Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez
sin luchar. Quizá fue por miedo a ser rechazado; quizá porque la cobardía acepta excusas que el valor nunca aceptaría.
—Andrea...
—¿Sí?
—Me tengo que marchar.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por ser diferente.
Nos levantamos de la cama donde estábamos sentados y nos quedamos parados frente a frente, mirándonos en silencio. Aquella había sido una velada extraña, un encuentro fugaz entre dos extraños que habían compartido cama, ella por dinero y yo por desesperación. Pero ella se negaba a aceptar mi dinero y yo no encontraba la forma de despedirme. Andrea se acostaba con hombres por unas pocas monedas; yo hubiera pagado el doble de “su precio” por mucho menos de lo que encontré entre sus brazos. Incluso por aquel abrazo junto a la chimenea habría pagado lo que no tenía. Afortunadamente, la vida es imprevisible, siempre capaz de sorprendernos, de regalarnos lo inesperado incluso allí donde no parece haber lugar para la sorpresa. Pero, con demasiada frecuencia, tendemos a juzgar a las personas, les negamos la oportunidad de mostrarnos lo que guardan tras la etiqueta que les colgó la vida... o quizás ellos mismos.
Andrea y yo nos abrazamos. Aquel último abrazo aportó algo de calor a nuestros corazones solitarios, fue el refugio momentáneo de dos almas a la deriva. Yo le dije “adiós” sin dejar de abrazarla; ella me preguntó si quería “hacerlo otra vez”. «Ya no lo necesito», le contesté, y entonces ella me dijo “adiós” sin dejar de abrazarme. Nos quedamos un instante en silencio sin saber cómo terminar aquella historia de apenas una hora, sin decidirnos a ponerle fin, sin saber qué final ponerle. Pero se había cumplido nuestro tiempo, era la hora de volver a retomar nuestras vidas justo donde las habíamos dejado en el instante previo a vernos junto a la chimenea. Ella sabía muy bien hacia dónde iba; yo solo sabía con quién no haría el camino.
Andrea y yo nos deseamos suerte con dos besos en las comisuras de los labios. Quizá porque dudamos si besarnos en la cara o en la boca; quizá porque no sabíamos si nos despedíamos como amantes o como amigos. Quizá fue porque lo vivido en la habitación de aquel antro había sido algo más que sexo, mucho más que un polvo entre un hombre desesperado y una mujer que no esperaba encontrarse en aquel cuartucho con alguien necesitado de algo diferente a lo que todos querían de ella. Solo de una cosa estábamos seguros los dos: aquello era una despedida... para siempre. La vida le habrá sonreído, estoy seguro. Me niego a pensar que pueda seguir siendo tan injusta con alguien tan especial. Andrea y yo no hemos vuelto a vernos y quizá nunca volvamos a coincidir. Solo fue una hora, quizá menos, lo suficiente para desnudarnos por fuera y por dentro, sin pudor, sin preguntarnos qué pensaría el otro. Andrea y yo apenas coincidimos el tiempo suficiente para no olvidarnos nunca. Ella me regaló unas caricias por las que todos pagaban, unos besos que a todos negaba. A cambio, yo le regalé los besos guardados para otra, las caricias que solo podían ser para María y acabaron siendo para ella, solo para ella, al principio sin pretenderlo y luego porque así lo deseaba, porque el desprecio que le tenía reservado se volvió ternura, se diluyó en aquella timidez asomada a sus ojos. La mujer que muchos “conocieron” en aquel paréntesis en su vida —una total desconocida para todos ellos, a pesar de compartir con ella algo tan hermoso como el sexo— me ayudó a despedirme de María, a decirle adiós sin rencor. Encontré en Andrea algo que no buscaba, mucho más de lo que hubiera cabido esperar en cualquiera de las casas de aquella calle sin placa con su nombre, repudiada de día por todos pero a la que acudían con frecuencia por las noches, incluso señores “respetables”, varones de buena familia y nombre inmaculado. A menudo tendemos a prejuzgar a los demás.
Lo hacemos sin preguntarnos siquiera las razones que les empujaron a comportarse como lo hacen. Pero, aquella noche, en aquel cuartucho de mala muerte, la vida me dio una valiosa lección: jamás juzguemos a nadie. Incluso antes de formarnos una opinión sobre alguien deberíamos conocer sus circunstancias y, más importante aún, deberíamos conocerle por dentro.
