Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
llegar a cualquier parte. Aquel trayecto se me habría hecho eterno de todas formas, aunque solo hubiera durado un segundo. Aquella tarde, mientras esperaba en aquel bar frente a la casa cuartel de la Guardia Civil, la impaciencia y las dudas torturaban mis nervios sin compasión. No recuerdo cuánto tiempo esperé, pero entonces me pareció media vida. Tampoco recuerdo cuántos fueron los cafés, pero fueron menos que los cigarros, de eso estoy seguro. Solo recuerdo mis ganas de verla aparecer, aquel estado de creciente ansiedad que parecía agravarse cada vez que alguien salía y la decepción al comprobar que no era ella. Recuerdo aquellas ganas de abrazarla, de apretar sus manos entre las mías, de besar sus labios, de decirle «ya pasó todo, mi amor, estamos juntos de nuevo, para siempre». Y recuerdo el temor cada vez que pensaba en el telegrama, el miedo a que dijera la verdad.
Vi salir a María cuando el sol ya había desaparecido por el horizonte, mucho después de que la espera empezara a desesperarme, justo un instante antes de perder todas mis esperanzas. María salió sonriente, caminando con su andar resoluto, con su melena al viento, distanciándose para siempre de mí a cada paso que daba. Cuando la vi de la mano de aquel hombre mi corazón se encogió como el alma con el miedo, como el orgullo de los vencidos, como un pajarillo atrapado en un puño de hierro. Instantes después, apenas María dobló la esquina, mi corazón empezó a endurecerse como el barro al sol, a romperse como barro seco.
María desapareció de mi vista, caminando feliz de la mano de aquel hombre; nunca más volvería a verla, de eso estaba seguro. Y entonces —solo entonces— empecé a entenderlo todo, a comprender por qué esperé en vano la respuesta a mis cartas. Y empecé a darme cuenta de que la había perdido para siempre. Y me arrepentí hasta dolerme de no haber ido a buscarla durante aquel permiso, cuando estuve tentado de hacerlo. Tenía que aceptarlo, me había equivocado y bien que me pesaba. Lo que entonces no sabía era que estaba a punto de tomar otra decisión equivocada, una decisión que seguiría lamentando mucho tiempo más tarde. Fue entonces cuando sentí aquel impulso irrefrenable, aquel vehemente deseo de ir tras ella, de decirle que aún la amaba, que la amaría siempre, aunque ella no me amara, aunque nuestros caminos no volvieran a cruzarse nunca más. Por un instante estuve tentado de correr a su encuentro, de aferrarme a mi última oportunidad. Pero no lo hice. María caminaba de la mano de otro hombre. «Ya no la quiero», me dije. Y al amparo de mi falso orgullo, la desolación que aplastaba mi pecho pareció de repente algo más liviana y me mentí diciéndome que no me dolía tanto su traición. Por un instante creí sentirme de nuevo seguro de mí mismo, incluso me dije que no estaba tan desesperado. Entonces no quise aceptarlo, pero no fue el orgullo lo que me impidió ir tras ella, sino el miedo; el miedo a escuchar de sus labios que ya no me amaba, que todo el amor que sintió por mí ahora lo sentía por otro. Y decidí engañarme sin contemplar ninguna otra posibilidad, sin pensar que la mentira más débil es nuestra propia mentira. Porque nadie peor que nuestra conciencia para reprocharnos nuestra cobardía, porque solo hay una persona de quien no podemos escondernos, alguien a quien nunca podremos engañar: nosotros mismos.
María me había dejado por otro, esa era la verdad. Allí terminaba aquel amor que un día soñamos para siempre, aquel amor que creímos eterno; al menos yo lo había creído hasta que me di de bruces con la realidad. Aún no había acabado de aceptar mi derrota cuando mi mundo empezó a derrumbarse sin darme tiempo de apartarme, aplastándome con el peso del desamor, enterrando bajo los escombros de la desesperanza todas las ilusiones alimentadas durante el último año y medio. Desde hacía muchos meses, cada vez me costaba más creer en un reencuentro feliz, pero nunca dejé de albergar esperanzas de retomar nuestra relación donde la dejamos una lejana tarde de verano, como si el tiempo no hubiera pasado, como si la distancia no difuminara las sensaciones compartidas. Aquel maldito telegrama había sido la penúltima señal; la prueba definitiva eran aquellas manos entrelazadas. Mis ilusiones perecieron sepultadas bajo los cascotes de la triste realidad. Lo más duro fue enfrentarme a la verdad desnuda, aceptar que todo había terminado entre nosotros. Porque no había vuelta de hoja. Aquella había sido mi última oportunidad de contemplar su espalda erguida, sus caderas contoneándose al caminar, su pelo ondeando al viento... Nunca más volvería a coger su mano, a enredar mis dedos en su pelo, a estrecharla entre mis brazos, a sentir su aliento en mis labios, a dibujar las curvas de su cuerpo, a recrearme en sus muslos firmes, a sumergirme… Jamás volvería a ser mía, jamás volvería a sentirme tan suyo. María, mi primer amor, mi amante primera, ahora se entregaría a otro. Pero yo la necesitaba tanto... Mis manos, mis ojos, mi boca, mi piel…, todo yo la necesitaba. Mas debía empezar a olvidarla, aprender a vivir sin ella. Aquella noche me hice una promesa: jamás volvería a enamorarme, jamás volvería a sentir por nadie lo que sentí por María, lo que seguía sintiendo por ella. Y me juré que aquel desengaño me haría más fuerte, más duro frente a los golpes de la vida. Pero pronto debería aceptar mi fracaso. Sí, el espejo me devolvía un rostro más serio, una mirada dura, pero eso solo era la fachada; por dentro seguiría siendo vulnerable, soñador, romántico, sensible... Yo quería dejar de sentir, procurarme una coraza frente a los sentimientos, un escudo protector que me librara de volver a sufrir. Pero me estaba engañando; podemos controlar muchas cosas, mas nunca podremos decidir cuándo o de quién nos enamoramos.
