305 Elizabeth Street. Iván Canet Moreno

305 Elizabeth Street - Iván Canet Moreno


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tan esquiva y difícil de contentar: a veces de nuestra parte, mejor no tenerla de enemiga… Y tú no te has llevado muy bien con ella últimamente, ¿verdad? En el momento inoportuno, en el lugar en el que nunca debiste estar. Tú ya me entiendes.

      —Si te soy sincero, no sé de qué diantres estás hablando.

      —¿Estás seguro? —preguntó mirándome fijamente a los ojos—. Alemania.

      —¿Alemania?

      —¡Alemania! —exclamó con total convencimiento— ¡Eso eres! ¡Un espía alemán!

      La situación parecía volverse cada vez más absurda hasta que logré recordar dónde había escuchado lo que Clarisse acababa de decir. No se puede repetir el pasado. Y no lo había escuchado en ninguna parte, sino que lo había leído. Entonces todas las piezas del puzzle empezaron a encajar. Clarisse me estaba intentando tomar el pelo, así que respiré profundamente, me relajé —por un momento había llegado a pensar que estaba loca de remate y que no saldría vivo de aquel diner— y decidí seguirle el juego.

      —Eres un espía alemán —repitió ella—. Seguro que te han enviado a nuestro país con la misión de recabar información confidencial para los servicios secretos alemanes. ¡Pero te has equivocado de lugar, chico! Nueva York mueve el dinero, pero es en Washington D.C. donde se mueven los documentos y los maletines. Dime una cosa… ¿Cuánto años tienes?

      —Veintidós —respondí.

      —¿Tienes veintidós años y ya trabajas para los servicios secretos alemanes? ¡Vaya! Sabes que podría acabar contigo en este mismo instante. Lo sabes, ¿no? Una llamada y estarías muerto. ¿Cuánto tiempo crees que tardarían los federales en echar la puerta abajo y rodear el restaurante? Apuesto que menos de cinco minutos. Pero en ese tiempo tú ya te habrías escapado, ¿no es cierto? Eres un experto en salir corriendo… ¿Por qué no me cuentas la verdad, Robert Easly? Si es que verdaderamente te llamas así.

      —¿La verdad? —Intenté que la pregunta sonara interesante.

      —Sí, la verdad —respondió Clarisse.

      —La verdad es que tiene razón, señorita Johnson. —Adopté un papel más formal—. Mi nombre, como bien indica, no es

       Robert Easly, y evidentemente no he venido a Nueva York para ser escritor.

      Ahora era Clarisse quien se mostraba ligeramente desconcertada, puesto que no se esperaba mi reacción en absoluto. Miré a ambos lados de la mesa, fingiendo asegurarme de que nadie nos podía oír —de todos modos, ¿quién nos iba a oír, si el lugar estaba completamente vacío?—, me levanté de la silla esforzándome por contenerme la risa y me acerqué a ella, inclinándome sobre su cuello. Luego le susurré:

      —Le prometo, señorita Johnson, que nada me gustaría más en este mundo que contarle qué está sucediendo, pero no creo que pueda…

      —¿Por qué no? —preguntó ella algo nerviosa.

      —Lo sabe muy bien, querida. Wolfsheim me mataría si lo hiciera.

      Esta vez fui yo quien dejó escapar una carcajada al ver la cara de Clarisse.

      —¡Será posible! —Se indignó ella—. ¿Desde cuándo los niñatos de Lanesborough leen al gran Scott Fitzgerald?

      —¿Desde cuándo las atractivas camareras son estudiantes de la Columbia? —le respondí yo.

      Ella se ruborizó ligeramente al escuchar mi contra-pregunta que, debo admitir, no fue más que un descarado intento de coqueteo con aquella preciosa camarera de mejillas canela. Le pregunté dónde se encontraba el aseo de caballeros y ella me indicó una puerta negra de madera, a la derecha de la barra. Mientras yo me dirigía hacia allí, Clarisse —algo herida en su orgullo, pude percibir, aunque con una sonrisa— se dispuso a recoger los platos de la mesa.

