KOS, grabado en las piedras. Francisco Arnau
Mallorca, España, 12 de febrero de 2022
Rigel se acercó al cuerpo inerte de aquel anciano con la vaga esperanza de que estuviera dormido, pero todo parecía indicar que aquello era algo más serio. No respondía en modo alguno a sus desesperados intentos por tratar de levantarlo. Lo que sí comprobó es que no estaba muerto, su pulso, aunque débil, se palpaba con dificultad.
Debía actuar rápido. Tenía que intentar salvar a aquel hombre, había mucho en juego y, además, le había despertado mucha simpatía. ¿Cómo habría ayudado a su padre, cómo huyeron juntos de aquel horror de Mauthausen? Cientos de respuestas se hallaban en el cerebro de aquel hombre. No había tiempo que perder. Desde su mismo móvil llamó al teléfono de emergencias 112. Ya se le ocurriría algo para justificar su estancia en la casa de Acrux Deneb, pero lo que urgía ahora era salvarle de lo que parecía un estado cercano a la muerte.
Tardó algo más de diez minutos en llegar el equipo médico de urgencia. Un conductor de ambulancia, un joven doctor y una enfermera cincuentona que le dio rápidamente un formulario a Rigel para que rellenara pensando que era un familiar o conocido de aquel hombre.
Rigel decidió no dar más explicaciones de las necesarias y les contó que era un familiar lejano. Adujo que lo había encontrado en ese estado hacía una media hora, cuando alarmado por su ausencia, decidió forzar la puerta encontrándole allí tendido. Los acompañó al hospital y llamó a un médico conocido suyo, que trabajaba en el mismo centro, para que pudiera interceder por él, en el caso que aquel viejo remontara de aquél crítico estado en el que se hallaba y las cosas se pusieran feas.
Aquel conocido era un doctor con el que había compartido unas estivales vacaciones la única vez que Rigel se había prestado a viajar en grupo organizado, hacía ya unos años, por los fiordos noruegos. Era el momento de aprovechar su breve amistad para agotar las pocas posibilidades que le quedaran para hablar con aquel anciano o, al menos, para intentar explorar los avances de su sistema sobre lo que parecía un cerebro quizá aún aprovechable para el estudio de los recuerdos.
23
Valencia, 9 de mayo de 1324
—Verás Diego. Iremos al grano. Te consideramos un hombre recto y honesto y necesitamos algo de ti. Sabemos que eres el tutor de tu sobrina, en la ausencia obligada de tu hermano. Tu sabido don de gentes y tu independencia de la iglesia puede sernos de gran utilidad. Te podemos ayudar si tú nos ayudas a nosotros. Así ganamos todos —dijo abiertamente Luis Ferrer sin tapujos
.
—Le agradezco su franqueza. —contestó Diego con sinceridad.
—Desgraciadamente no te puedo contar con detalle lo que necesitamos de ti sin tener la certeza que aceptarás. Pero sí puedo revelar la deuda que tendrías con nosotros o, por decirlo de otra forma, lo que estamos dispuestos a darte a cambio. —adujo don Luis Ferrer.
Diego asintió mostrando cierta extrañeza en su gesto.
—Conocí bien a tu hermano Guzmán y se bien que la celda en la que se halla no es el sitio en el que debería estar. Sacarlo de una forma legal no es posible, pero sí podemos interceder a través del adecuado vínculo cardenalicio que tenemos, y a través de una bula de vigilia retirarlo de madrugada y llevarlo a un monasterio, o a la cercana iglesia de San Juan del Hospital, donde lo podremos tener a buen recaudo hasta que pase un tiempo prudencial. Todos nosotros correremos un cierto riesgo de ser descubiertos, pero lo asumiremos si estás dispuesto a ayudarnos. Allí podrías llevar a tu sobrina, para reencontrarse con su padre. —dijo Luis.
—Antes de que continúe, ha de saber que mi hermano perdió un poco la cordura con el trauma que vivió. Para él su hija Isabel también murió en el cruel incendio al que sometieron la aldea. Y, además, creo que conociéndole será imposible mantenerlo en un convento. Pero prosiga, mi hermano sin duda merece mejor suerte, pero no termino de entender en qué les puedo ayudar.
