ella apoyando las palmas de sus manos sobre mi pecho y yo aferrado a sus caderas. Todo fue muy rápido. Yo me derramé en su interior al tercer gemido y ella cayó rendida sobre mi pecho cuando yo aún sentía los últimos espasmos del clímax. Luego rodamos sobre el suelo hasta quedar María tendida de espaldas y yo sobre ella, prisionero entre sus piernas, sin salir de su cuerpo. Empezamos a contarnos cuánto nos habíamos echado de menos, cuánto nos habíamos deseado en silencio, cuán larga se había hecho la espera. Y empezamos a besarnos... y a movernos... y a tocarnos... y a sentirnos... y a gozarnos mutuamente. Recuerdo sus manos en mi nuca, su vientre cálido, su aliento en mi boca, la piel sedosa de su cuello... Recuerdo un leve quejido cuando mis dientes mordieron el lóbulo de su oreja, su lengua húmeda buceando en mi oído, nuestros músculos tensándose, los espasmos en su abdomen... Luego nos quedamos un rato abrazados. María, contemplando las estrellas; yo, viéndolas brillar en sus ojos.
Aquella semana se nos pasó deprisa, muy deprisa. El tiempo se nos escapó entre los besos, las caricias, las risas... Fueron siete noches de amor bajo un manto de estrellas, siendo observados por la luna, recordando leyendas, inventando historias, riéndonos con cada ocurrencia. El tiempo se escurrió por nuestras vidas como el agua entre las piedras. Se marchó con la premura con que se agotan los días felices. Pero no importaba, la semana siguiente tocaba en el río. Otros siete días maravillosos, inolvidables, y otras siete mañanas de besos furtivos, de pan recién hecho que llegaba a la mesa más frío que de costumbre. Fuimos cambiando nuestra hora y lugar de encuentro cada siete días, siempre en función de los turnos de su padre. Y juntos, atrapados en aquella maravillosa locura, no fuimos conscientes de que el verano se acababa. Entre citas y nervios, y entre besos y risas, gastamos nuestro tiempo. María y yo creímos que el verano sería eterno, no sospechamos que el otoño nos separaría, al menos momentáneamente. Nuestro amor de semanas ya tenía raíces profundas, se había arraigado bajo la piel, anclado en el alma; no moriría por la separación física, no lo apagaría la distancia. Pero debería enfrentarse a la intromisión de una tercera persona, alguien dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de separarnos, alguien que no escatimaría medios para alejarme de María. Algunas veces, durante las semanas anteriores, María y yo bromeábamos con escaparnos, incluso llegamos a fantasear con la idea de que yo la “raptaba” y escapábamos juntos. Al principio solo era un juego, una excusa para perseguirla arroyo abajo, para atraparla y llevarla en brazos bajo los cañaverales, para dejarse atrapar. Entonces solo era una forma de variar nuestros juegos eróticos, de alargar los momentos preliminares, de jugar mientras nos preparábamos para hacer el amor. María nunca dejó de verlo como un juego; yo llegué a planteármelo seriamente.
Pero..., ¿a quién iba a engañar? Yo aún debía cumplir con el Servicio Militar obligatorio. ¿Qué podía ofrecerle en mis circunstancias? Nada. ¿Qué podíamos hacer, escapar a Francia como los rojos, como dos fugitivos cualesquiera? ¿Qué futuro nos esperaba? Sin duda, un futuro lleno de dificultades. Aun así, de haberlo sabido a tiempo, nos habríamos escapado y no nos habríamos arrepentido. Pocas veces nos arrepentimos de nuestros actos, sobre todo si actuamos siguiendo los impulsos del corazón. Por el contrario, siempre acabamos arrepintiéndonos de aquello que pudimos hacer y no hicimos por temor a que no saliera bien. Con el tiempo ambos lamentaríamos no haberlo hecho, aunque ello nos hubiera enfrentado a un futuro incierto, aunque ella aún no hubiera cumplido los dieciocho y yo siguiera siendo menor de edad, aunque hubiéramos tenido que escaparnos. Pero ya era demasiado tarde: alguien había decidido por nosotros. Solo nos quedaba esperar durante meses, muchos meses. Luego yo iría a buscarla y empezaríamos de nuevo. Lo que no sabíamos entonces era que alguien intentaría por todos los medios que eso no sucediese y que, en aquella relación de dos, siempre habría un tercero en la sombra, su padre.
Por primera vez la noticia de un traslado —¿el último?— se toparía con la resistencia de un miembro de la familia Arranz García. Pero Anselmo Arranz era un hombre acostumbrado a mandar —en su trabajo desde hacía años, en su casa desde siempre—, y esta vez no sería una excepción. Su criterio se impondría sí o sí. En su casa nunca aceptó un “no” por respuesta; ni siquiera permitía la más mínima réplica. Él ordenaba y los demás obedecían, y callaban. Pero, esta vez, alguien se oponía al traslado, se negaba a empezar de nuevo en otro lugar, aunque se tratara de Valladolid, su tierra, la tierra de sus padres. María prefirió callar la verdad. No se atrevió a revelar la razón de aquella inesperada e inaceptable “rebelión” contra su padre, no quería despertar su ira, de sobra conocía los riesgos que entrañaba semejante atrevimiento. Pero, a veces, el silencio no es una opción.