KOS, grabado en las piedras. Francisco Arnau
Valencia, febrero de 2022
Con su flamante tableta electrónica, Venus podía conectarse a su ordenador desde cualquier lugar y comprobar las evoluciones que aquellos complicados filtros software producían sobre esas extrañas imágenes que empezaban a obsesionar a su incesante mente. Con aquel sonido característico su tableta le informaba que algo pedía su atención desde aquel remoto equipo informático en su hogar, y no pudo evitar mirar con detalle aquel reclamo, pese a encontrarse en plena clase de 'grafismo e ilustración'.
El proceso de una de aquellas imágenes había concluido y las formas se adivinaban infinitamente más claras y diáfanas, por lo que sin duda se concluía que aquellas imágenes se habían forjado en la mente de un ser humano con casi total seguridad. El filtro con el que se habían procesado era el resultado de los estudios más avanzados en tecnologías de decodificación de señales biométricas. Pero Venus ni por asomo hubiera imaginado que efectivamente fuera ya una realidad el procesado de señales procedentes de la mente humana. La emoción le hizo abandonar el aula y saltarse aquella aburrida clase, y regresar a su casa para comprobar, in situ, los avances obtenidos. Con inquieta zozobra atravesó la ciudad, en su vieja bicicleta holandesa traída de su último viaje a Breda, sabiendo que algo muy especial se escondía dentro de aquel viejo portátil.
Algo no iba bien. Al llegar al portal de su casa, alzó la vista hacia su ventana y la cortina que diariamente pasaba en la ventana de aquel balcón, no estaba en su sitio. Era una sencilla costumbre que Venus adquirió como medida básica de alarma ya que unos años de soledad le habían hecho ser cautelosa y previsora. Subió con tiento y algo de miedo para comprobar que sus peores sospechas se iban a confirmar. Al abrirse la cancela del ascensor observó la puerta entreabierta de su vivienda, y el corazón le dio un vuelco. Entró con valentía, tratando de hacer ruidos que alertaran de su presencia a quien pudiera estar dentro, pero ya nadie se encontraba en el interior de aquel pequeño, pero funcional y bonito estudio.
Un rápido reconocimiento confirmó las sospechas que su instinto le advirtió al llegar al portal. Solo echó a faltar dos cosas, el sobre con aquellas misteriosas fotos y su pequeño portátil. Pero ¿quién diablos había sido? Quien fuera que hubiera estado allí hacía tan solo unos minutos, justo el tiempo que se tardaba en llegar desde su facultad, debía ser la misma persona que le había mandado las fotos…, pensó Venus. Pero ¿cómo podía ese alguien conocer con tanto detalle las inquietudes de una simple estudiante? ¿qué mente podía ser tan enrevesada como para meterla en aquel asunto, sin ni siquiera preguntar, para ahora sacarla de ese modo?
11
Mallorca, España, 11 de febrero de 2022
Rigel no pudo evitar preguntarle directamente a aquel viejo artesano lo que le inquietaba tremendamente. Pese a todo sabía que debía ser prudente y decir las palabras adecuadas pues la coincidencia de cinco letras tan solo podría no ser más que simplemente eso, una mera coincidencia. Se acercó al mostrador, y simplemente preguntó: ¿conoció usted a Douglas Bader? El semblante de aquel anciano pareció no inmutarse, pero sus manos dejaron caer dos minúsculos tornillos sobre la mesa de trabajo, repleta de infinitas piezas con las que completaba sus maquetas. Se giró hacia él y con cierto aturdimiento preguntó:
—¿Quién es usted?
Al oír esas palabras comprendió que aquel hombre sin duda sabía de quien estaba hablando, y de ninguna forma deseaba importunarlo con sospechas que pudieran inquietar a aquel viejo artista cuyo pasado podía ser dudoso. Así, rápidamente quiso tranquilizarle:
—Soy su hijo. Llevo buscando años a alguien que me pueda hablar de él.
Aquellas palabras produjeron estupor en el semblante de aquel viejo artesano. Sorprendido y ligeramente emocionado, con una expresión difícil de explicar, aquel hombre intentó levantarse a duras penas, guiándole hacia una estancia interior de aquella pequeña tienda de aeromodelismo.