—Lo del convento sería solo una corta temporada. En poco tiempo podría ayudarnos en la construcción de la catedral. Allí su fortaleza y conocimientos en cantería nos vendrán de perlas. Estamos cerrando el transepto7 de la Catedral y la generación de una nueva puerta necesitará de los mejores picapedreros de la zona. Su hermano conoce el oficio y sería de gran ayuda. Sinceramente creo que será una salida adecuada para restaurar el buen nombre de los Losada.
—Y bien, ¿qué quieren de mí?, suponiendo que mi hermano sentara la cabeza de una forma razonable.
—Verás, dinero y poder parecen ser malos amigos de la honestidad y la decencia. Nuestra iglesia cristiana ha creado numerosas órdenes con el fin de defender las causas más nobles y honradas, pero siempre, una tras otra, han ido degenerando a medida que conseguían los medios necesarios para cumplir sus fines, pues los medios suponían poder, y el poder llevaba inequívocamente a la tentación y, en definitiva, a la corrupción de la idea con la que aquéllas nacían. El último caso ya lo puedes ver en el Temple, recién desaparecida con todo el poder que amasó. Nosotros no queremos repetir los mismos errores...
—¿Me está diciendo que han fundado una orden religiosa?... Yo no soy hombre de culto.
—No. Le estoy diciendo precisamente lo contrario. Tenemos algo de mucho valor que no queremos poner en manos de los habituales custodios, no solo porque hayan demostrado sobradamente su ineptitud para su amparo, sino porque el valor de nuestro bien no es algo que se cuente ni con dinero ni con diamantes. Precisamente quien nos hizo depositarios de su custodia nos alentó para ser muy cautelosos en la búsqueda de las personas que debían protegerlo. No quieren cruzados ni templarios, quieren hombres honestos que no se dejen comprar como mercenarios. Su carácter laico es una cualidad buscada, no una casualidad.
—¿Y de qué objeto estamos hablando que requiera de tanto secreto?
—Eso es lo que no puedo decirle sin tener el compromiso de que mantendrá dicho secreto con su vida. Este es un camino sin retorno. Si decide tomarlo, no hay marcha atrás. ¿entiende lo que le digo?
24
Valencia, marzo de 2022
Venus había aprendido a saber estar sola en las situaciones más particulares. Incluso en las más extremas, había demostrado su independencia, manteniendo tranquilidad y una asombrosa serenidad, como cuando protagonizaron el rescate de un compañero en la cima del K28. Una experiencia que se había grabado a fuego en su memoria y que le había forjado un carácter a prueba de incendios. Pese a su juventud, su determinación había salvado la vida de un montañero amigo gracias a la templanza en su actuación, y al gobierno de unos nervios que le habían enseñado a no precipitarse en los momentos más críticos. Bien aprendió que en los instantes clave, las decisiones oportunas desnivelan la balanza de la vida hacia el lado correcto.
De bien joven acostumbraba a viajar sola en su bicicleta a destinos extravagantes y alternaba sus aventuras de escalada con vuelos en parapente. Pero aquella aventura era demasiado. Había caído al fondo de la sima de la gruta de los olvidos y, aunque había recobrado el conocimiento, no sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. Además, su rodilla izquierda se había lastimado seriamente, lo que la obligaba andar con mucha dificultad.
Tratar de ascender de nuevo por la gruta, era un imposible en su condición, además de que apenas entraba un rayo de luz. Ninguno de sus gritos había producido la más mínima reacción, salvo el de un lejano eco que le hacía comprender que nadie la rescataría de aquel pozo del olvido, por lo que se preparó mentalmente para acabar sus días en aquel profundo agujero. Ella no lo sabía, pero había pasado treinta y seis horas dormida, inconsciente, muy débil y por supuesto, totalmente desorientada. Tras las primeras horas de desesperación, decidió acomodarse en un hueco en el que pudiera dormirse de nuevo para intentar minimizar su ritmo metabólico e intentó caer en el sueño final...
Acomodó su oreja sobre la única piedra en forma de rulo que logró encontrar y cerró sus ojos con la intención