305 Elizabeth Street. Iván Canet Moreno
saber muy bien hacia dónde iba aquella historia.
—¡Ah, sí! ¡La película del Moulin Rouge! Te estoy contando esto no porque se me haya ido la cabeza, cariño, sino porque en esa película actuaba la gran Zsa Zsa Gabor. Ella interpretaba el papel de Jane Avril, una de las musas que inspiraron al enano ése, el pintor… ése que tiene nombre de ciudad francesa y que siempre tomaba alguna copa de más… ¿Cómo se llamaba?
—¿Stewart? —bromeé. Sasha me miró sorprendida.
—¿De qué conoces tú a Stewart? —preguntó sorprendida.
—He presenciado uno de sus espectáculos…
—Y te ha sacado alguna moneda, ¿no? Algún día se buscará un problema gordo con la policía, aunque no es tan grave lo que hace. Hay muchas perso… ¡pero no me desvíes de la conversación, cariño, que pierdo el hilo! Veamos, ¿qué estaba diciendo?
—El enano del Moulin Rouge…
—¡Tolouse-Lautrec! ¡Eso! Se llamaba Toulouse-Lautrec. Gabor era su musa. Bueno, en realidad Jane Avril fue su musa, pero Gabor la interpretó, tú ya me entiendes. Estaba preciosa. Fue verla a ella en la gran pantalla, que en realidad era una pantalla más bien mediana, y enseguida lo supe: yo quería ser como ella, sería una musa; porque supe que yo también inspiraría a un gran artista algún día…
—¿Y lo has conseguido?
Sasha soltó una sonora carcajada.
—¡Por supuesto! ¡Cada noche inspiro a cientos de maricas desatadas!
20
El taxista detuvo el vehículo y nos anunció que ya habíamos llegado. La calle estaba bastante oscura y apenas un par de farolas permanecían encendidas; el resto se dividía entre las que no tenían bombilla, las que parecían haberse fundido y las que tenían demasiado sueño. El conductor echó una ojeada rápida al taxímetro y se giró hacia nosotros apoyando el codo sobre el respaldo de su asiento con la intención de cobrar la carrera. Sasha metió la mano por el escote de su vestido de negro satén y buscó en su sujetador un par de billetes arrugados con los que pagar el trayecto.
—Quédese con el cambio —le indicó Sasha.
—¿Cree que es correcto lo que está haciendo con el chico? —le preguntó él.
El taxista se dirigió hacia mí y me examinó de arriba abajo. De pronto me sentí profundamente incómodo ante la mirada de aquel hombre, por lo que traté de taparme tanto como pude, estirando la chaqueta de terciopelo rojo hasta las rodillas.
—¿Y qué es lo que estoy haciendo, exactamente? —preguntó Sasha.
—Usted sabrá, pero no es muy común sacar de la cama a un joven en calzoncillos para darle un paseo nocturno en taxi, ¿no cree? —El taxista volvió a mirar hacia delante y agarró el volante con las dos manos.
—¿Cómo se atreve? ¡A este chico le han pegado una paliza y lo han abandonado en el Washington Square Park! ¡Dígame usted qué haría, que habría hecho si…!
A medida que Sasha iba levantándole la voz al conductor mientras le relataba lo que me había ocurrido, empecé a sentirme algo mareado. El estómago me dio una punzada a modo de recordatorio del puñetazo que había recibido del Gordo y las rodillas empezaron a temblarme de nuevo. Hablar con Sasha me había hecho olvidar, por unos instantes, todo lo que había sucedido… pero allí estaba, otra vez, allí mismo. Abrí la puerta del taxi. Necesitaba salir. Necesitaba respirar.
—Claro, claro, no lo pongo en duda, pero uno ve tantas cosas en esta ciudad… —respondió el taxista.
—Ése es precisamente el problema de las personas como usted: que ven tantas cosas que han perdido el sentido de la humanidad. Buenas noches.
Sasha bajó del taxi y cerró con un sonoro y airado portazo. El taxista arrancó, dobló en la esquina con Houston Street y desapareció.
—¿Estás bien, cariño? —me preguntó mientras me sujetaba por la cintura.
—Sí —le contesté como pude.