—Pase aquí dentro, por favor— Le dijo con cierto gesto de afecto.
—¿Cuántos años tiene usted? — Le preguntó Acrux Deneb a Rigel mientras buscaba algo en una vieja estantería de aquella pequeña habitación. La inquietud de Rigel iba tornándose en emoción al tiempo que se desesperaba con la parsimonia con la que aquel anciano ejecutaba cada movimiento.
—¿Qué sabe usted de su padre, joven? — le preguntó mientras acercaba una vieja banqueta hacia un armario lleno de libros. Rigel se sinceró:
—Recuerdo muy vagamente su figura. Murió siendo yo un niño, y solo he podido leer la enorme lista de condecoraciones que consiguió en la guerra.
—¿Y cómo ha dado conmigo, si no es indiscreción?
Mientras aquel hombre bajaba una pequeña caja, escondida entre los libros de aquel armario, Rigel le explicó pormenorizadamente su viaje a Mauthausen, sus notas de aquel diario, y la casualidad del cuadro en la puerta de la tienda. Había indagado durante años en la figura de su padre, ese héroe de guerra tan distinguido que hasta había conseguido el honorífico galardón de Sir del imperio británico, y le confesó su sincera y noble intención de, simplemente, saber los detalles de la vida de un padre al que no había tenido la oportunidad de conocer.
Estas palabras, dejaron pensativo a Acrux, que meditó algún tiempo sus palabras, dejando entrever en sus ojos una manifiesta emoción.
—Verá hijo. No estoy muy orgulloso de mi pasado, ustedes no podrían entender lo que nos tocó hacer a gente como yo. Dudo que haya nadie en el mundo que viera morir a tanta gente como me tocó ver a mí... — y tras el lapso de un meditado segundo continuó con pesar — … ni que tuviera que matar a tanta. Para muchos fui un verdugo, pero para unos pocos fui su salvador. Decidir a quién debía ayudar era quizá demasiado para un simple cartero al que le volvían loco los aviones.
Rigel comprendió con rapidez que efectivamente aquel hombre era quien había firmado en aquel diario del campo de concentración. No quería interrumpir, aunque le asaltaban mil dudas.
—Entiendo —dijo con semblante de comprensión.
Con muestras de estar revolviendo en el baúl de los recuerdos más hirientes de su vida, aquel viejo continuó su soliloquio.
—Allí nadie conocía a su padre, joven, salvo este entusiasta del aire —dijo al mismo tiempo que hacía un claro gesto con el pulgar de su mano derecha.
—Reconocí esos emblemas del Spitfire, e inmediatamente supe quién era. En mi trabajo tenías que seleccionar muy bien... Ahora no se puede entender lo poco que vale una vida desde los cómodos asientos de una oficina de Berlín.
Rigel no sabía bien si aquel hombre trataba de justificar un pasado oscuro o, por el contrario, se estaba confesando ante alguien que había tocado una pieza un tanto vulnerable de su memoria. Mientras Acrux Deneb abría la caja, se sentaron en dos pequeños y viejos sillones de la trastienda, al tiempo que prosiguió:
—Como sabrá, su padre fue derribado, pero salvó la vida y llegó a aquel campo de muerte y exterminio. Yo debía hacer lo de siempre: marcado, etiquetado, asignación de barracón y con el tiempo, cuantos menos días mejor —dijo mirando al infinito—, certificar su muerte. Pero sus emblemas y aquella mirada desafiante enseguida me llamaron la atención. Poco me costó saber de los logros de aquel piloto sin piernas... Y decidí intentarlo.
—Intentar, ¿El qué? —escrutó Rigel.
—Huir con él de aquel infierno —dijo mirándole a los ojos fijamente, pero sin verlo, como si estuviera reviviendo uno de los momentos claves de su vida.
12
Valencia, 9 de mayo de 1324
—Pase, don Diego —dijo aquel hombre recibiéndole cordialmente. —Supongo que se habrá extrañado que le hiciera venir, pero tenemos un asunto delicado que necesitamos sea gestionado