Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


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corriendo y se echaba en mis brazos apenas verme. Yo la abrazaba y nos besábamos hasta perder el aliento. Y luego nos sentábamos sobre la yerba, con la espalda apoyada en el muro y el castillo frente a nosotros. Y allí, bajo un cielo claro y cómplice de nuestro amor, María y yo compartíamos leyendas de otra época, besándonos a cada instante, acariciándonos, descubriendo la piel del otro, con la torpeza de la inexperiencia, con la emoción única de la primera vez, de las primeras veces. Después de varias citas las leyendas se nos acabaron; fue entonces cuando empezamos a inventarlas. Jugábamos a imaginar las vidas de los habitantes de Hisn-Ashar en tiempos del emirato de Abd Allah I. Inventábamos historias de amor, historias de amores prohibidos pero siempre con final feliz y siempre de jóvenes valientes dispuestos a desafiar al mundo por amor, todo antes que renunciar a estar juntos. Aquellas noches de finales de una primavera cálida e inolvidable su pelo se convirtió en la enredadera de mis dedos, la suave piel de su cuello se quedó grabada en mis labios para siempre, sus manos despertaron en mí sensaciones desconocidas, nuestras bocas... Pero los besos aceleraban las manecillas del reloj, las caricias hacían galopar el tiempo... Antes de darnos cuenta nuestra primera semana ya se había pasado y, con ella, el turno de noche del cabo Anselmo. Con su padre en casa escaparse de noche era impensable. María no podía arriesgarse tanto; si él la descubría no solo se acabarían nuestras citas, para ella se acabarían muchas cosas, demasiadas. Yo no podía permitirlo, no me lo hubiera perdonado en la vida. El cabo Anselmo jamás consentiría que su hija tuviera relaciones con un don nadie, mucho menos con un Cantero. María y yo lo sabíamos y sabíamos que no dudaría en tomar las medidas que fueran necesarias con tal de impedirlo. Porque Anselmo Arranz era capaz de cualquier cosa por su hija, incluso de manipular su vida. Él sabía mejor que nadie lo que más convenía a su única descendiente, o eso creía entonces. Anselmo era un hombre resuelto, decidido, dominante, violento a veces, pero nunca hubiéramos podido imaginar de lo que sería capaz. No obstante, solo tardaría unos meses en dar muestras de ello, en empezar a torcer voluntades, ocultando la verdad, falseando la realidad. Mas, unos años más tarde, muy a pesar suyo, Anselmo Arranz empezaría a comprender que se había equivocado y, mucho tiempo después, decidiría que había llegado el momento de enmendar su error al precio que fuera.

      Aquella semana, cuando su padre terminó el turno de noche, María y yo nos vimos obligados a aceptar la realidad: nuestras citas nocturnas se habían terminado, de momento. Quizá por eso aquella última noche de aquella primera semana la vivimos con tanta intensidad. Tal vez por eso alargamos nuestro encuentro más de lo habitual. Quizá fue por eso que nos besamos en los labios con aquella pasión desmedida mientras nuestras manos impacientes buceaban bajo la ropa, acariciando con dedos trémulos la piel ignota y tersa, despertando sensaciones desconocidas hasta entonces. Aquella noche percibí en su boca la desesperación, la necesidad de los besos que no nos daríamos durante días, el miedo a perder lo que le hacía desafiar lo establecido. Y yo supe que no soportaría los días sin sus manos en mi nuca, sin su cuerpo entre mis brazos... Aquella noche de junio, bajo un cielo poblado de estrellas, nos prometimos que nada ni nadie se interpondría entre nosotros. Aunque quizás infravaloramos a nuestro enemigo.

      —Podemos quedar a las cuatro —dije, sin dejar de morder sus labios con mis labios.

      —¿En la siesta? —contestó sorprendida, sin dejar de morderme el alma en cada beso—. ¿Con este calor?

      —Podemos quedar en el río.

      —En el río... —dijo María pensativa, quizás imaginando que nos bañábamos juntos, sabiendo que lo haríamos desnudos—. Suena bien —dijo, y noté que ella sonreía en el beso siguiente. Y yo sonreí mientras la besaba.