Recorrimos un par de metros y entonces Sasha me señaló su casa: el 305 de Elizabeth Street; un edificio cuya fachada de color marrón se mostraba prácticamente en ruinas y escondida, quizá por pudor, tras una escalera de incendios de peldaños volados y barandillas oxidadas.
21
Aquel salón era deprimente, una especie de asilo para muebles viejos y gastados que acudían allí a agonizar lentamente y esperar el último viaje al contenedor. Las paredes, de un color inexplicable, mezcla de ocres, tonalidades amarillentas y alguna que otra pincelada de blanco, se inclinaban hacia delante y mostraban decenas de impúdicos desconchones distribuidos por toda la superficie. El suelo estaba sucio. En la pared de la izquierda, sobre un sofá desvencijado descansaban dos tazas de desayuno que habían ido vertiendo sobre los cojines, gota a gota, los restos del café que habían contenido. Olía a cerrado y la única ventana, al lado de la puerta de la entrada, parecía tener la manilla rota. Me vino a la memoria el armario de invierno que tenía la abuela Susan en su casa, aquél en el que se solían guardar las mantas y las colchas y que no se volvía a abrir hasta nueve meses más tarde.
Enfrente del sofá y no muy lejos de la pared del fondo, en la que se encontraba el acceso a un pasillo que daba al resto de la casa, había una mesa coja y encima de ella, una peluca de rizos rubio platino, unas tijeras de cocina y un par de revistas con las páginas rasgadas; alrededor de la mesa, tres sillas algo cochambrosas. Me sorprendió no encontrar ningún cuadro colgando de las paredes, sólo algunas fotografías, la mayoría paisajes y lugares emblemáticos de la ciudad, todas ellas fijadas con clavos. En la pared de la derecha, cerca de la mesa, la puerta de otra habitación, y en el rincón de debajo de ventana, se acumulaba un pequeño montón de ropa de mujer.
—¡Pasa! ¡No te quedes en la puerta! —Me invitó Sasha a entrar. Ella murmuró algo y se agachó para recoger del suelo un par de zapatos negros de tacón, uno de ellos con el tacón roto, y me los enseñó—. ¿Ves esto? Eran una verdadera obra de arte. Y eran unos de mis favoritos, además; pero me los rompió una zorra mala cuando se los intentó probar…
Cerré la puerta y Sasha dejó los zapatos y su pequeño bolso encima de la mesa.
—Bueno, ¡bienvenido a la pensión Sasha para jóvenes ovejas descarriadas! Sí, sé lo que estás pensando: que no aparento ser tan joven como en realidad soy, pero juro que es este vestido que, a pesar de lo bonito y suave que es, me hace gorda y vieja y arrugada… —Se lo estiró de la cintura, casi arrancándose las plumas de terciopelo rojo que llevaba cosidas—. De todos modos, toda mi ropa está en el tinte, así que… ¡No tenía elección! ¡Vamos! ¡No te quedes ahí parado! ¡Siéntate! Te traeré un poco de agua.
Me senté en el sofá y aparté las tazas de café dejándolas en el suelo. De repente empezaron a sucederse ante mis ojos decenas de imágenes y recuerdos que aparecían y se esfumaban a gran velocidad: el Gordo amenazándome con su navaja, Clarisse riéndose mientras sostenía con el tenedor un trozo de tortita, mi ropa ardiendo en una papelera del Washington Square Park, el interior de aquel taxi, los tipos aquellos registrando mi mochila, el sonido de la sirena del coche patrulla acercándose, aquella mujer que me ofreció un cigarrillo nada más llegar, ¡más arriba, Stewart!, ¿a quién has matado, Robert?, conocí a Dean no mucho después de que mi esposa y yo nos separamos, patatas fritas y una hamburguesa con queso fundido y un refresco de cola, ¿no se puede repetir el pasado? ¡Por supuesto que puedes!, Vicky y sus galletas de frambuesa y de limón, la señora Strauss y sus bombones rellenos de licor, el repentino abrazo del señor White en la estación de autobuses de Albany, cuando yo tenía tu edad, los pechos de Claire que nunca llegarían a ser como los pechos de Vicky, Brian, dos maricas pero no solitarios, ¡Saltaron del techo! ¡hacia la soledad! ¡despidiéndose! ¡llevando flores! ¡Hacia el río! ¡por la calle!