Salí de la habitación sin mirar atrás y, sin volver la vista, crucé el salón en dirección a la puerta. Abandoné la casa y enseguida me sumergí en la noche. Caminé decidido hacia el final de la calle, sintiendo la fría brisa en mi cara, con la vista al frente, deseando que Andrea me hubiera seguido hasta la salida, sin atreverme a mirar atrás, sin saber cómo reaccionaría si, al girarme, la encontraba asomada a la puerta. Han pasado muchos años pero ahora, mientras desando el camino recorrido para llenar estas noches frías y eternas, no puedo pasar por aquella noche sin detenerme, sin pensar en ella, sin quererla un poco, con la misma ternura de aquella vez, nuestra única vez. Pienso en Andrea y siento que estoy en deuda con ella por regalarme una pizca de ternura, por escucharme, por hacerme dudar, por ayudarme a entender que las cosas no siempre son lo que parecen, por desnudarse por dentro en aquel cuartucho donde todos pagaban por desnudar su cuerpo, donde a nadie le importaba lo que sentía, por olvidarse durante un rato de dónde estaba, por saltarse las “reglas”, por olvidarse de actuar, por permitirse ser mujer conmigo, por descubrirme su intimidad, una intimidad inaccesible para todos aunque a todos les abriera sus piernas, por abrirme su corazón y por mostrarme a la persona que a nadie interesaba, una persona muy especial.
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Unos meses antes, cuando Andrea tomó la difícil decisión de prostituirse para comprar el billete hacia su nueva vida, no podía siquiera imaginar lo duro que le resultaría ejercer de “puta”, ni lo largos que se le harían aquellos meses. Pero tampoco hubiera imaginado la brevedad de su calvario. Aquella misma noche, mientras Andrea y Alejandro se despedían hasta nunca —aunque a veces nunca puede ser mañana y mañana no llegar nunca—, a muy pocos kilómetros de allí, alguien descolgó el teléfono para hacer una de las llamadas más difíciles de su vida. Porque se sentía en la obligación moral de decirle la verdad a su amigo, pero sabía que no podía hacerlo. «A los amigos nunca se les miente», pensaba mientras hacía girar el disco dactilar del teléfono. «A los amigos hay que protegerlos, evitar que sufran siempre que sea posible, aunque para ello tengamos que mentirles», se dijo cuando aún no había terminado de marcar el último número.
—¿La has encontrado? —le preguntó su amigo con una mezcla de preocupación y esperanza en la voz.
—Sí, está aquí. No, no te preocupes. Tranquilo, estará bien. De acuerdo, yo se lo haré llegar. Sí, lo sé, no tiene que sospechar nada. Sabes que puedes contar conmigo. No me debes nada, para eso estamos los amigos.
Pero su amigo desde la infancia nunca sabría la verdad porque, en el último instante, él inventó una mentira analgésica, porque había decidido mentirle para ahorrarle sufrimiento. Al otro lado del hilo telefónico un padre suspiró aliviado tras meses buscando a su hija sin saber dónde ni cómo estaba. Y gracias a la ayuda de un amigo acababa de saber que estaba bien. «¡Gracias! ¡Muchas gracias!», le repetía visiblemente emocionado. Lo que no podía sospechar era que su amigo la había encontrado por casualidad, que estaba a punto de hacerle una proposición indecente cuando la reconoció, cuando se dio cuenta de que estaba ante la chica de aquella foto que, meses antes, había recibido por carta tras la llamada de un padre desesperado, uno de los pocos amigos de su infancia que aún conservaba. «Ayúdanos a encontrarla, por favor. Quizás esté ahí, sabemos que cogió un autobús con destino a Valladolid», le había dicho por teléfono. Ahora que la había encontrado, lo que menos necesitaba saber su amigo era la verdad sobre su hija. Ya estaba pagando con creces su error, no merecía sufrir más. Además, como padre, él hubiera preferido cualquier mentira antes que conocer aquella dolorosa verdad. Luego, apenas colgó el auricular, pensó en su hija. Había sido un año difícil para todos, pero al final todo era como debía ser. Su pequeña estaba prometida y en breve se casaría con un miembro de la Benemérita, un guardia civil como su padre. Y, más que como a un yerno, a él lo trataría como a un hijo, como al hijo que nunca tendría.
Aquel hombre parecía un cliente más, otro más. A los ojos de Andrea aparentaba la edad de su padre, pero eso no le hacía diferente a otros muchos de los que acudían a aquel antro para demandar sus servicios. Aquel podía haber sido otro cliente cualquiera, pero acabó siendo distinto a todos y el último en entrar