      El arroyo bajaba serpenteando por la hondonada, desgastando los guijarros con su lengua de aguas diáfanas. Tras varios kilómetros deslizándose por el pedregoso lecho, la linfa cristalina se fundía con las aguas del Genil, caudaloso gracias a las lluvias del otoño y el invierno anteriores y crecido con las nieves procedentes de Sierra Nevada, derretidas con los primeros calores del verano. A ambos márgenes del arroyo los cañaverales proyectaban su sombra casi vertical, apenas protegiendo del sol los juntos que pronto formarían parte de nuestra corta historia en común. Nos detuvimos junto al cauce, nos descalzamos y metimos los pies en la corriente con el agua cubriéndonos los tobillos. Estaba más fría de lo esperado, pero no nos importó. María y yo nos miramos, sonreímos y, apretando nuestros dedos entrelazados, echamos a andar arroyo abajo sin salirnos de la rivera. Caminamos despacio durante unos metros cogidos de la mano, sin salirnos de la corriente, sonriendo complacidos, disfrutando aquella nueva experiencia. Un poco más adelante nos miramos de nuevo y, sin decir nada, empezamos a correr arroyo abajo, riéndonos con cada resbalón, a punto de caer a cada paso. Los cantos rodados castigaban las plantas de nuestros pies, pero no éramos conscientes de ello. Quizá porque éramos incapaces de sentirlos; quizá porque solo podíamos sentir nuestros corazones desbocados saltando en el pecho. El agua salpicaba nuestras piernas, mojaba nuestras ropas; nosotros corríamos y reíamos alterando la calma de la siesta, rompiendo el silencio casi absoluto. Entramos en el río atropelladamente, sin soltarnos de la mano, riendo... Y cuando ya el agua nos cubría por encima de la cintura, resbalamos y caímos hacia el fondo, hasta sumergirnos por completo. Durante unos irrepetibles segundos permanecimos bajo el agua, buscándonos en la mirada del otro.

      Luego empezamos a emerger hacia la superficie, sin dejar de mirarnos, acercándonos poco a poco, rozándonos... Instantes después, cuando nuestras cabezas salieron a flote, nuestras bocas ya se habían fundido en un beso mojado de agua y pasión. Pero nos faltaba el aire; la carrera y la inmersión nos habían dejado sin aliento. Nos separamos brevemente, justo el tiempo de tomar aire para besarnos de nuevo, despacio al principio, dulcemente, rozándonos apenas los labios, acariciando la piel mojada con dedos trémulos pero decididos. Y luego empezamos a besarnos con frenesí, atrapando la boca húmeda en cada beso, abrazando la lengua inquieta con la lengua excitada, anhelante, incapaz de detenerse. Y empezamos a retroceder hacia la orilla, lentamente, sin dejar de besarnos, desnudándonos mutuamente, resbalando casi a cada paso, acariciando la desnudez del otro. Nuestras prendas caían esparcidas por la orilla y nuestras manos despertaban sensaciones nuevas en cada caricia. Sus pezones erectos rozaron mi pecho, sus pechos se apretaron contra mi cuerpo y un escalofrío de placer me recorrió la columna vertebral. Mis manos dibujaron rutas nuevas en su espalda desnuda. Sus brazos se colgaron de mi cuello y sus manos acariciaron mis hombros, recorrieron mi espalda descubriendo cada músculo, erizando mi piel mojada. Seguimos retrocediendo palmo a palmo, beso a beso, hasta salir casi por completo del agua. El sol acarició nuestra desnudez con sus rayos perpendiculares. María y yo seguimos acercándonos a los cañaverales, abrazados, sin dejar de besarnos, sin dejar de tocarnos, descubriéndonos mutuamente.

      Nos tendimos a la sombra de los cañaverales, sobre un lecho de verdes juncos. Mi cuerpo sobre su cuerpo, su cuerpo sobre el mío; María tendida sobre mi, yo tendido sobre ella... Su boca entreabierta, mis labios mordiendo sus labios; sus manos en mi pecho, mis dedos dibujando círculos en las rosadas aureolas de sus pezones. Nuestra respiración agitándose cada vez más, el deseo tensando los músculos y el corazón acelerando sus latidos. Recuerdo su piel estremecerse bajo las yemas de mis dedos, mi piel arder al contacto de sus manos. Recuerdo mi cuerpo temblando de emoción, de excitación, de placer. Recuerdo sus pechos hinchándose al jadear, sus caderas arqueándose, sus piernas rodeándome... y mi voz susurrando en su oído, su aliento quemándome en el cuello, sus gemidos entrecortados, aquel placer insoportable, aquella sensación de vértigo en la piel... y en el alma. Recuerdo la sensación de agonizar, de morir y nacer en el mismo instante; recuerdo su cara en el momento del orgasmo, aquella expresión entre el dolor y el placer, sus ojos entornados, su boca buscando el aliento que se le escapaba y sus uñas arañando mi espalda. Y, finalmente, aquella maravillosa sensación de felicidad y aquella dulzura en su rostro. Hicimos el amor repetidamente: una, dos, tres veces… Y luego nos quedamos inmóviles, exhaustos, tendidos el uno junto al otro. Y la pasión del instante anterior se tornó dulzura, los besos apenas rozaban los labios, las caricias se volvieron suaves... Recuerdo el silencio de la tarde, el suave rumor del agua resbalando entre las piedras y nuestra respiración acompasada, cada vez más lenta, más silenciosa. Recuerdo una extraña sensación, unas décimas de segundo sin comprender nada y, de repente, frío en los pies y despertarme con el agua del arroyo salpicando


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