305 Elizabeth Street. Iván Canet Moreno

305 Elizabeth Street - Iván Canet Moreno


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a aguantar más y más peso.

      —¡Y tú eres un chulo que vende su culo por un puñado de dólares! ¡Santo cielo! ¡Mira lo que me has hecho decir!

      Guido se cayó de la silla preso de un repentino ataque de risa por ver a Sasha tan descontrolada y empezó a revolverse por el suelo. Sasha se levantó del sofá, se dirigió hacia la mesa y cogió una de las revistas con las páginas rasgadas y regresó a su sitio, abanicándose. Guido dejó de reír, pero no se molestó en levantarse y se quedó tumbado en el suelo.

      —Tú podrías ganarte la vida como yo. No tienes tan buen cuerpo como el mío —se levantó la camiseta y acarició sus abdominales—, pero ahora se lleva mucho tu estilo, el de joven flacucho e inocente.

      Yo no era un joven flacucho como me acababa de describir Guido, aunque a su lado bien podría dar la impresión de que sí. Yo en realidad me consideraba un chico normal: no muy bajo, pero tampoco muy alto, cerca del metro ochenta —«el estirón» me duró lo que el verano de 1971—. Llevaba mis cabellos negros cortos, no tanto como los suyos, pero tampoco era ningún desgreñado melenudo. Tanto Claire como Shirley —les hablaré de Shirley más adelante— siempre me dijeron que era guapo, aunque yo siempre sostuve que Brian era mucho más guapo que yo. Eso es algo que no ha cambiado con el paso de los años: pónganme al lado de cualquier hombre y les daré un mínimo de cinco razones por las que él es más guapo que yo. Bueno, no importa: somos feos pero tenemos la música.

      —Es que ésta es la temporada del raquitismo-chic. Todas las pasarelas lo están implantando en sus desfiles: París, Milán… ¡Fíjate en Laura! ¡No entiendo cómo Yves Saint Laurent no la ha llamado todavía para su colección de primavera-verano!

      —¡Sasha! —Guido la miró de forma cortante y ella se calló—. Volviendo a lo que nos preocupa —se dirigió a mí—, lo único que debes tener para poder triunfar en este mundo son tres cosas.

      —¿Qué cosas? —pregunté. Guido se puso de pie y se acercó a nosotros.

      —Simpatía, discreción… y una buena herramienta como ésta.

      Guido se agarró la entrepierna. Sasha se llevó las manos a la cara mientras negaba con la cabeza en señal de resignación. Yo me reí.

      25

      Guido me dio un abrazo y las buenas noches antes de marcharse a su habitación. Sasha recogió las tazas de café, el vaso de agua y la jarra, y me preguntó si quería que me trajera algo de la cocina, un vaso de leche caliente o unas galletas; luego insistió en que si me entraba hambre en mitad de la noche no dudara en levantarme y coger lo que quisiera: cereales, un sándwich, zumo de manzana… bueno, zumo de manzana no, porque se les había acabado. Le di las gracias y le dije que no se preocupara. Ella desapareció por el pasillo y regresó al cabo de unos minutos arrastrando una gran manta verde, que era incluso más grande que ella. El sofá, pese a lo desvencijado, era realmente cómodo. Coloqué los dos cojines encima de una de las sillas y me recosté apoyando la cabeza sobre uno de los reposabrazos.

      —¿Seguro que no quieres nada? Creo que aún queda en la cocina un trozo del pastel de compota de melocotón que trajo Macy el lunes… —me ofreció antes de lanzarme la manta por encima y cubrirme por completo.

      —Estoy bien, Sasha. Gracias —respondí—. No sé cómo voy a poder…

      —¡Ni una palabra más! Esta noche, ya está todo dicho. —Sonrió ella.

      —Pero…

      —¡Nada! Lo que tienes que hacer ahora es dormir. Ya verás como mañana, cuando hayas descansado, lo ves todo mucho mejor. ¡De color rosa! —bromeó estirándose el batín.

      Sasha se sentó por un momento en el sofá y me acarició la mejilla. Fue una sensación extraña, pero agradable.

      —Cuando yo llegué a esta ciudad, hace más años de los que me gusta admitir, sentí un miedo descomunal. Estaba realmente acojonada, y por favor no le digas a Guido que he utilizado esta expresión porque de lo contrario no me lo podré quitar de encima en días. —Sonrió—. Yo también soy de un pequeño pueblo como tú, ¿sabes?

      —¿Ah, sí? ¿De dónde?

      —Eso no importa ahora, cariño. Lo que importa es que tienes que ser fuerte. Verás, aquí todo es rápido, violento, efímero; todo brilla más de lo normal y todo es más oscuro de lo que parece. —Sasha se quedó en silencio unos instantes—. Seguro que te has fijado ya en esa mesa. Posiblemente tiene más años que tú. Sus antiguos dueños pensaron que ya no servía para nada porque una de las patas era ligeramente más corta que las demás y se tambaleaba en exceso; por ese motivo se deshicieron de ella. La encontré hace años en un contenedor en Rivington con Chrystie, aquí a dos pasos. ¿Sabes qué es lo que más me gusta de ella? Que es fuerte. Quizá se tambalea, sí, pero nunca se viene abajo. Además… aquí es real.

      —¿Es real? ¿Qué es real?

      —Yo soy real.

      La miré extrañado. Sasha se puso de pie.

      —En esta ciudad yo soy quien quiero ser. Y si tú te lo propones, joven escritor, serás quien quieras ser. Buenas noches, cariño. —Se inclinó, me dio un beso en la frente, apagó la luz del salón y se fue a su habitación.

      Me quedé mirando la tenue franja amarillenta que se proyectaba en el techo y que entraba por la ventana, proveniente de alguna de las farolas que todavía seguían despiertas. De vez en cuando el ruido de algún coche rompía el silencio que imperaba en el salón. Cerré los ojos e intenté dormir. La primera imagen que me vino a la mente fue aquella nevada tarde de diciembre en la que Vicky me enseñó un libro de poemas de Emily Dickinson y me leyó algunos mientras comíamos galletas de jengibre:

      Bueno es soñar, pero mejor es despertar

      si uno se despierta en la mañana,

      si uno se despierta a medianoche mejor es

      soñar con el amanecer.

      No recordaba cómo seguía el poema. No importaba. De todas formas, ya me había quedado dormido.

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