«Todavía no es tarde, nunca lo es», me insistía aquella vocecita cada vez más débil. «Ella ha escogido a otro; él gana, yo pierdo», me justificaba para no arriesgarme a ser rechazado por la mujer que tanto amaba. «Además, ¿qué podría decirle?», me preguntaba. Aunque quizá hubiera bastado con decirle «ya estoy aquí, mi amor, he terminado la puta mili y vengo a buscarte como te prometí». Pero no lo hice, no hubiera podido soportar oír de sus labios que lo sentía, pero que nunca me amó lo suficiente como para esperarme durante tanto tiempo. «¿Por qué crees que nunca contesté tus cartas?», la imaginé diciéndome, y ya no quise imaginar nada más. Poco a poco, aquella impertinente vocecita dejó de animarme a intentarlo y empezó a reprocharme no haber ido a buscarla mucho antes. «Debimos escapar juntos», me dije. Podíamos haber huido por la frontera hacia Francia, como hacían los “rojos” durante la guerra, como siguieron haciendo en los primeros años de la posguerra. Ellos lo hacían para escapar de las garras del franquismo, para salvar su vida; nosotros debimos hacerlo para salvar nuestro amor, una de las pocas cosas por las que vale la pena arriesgarlo todo.
Salí del bar cuando ya había anochecido y, tras mirar por última vez hacia la esquina por la que poco antes había desaparecido María, empecé a andar sin rumbo fijo, pero sabiendo que lo hacía en dirección contraria a la suya. Durante un buen rato caminé sin detenerme, arrastrando los pies con desgana, diciéndome que debía continuar, sin saber hacia dónde ir, repitiéndome a cada instante que debía olvidarla. Pero mi corazón no podía y mi cuerpo se negaba siquiera a intentarlo. Doblé aquella esquina y me detuve en una calle que no conocía de una ciudad del todo desconocida para mí. Entonces recordé que no había comido en todo el día, que no tenía dónde dormir. No había previsto el momento después, como si el resto de mi vida se limitara al instante de volver a encontrarnos, como si nada más importara. Estaba parado delante de un restaurante, un hostal quizá, pero no tenía hambre y sabía que aquella noche tampoco podría dormir.
Seguí caminando hacia ninguna parte, sin saber a dónde quería llegar. Pero cualquier cosa era mejor que detenerme. Porque a cada paso que daba me alejaba un poco más de aquellas calles que ahora no sabría ubicar en la ciudad, pero que aún permanecen gravadas a fuego en el mapa de mis recuerdos, de mis peores recuerdos. Seguí vagando durante un buen rato, deambulando como alma en pena, andando sin rumbo, pero sabiendo que allí donde fuera me seguiría la imagen de María de la mano de su prometido. No recuerdo cuánto tiempo estuve caminando sin una dirección determinada, errático, arrastrando mi desolación mientras el alma se me desangraba sobre el asfalto. Pero, por algún capricho del destino —o porque doblé la esquina tomando una de esas direcciones que puede cambiarlo todo en un instante—, acabé en aquella calle de casas extrañas, unas casas con las fachadas pintadas de colores chillones. Enseguida supe dónde estaba. Podía haberme dado la vuelta, haber girado sobre mis pasos alejándome de aquel lugar, pero no lo hice. Seguí avanzando, mirando hacia las puertas de aquellas casas, decidido a no entrar en ninguna sabiendo que podía hacerlo. Llegué al final de la calle. Pude seguir, olvidarme que había pasado por allí, mas no lo hice. Me detuve delante de la última casa, frente a la última puerta. Aún estaba a tiempo