Las golondrinas nunca regresan en otoño. Paco Sánchez

Las golondrinas nunca regresan en otoño - Paco Sánchez


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culpas. Andrea escapó una fría y lluviosa mañana de otoño, cuando apenas empezaba a sentir que, físicamente, ya se había recuperado del aborto. Mentalmente sabía que le costaría mucho más. Apenas llevaba dinero para comprar un bocadillo y el billete de aquel autobús que la conduciría a un destino incierto a pesar de saber muy bien adónde se dirigía. Andrea se giró para mirar su casa una vez más, quizá la última. Poco después, con la cara apoyada en aquel cristal que la separaba definitivamente de su pasado, observó las casas de su ciudad cada vez más pequeñas, más lejanas. Vio los árboles desfilar al otro lado de la ventanilla, las hojas caer en pequeños círculos, despacio... Su mundo, sin embargo, se había desplomado súbitamente y todo cuanto conocía se quedaba atrás... para siempre. Andrea sintió un nudo en la garganta y unas ganas incontrolables de llorar. «Tienes que ser fuerte», se dijo, y luego tragó saliva, una saliva amarga como la hiel. «Tienes que ser fuerte, Andrea —se repitió—. Porque no hay marcha atrás». Luego se acomodó en su asiento y fijó la vista al frente. Empezaba una nueva vida y lo hacía ligera de equipaje: apenas llevaba una maleta medio vacía, los recuerdos de toda una vida y aquella tristeza que parecía dispuesta a quedarse para siempre en su alma.

      Andrea se giró hacia la ventanilla y vio su rostro reflejado en el cristal, las lágrimas resbalando por sus mejillas... «Esta es la última vez que lloras», le dijo a la imagen que le devolvía aquel espejo sucio y mojado por la lluvia. Pero Andrea no tardaría en descubrir que las lágrimas reprimidas son las más dolorosas y que, de tanto esconderlas en nuestro interior, nos acaban oxidando el alma. Suspiró profundamente. Luego se pasó la lengua por los labios resecos lamiendo las yagas de sus comisuras, sintiendo el sabor salado de sus últimas lágrimas, las únicas que derramaría en mucho tiempo. Andrea miró atrás por última vez. A partir de entonces solo miraría al frente, solo caminaría hacia delante, venciendo sus miedos, dejando atrás el pasado, arrastrando las cadenas de aquella soledad que parecía anclada en su alma, pero siempre con la cabeza alta, mirando por encima de cada adversidad, superando obstáculos, levantándose tras cada caída, haciéndose más fuerte a cada golpe recibido, curando sus heridas, sin volver la vista atrás, sin perder de vista su sueño. Andrea tuvo que hacer acopio de toda su valentía para renunciar a una vida de comodidades. Aun así no pudo evitar preguntarse si aquella huida no era más que un acto de cobardía porque no estaba segura de poder encontrar el valor suficiente para enfrentarse a la vida que le esperaba si se hubiera quedado, una vida que haría felices a otros, pero nunca a ella. Andrea escogió el camino más difícil, pero sería su propio camino. Y se marchó sin despedirse, sin un adiós con lágrimas, sin un beso, sin dar explicaciones. Quizá porque nadie quería oírlas; quizá porque ya estaba todo dicho. Andrea se marchó con la vista fija en su sueño, sin importarle tropezar, como el niño que corre pensando solo en alcanzar la cuerda de su cometa. Escapó de un futuro acomodado, de la vida que habían diseñado para ella, una vida que no quería. Y lo hizo sin despedirse, salvo por una nota para decirles a sus padres que no la buscaran, que se iba para no volver. Andrea partió sin apenas equipaje, sin tiempo de coger nada más que lo imprescindible, lastrada por las heridas que le partían el alma en mil pedazos, sin saber cómo deshacerse de todos los reproches que seguían resonando en su conciencia, dudando por momentos, sintiéndose culpable aun a sabiendas de ser inocente. Pero, tras cada momento de duda, Andrea se reafirmaba en su propósito: viviría su vida, a su manera, y sería feliz, lo merecía.