      14

      Cuando regresé del aseo de caballeros, Clarisse me estaba esperando en la mesa con un plato de tortitas con sirope de arce y dos pequeños tenedores, uno para cada uno. Ella ya había empezado a comer. Estuvimos hablando de literatura durante casi una hora, quizá incluso más. Ella intentaba convencerme de que la narrativa fitzgeraldiana comprendía algo más que una ostentosa obsesión por las flappers rubias, el dinero, los litros de alcohol y el jazz; no obstante, sus argumentos no lograron convencerme en absoluto. Al parecer, El Gran Gatsby era su libro favorito y Fitzgerald suponía para ella lo que Kerouac o Ginsberg suponían para mí. Sin embargo, como le dije, lo único que demostraba Fitzgerald con sus letras, especialmente en El Gran Gatsby, era una enfermiza preocupación por la distinción entre clases sociales y por las relaciones de poder que se establecían entre ricos y pobres en una América sintética y artificial.

      —Al fin y al cabo— comenté— Fitzgerald es lo que es: un extraño en la alta sociedad, un invitado tal vez, pero un mero observador en todo caso. Tal vez no vestía un espantoso traje rosa para las grandes ocasiones, pero sí escribía en páginas de color crema amarillenta. Además, está esa especie de justificación por boca de Carraway cuando le grita a Gatsby eso de «usted vale tanto como todos ellos juntos». ¿En serio lo creía? Tanto Carraway como Gatsby sabían que, en realidad, seguía existiendo una delicada y casi imperceptible línea divisoria que los separaba de los Buchanan, y era esa misma línea la que tanto atormentaba al propio Fitzgerald. Él nunca se creyó su condición de rico, por muchos billetes que sirviera en bandejas de plata durante sus alocadas fiestas, y tampoco encontró la manera de mantener su opulento estilo de vida. Fitzgerald descubrió que él no era tan distinto de Gatsby y encontró la manera de justificarse a través de los actos y palabras del que, quizá, fue su personaje más querido; el más icónico, por descontado.

      —¡No me puedo creer lo que estoy oyendo! ¡No me puedes decir que la obra de uno de los mejores escritores de este país es un simple ejercicio de purga de demonios interiores cuando en sus páginas está descrita toda una generación! —me replicó.

      —Este lado del paraíso es un refrito de años universitarios e intento desesperado por recuperar a Zelda. El Gran Gatsby es un simple escenario. Suave es la noche es un intento de canalizar el dolor y la frustración que le provocaba la esquizofrenia que padecía su mujer. En cuanto a esa generación que nombras... Una generación perdida, como bien dijo Gertrude Stein. Una generación de niños ricos que se entregaban al exceso sin pensar en las consecuencias, ya que no podían concebir que hubiera mundo más allá de sus ojos.

      Clarisse alzó los brazos en un gesto de teatralizada desesperación ante el cual no pude sino sonreír.

      —Entonces, señor quiero-ser-escritor, ¿quién merece la pena ser leído?

      En cierto modo, esperaba —podría decirse que incluso deseaba— que Clarisse me hiciera esa pregunta. Cogí la mochila y la dejé sobre mis rodillas. Rebusqué en su interior, entre la poca ropa que llevaba, mis dos libros, aquellos dos libros que se habían convertido en compañeros inseparables desde aquella tarde en que los rescaté de la jaula de cristal en que se había convertido aquella grandiosa estantería número quince de la biblioteca de Pittsfield. Cuando los encontré, volví a depositar la mochila en el suelo y se los entregué a Clarisse. Tenían las cubiertas gastadas y el lomo mostraba algún evidente signo de deterioro. Muchas de las páginas presentaban una pequeña doblez en la esquina superior derecha: me gustaba marcarme los pasajes que más me llamaban la atención.

      —En la carretera de Kerouac y Aullido y otros poemas, de Ginsberg —leyó ella—. Interesante elección. Así que nuestro joven quiero-ser-escritor es un fiel seguidor de esos locos y zarrapastrosos beatniks que no hacían nada más que colgarse a base de benzedrina, irse a la cama con cualquiera que pasara por delante en ese momento y practicar una estúpida forma de espiritualidad oriental que carecía de todo significado o utilidad.

      —Esos locos beatniks hablaron de libertad, de independencia, de identidad, de perseguir tus sueños… y eso es mucho más de lo que puedes encontrar en las páginas de tu apreciado Scott Fitzgerald, que lo único que hace


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