305 Elizabeth Street. Iván Canet Moreno
un par de latas Schaefer; me entregó una de ellas y luego se sentó en una de las sillas que rodeaban aquella pobre mesa coja. Sasha se había sentado a mi lado en el sofá. Lo cierto es que a mí no me apetecía nada tomarme una cerveza en aquel momento, pero después de lo amables que estaban siendo conmigo, me pareció un tanto maleducado rechazarla, así que la abrí y le pegué un trago. Estaba caliente.
—Bueno, ¿y quién eres tú? —preguntó él mientras abría la suya.
—Robert —respondí.
—Eso ya nos lo has dicho. Queremos saber quién eres, no tu nombre. Eres nuevo en la ciudad, ¿verdad? —Asentí—. ¿Y qué has venido a hacer aquí? ¿De dónde vienes? ¿Cuántos años tienes? ¿Qué es lo que buscas?
—¡Ya, Guido! ¡Ya! ¡Por el amor de Dios, lo estás aturdiendo! —lo reprendió Sasha—. ¡Me estás aturdiendo incluso a mí! —Guido se rio y se disculpó.
—Soy de Lanesborough.
—¿Lanesqué? —preguntó extrañado Guido.
—Lanesborough —repetí.
—Lanesborough, Mississippi. Ahí es donde Robert Johnson le vendió su alma al diablo, ¿no es cierto?
—No, no… Lanesborough, Massachusetts. Es un pequeño pueblo que está cerca de la frontera con el estado de Nueva York. Tengo veintidós años y he venido porque quiero convertirme en escritor.
—¿Escritor? ¡Eso es genial! ¡Un artista en el grupo! —exclamó Sasha.
—¡Eh! ¡Que yo también soy un artista! —se quejó burlonamente Guido.
—Cariño, a lo que tú haces no se le puede llamar arte…
—Te podría enseñar una agenda repleta de clientes que estarían dispuestos a rebatir esa afirmación de inmediato. —Se rio—. En cuanto a la ropa, Robert, no tengas ningún reparo a la hora de utilizar toda la que necesites. No tienes ni que pedirme permiso: entras en mi habitación —señaló con el pulgar la puerta que había detrás de él— y coges lo que más te guste; cuando se ensucie: al montón de la lavandería.
—Gracias, pero intentaré comprarme algo lo antes posible…
—Sin agobios. Si necesitas algo, sólo tienes que decirlo.
—¿Por qué… hacéis esto por mí? —pregunté.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sasha.
—Me recoges del parque y me ofreces quedarme en tu casa a pasar la noche. Dejas que me duche y tú, Guido, me prestas tu ropa y ahora me dices que si necesito algo sólo tengo que pedirlo… No lo sé, no lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes? —Guido depositó la lata de cerveza encima de la mesa y se inclinó hacia delante.
—Porque os comportáis así conmigo, tan amables…
—¿Qué hubieras preferido: que te hubiera dejado allí tirado, que no hubiera hecho nada por ayudarte? No, no... Este mundo ya es suficientemente difícil como para no ayudarnos entre nosotros. ¿Sabes lo que nos está pasando? Nos estamos convirtiendo en gente sin corazón, sin sentimientos. ¡El egoísmo está pudriendo este país!
—¡Amén, hermana! —Se burló Guido levantando los brazos al aire.
—Pero nosotros no somos como la mayoría, no; nosotros somos una familia. ¡Y tú ya formas parte de ella, cariño, así que ve acostumbrándote!
—¿De vuestra familia? —pregunté extrañado.
—¡Claro! ¡La familia de las almas libres e inconformistas! Se ve a la legua que tú quieres pertenecer a ella. ¡Lo estás pidiendo a gritos! ¡Miembro honorario! Te daremos en los próximos días una insignia para tu chaqueta y el gorrito reglamentario.
—También se nos conoce como la familia Addams. —Se rio Guido.
—Y como buena familia americana que somos…
—Conservadora, republicana y tradicional —apuntó Guido irónicamente.
—… contamos con un acaudalado benefactor que nos ayuda a sufragar los gastos tontos del día a día.
—Como el pan, la carne, las revistas porno y las medias de rejilla.
—¿Eres rico? —le pregunté extrañado a Guido.
—Se gana bien la vida —contestó Sasha.
—Tú has venido a Nueva York a ser escritor, ¿no? —me preguntó él; yo asentí—. Pues déjame decirte, Robert, que los escritores no suelen hacerse ricos. Si quieres ganar dinero, tienes que buscarlo. ¿Y sabes dónde se esconde el dinero?
—¿Dónde? —pregunté intrigado.
—El dinero se esconde… en las carteras de los hombres aburridos.
24
Guido era prostituto: de los mejores de la ciudad. Se acostaba con hombres por dinero y disfrutaba haciéndolo; ¿qué había de malo en ello? Conocía a la perfección buena parte de los hoteles de Manhattan y sus servicios habían sido requeridos por conocidos políticos del Capitolio, que regresaban a casa durante el fin de semana para estar con sus esposas e hijos; mandatarios internacionales, que acudían a las Naciones Unidas y aprovechaban la oportunidad para conocer los atractivos de la ciudad; banqueros al cierre de la jornada, jugadores de béisbol y de baloncesto, que deseaban un poco de acción fuera de la cancha; artistas que buscaban inspiración…
—¿Por qué lo haces? —quise saber.
—¿Por qué escribes tú? —me preguntó él.
—Porque me gusta —respondí. Contarle aquella historia de la biblioteca de Pittsfield, Vicky, los beats, En la carretera, la señora Strauss, el rescate de los libros… que finalmente habían acabado calcinados en aquella papelera del Washington Square Park, no me pareció oportuno. Tampoco tenía muchas ganas de recordar.
—¡Exacto! A ti te gusta escribir al igual que a mí me gusta chupar…
—¡Guido, por Dios! ¡Sólo es un crío! —le interrumpió Sasha.
—¿Un crío? ¡Pero si apenas tiene cinco años menos que yo! ¿Sabes qué estaba haciendo yo cuando cumplí los veintidós años? Estaba en el Plaza con… bueno, eso no importa ahora. Lo que quiero decir es que yo a su edad ya tenía una reputación, una cartera de clientes asiduos y una tarifa estándar con suplementos especiales. Además, ¿qué hay de malo en chupar pollas?
—¡Guido! —se quejó de nuevo Sasha.
—¡Chupar pollas! ¡Chupar pollas! ¡Chupar pollas! ¡Vamos todos!
Guido se levantó de la silla y empezó a marchar dando vueltas por todo el salón como si fuera una majorette, lanzando su imaginario bastón metálico al aire y recogiéndolo al vuelo, haciéndolo girar mientras repetía una y otra vez su consigna. Al cabo de unos segundos, se sentó otra vez y siguió hablando.
—Como te iba diciendo, a ti te gusta escribir al igual que a mí me gusta chupar… ¿puedo decirlo ya, mamá? —Sasha lo miró con el ceño fruncido—. Los dos disfrutamos con lo que hacemos, pero sospecho que yo gano más dinero que tú. —Sonrió.
—¿Podemos volver a ser personas respetables, por favor? —pidió Sasha.
—Personas respetables… ¿Cuándo hemos sido personas respetables, Sasha? ¿Cuándo? ¡Si tú eres una drag queen cuarentona que se pasa la noche calentando a un puñado de perras en celo! ¡Dime qué tiene eso de respetable!
—Mi trabajo, cariño —remarcó la palabra trabajo—, es del todo respetable. Yo soy una señorita…
—Una señora entrada en años y carnes, querrás decir —le corrigió Guido.
Sasha