      Dos interminables horas y algunos minutos más tarde el autobús se puso en marcha de nuevo, pero esta vez sin la pasajera de la maleta medio vacía y el corazón lleno de miedo. A Andrea le esperaba el trance más difícil de su existencia hasta entonces y posiblemente del resto de sus días. Pero aquel era el precio de su libertad, lo asumía, aunque primero debería someterse a una esclavitud sin cadenas ni grilletes. Andrea se dijo que podría soportarlo, que solo sería una temporada, apenas el tiempo imprescindible para reunir el dinero necesario, un dinero que le permitiría empezar de cero lejos de allí, lejos de todo lo conocido hasta entonces. Pero, ¿cómo se mide el tiempo? Porque a veces vuela, se nos escapa como agua entre los dedos y, otras veces, sin embargo, se ralentiza poniendo a prueba nuestra paciencia y nuestra capacidad para resistir frente a las adversidades.

      Andrea tenía una ciudad marcada en el mapa de su futuro: Barcelona. Allí nadie la conocía, nadie la juzgaría, nadie la acusaría de ser la vergüenza de nadie. Miró a su alrededor, fugazmente; no quería ver la plaza donde acababa de bajarse del autobús. Mejor no ver nada, mejor no grabar en su memoria imágenes que debería olvidar en breve. Instantes después cogió la maleta, se dio media vuelta y salió de la plaza con la vista fija en el asfalto y la autoestima un poco más abajo. «Esto será temporal», se dijo, intentando infundirse valor. «Solo tienes que pensar en otra cosa», le dijeron. «Y fingir. Ellos siempre creen lo que una quiere que crean». Andrea siguió acercándose a su destino inmediato, arrastrando los pies, cargando con aquella maleta que cada vez le pesaba más. O quizás era el miedo lo que apenas le permitía caminar. «Puedo hacerlo..., puedo hacerlo..., puedo hacerlo...», se repetía. No tuvo problemas para llegar. Le habían explicado muy bien el camino desde la plaza hasta la que sería su casa a partir de entonces. Y la casa era exactamente como se la habían descrito, aunque no tardaría en darse cuenta de que nada más era como le habían contado. Pero Andrea quería vivir su vida, solo suya, sin un patrón establecido, y estaba dispuesta a todo por conseguirlo aunque le doliera hasta no poder soportarlo.

      —¿Qué es lo que buscas? —le pregunté.

      —Poder ser yo misma sin que nadie me condicione.

      —No parece demasiado...

      —Tú lo has dicho: no parece. Pero algunas ni eso tenemos, aunque parezca que nos lo dan todo.

      Encendimos otro cigarrillo y permanecimos un instante en silencio. Luego, mientras fumábamos, le hablé de María. Le conté cómo nos conocimos, cómo nos veíamos a escondidas, le hablé de aquellas noches bajo las estrellas, de nuestras citas en el arroyo... y del vacío que me dejó su ausencia, de las cartas sin respuesta, de aquel “oportuno” telegrama..., y le conté que, apenas unas horas antes, había visto a María de la mano de aquel hombre. Andrea me miraba en silencio mientras le hablada.

      —Me siento despechado —le dije.

      —¿Te has preguntado cómo se sentirá ella?

      —¿Ella? ¿Quieres saber si me he preguntado cómo se sentirá ella?

      —Sí, quiero saberlo. ¿Te lo has preguntado?

      —Ella estará tan feliz.

      —¿Tan feliz como cuando estaba contigo?

      No supe qué responder, pero su pregunta me hizo dudar.

      —Si te amaba como dices habrá sufrido tanto como tú —siguió diciendo Andrea.

      —A lo mejor no me amaba como yo creía.

      Andrea esbozó una leve sonrisa no exenta de tristeza.

      —¿Te has preguntado por qué estará con ese hombre?

      —Para esa pregunta solo cabe una respuesta.

      —¿Estás seguro?

      De nuevo no supe qué contestar. Me limité a darle una profunda calada al pitillo. Instantes después, mientras expulsaba el humo lentamente, empecé a plantearme otra posibilidad. Quizá María se quedó esperando mis cartas que nunca llegaron. Quizás ella creyó que yo nunca... ¿Y si fue por despecho hacia mí que acabó arrojándose a los brazos de otro? A quién pretendía engañar... Además, aunque así fuera... María estaba prometida y se casaría en breve. Esa era la realidad, nada podía cambiarla.

      —Aún estás a tiempo, Alejandro —dijo Andrea poniendo su mano sobre la mía.

      —Te equivocas. Es demasiado tarde.

      —Nunca es tarde para volver a empezar.

      Por un instante me imaginé corriendo a buscarla, diciéndole que la seguía amando, que le había escrito cada día, que aún estábamos a tiempo. De pronto estaba fantaseando pero, incluso en aquella ensoñación, María


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