305 Elizabeth Street. Iván Canet Moreno
con su voz ronca sin apartar la vista de la carretera en ningún momento.
—¿Qué? —pregunté.
—Fóllatelas a todas, hijo. Fóllatelas a todas.
Después de aquella extraña petición, más aún si consideramos la escasa relación que nos unía al señor White y a mí —apenas hablábamos en los trayectos Lanesborough-Pittsfield—, volvimos al silencio al mismo tiempo que en la radio empezaba a sonar el Three times a lady, de The Commodores, que tanto me había hartado de oír durante el verano.
Llegamos pronto, todavía quedaba una hora para que saliera mi autobús, y el señor White se ofreció a invitarme a una cerveza en un bar cercano a la estación. Allí bebimos en silencio mientras en la televisión, cuya pantalla estaba cubierta de polvo, se emitía una repetición de un capítulo de All in the Family. Nos acabamos las cervezas y el señor White se acercó a la barra a pagar. Tan pronto como salimos del bar, el señor White se acercó a mí y me tendió la mano a modo de despedida, así que se la estreché.
—Recuerda lo que te he dicho en el coche —dijo.
—Claro —contesté yo.
—Y cuídate mucho, hijo. El señor White me dio un afectuoso abrazo que me cogió completamente por sorpresa. Después, se separó de mí y fingió que nada había pasado. Se acercó al coche, abrió el maletero y me entregó mi mochila sin apenas mirarme. Mientras se dirigía hacia el asiento del conductor escuché como musitaba una canción:
Wish me luck while you wave me goodbye,
cheerio, here I go, on my way.
Wish me luck while you wave me goodbye,
not a tear, but a cheer, make it gay…[1]
Una vez dentro del vehículo, el señor White arrancó y se fue.
Saqué el billete de autobús de la cartera y constaté el número del autobús, luego lo localicé y me subí en él. Decidí sentarme en la última fila. Abrí mi mochila de lona y cuero marrón y saqué mi ejemplar de En la carretera, con sus cubiertas desgastadas en negro y sus páginas arrugadas. Me vino a la memoria aquella tarde de junio, los gritos de la señora Strauss, la risa de Brian mientras pedaleábamos hacia casa, la excitación al sacar los dos libros de debajo del jersey y dejarlos encima de la cama. ¡Cuántas veces había imaginado la cara de la vieja harpía al ver la estantería número quince rota! Sonreí y abrí el libro de nuevo, dispuesto a releerlo una vez más —¿Cuántas iban ya? ¿Seis? ¿Siete? Había perdido la cuenta—. El conductor del autobús anunció que salíamos en cinco minutos. Y en diez, ya nos encontrábamos en marcha.
El viaje se hizo algo cansado pero, sinceramente, no me importó en absoluto. Todo el cansancio pareció desvanecerse tan pronto como bajé del autobús y vi los rascacielos y los taxis corriendo de un lado para otro, y las luces, y sentí toda esa vitalidad, el latido de la ciudad. BEAT. BEAT. BEAT. De repente me di cuenta de que se me había puesto dura, y no pude hacer nada más que reírme. Estaba, por fin, en Nueva York.
[1] Deséame suerte mientras me despides, adiós, allá voy, en mi camino. Deséame suerte mientras me despides, ni una lágrima, sino regocijo, haz que sea feliz...
10
Clarisse tenía razón en eso de que Nueva York era una ciudad deslumbrante, pero también peligrosa. Con el tiempo he descubierto que Clarisse siempre lleva razón —bueno, no siempre, pero sí la mayoría de las veces—. Cuando bajé de Port Authority y me perdí por Times Square —me perdí literalmente: aquello era una marabunta de rostros anónimos que corrían arriba y abajo ante la atenta e inquietante mirada de los carteles luminosos, que se me antojaban como modernas versiones del doctor T. J. Eckleburg—, no me dio la impresión de que Nueva York fuera peligrosa en absoluto, aunque supongo que estaba embriagado por la excitación del recién llegado, del que por primera vez sale de casa y se zambulle en un mar del que ha oído hablar, pero nunca ha tenido la oportunidad de bañarse en él. Pensé que, al igual que debía de ocurrir en cualquier gran urbe —San Francisco (pensé en Brian), Seattle (pensé en Vicky) o Chicago (pensé en Al Capone)—, el índice de criminalidad sería muy elevado en comparación a un pequeño pueblo como Lanesborough, que apenas aparecía en los mapas. No obstante, en el apacible y tranquilo Lanesborough también habíamos sufrido la bofetada de la fatalidad en alguna ocasión. La última vez, durante el verano de 1959 o 1960, nadie recordaba la fecha exacta, aunque el suceso parecía haber quedado grabado en la memoria de los vecinos; y las madres, incluida la mía, no dudaban en relatar a sus hijos una y otra vez lo ocurrido para asegurarse de que éstos llegaban siempre temprano a casa. A menudo pienso en la posibilidad de volver por allí, de ir puerta por puerta y decirles: «¿Saben ustedes esa historia que cuentan de Norman? Pues bien, es mentira. Una sucia y perversa mentira. Y yo les voy a contar la verdad».
El joven Norman —y aquí empieza la leyenda— era un chico simpático y amable que estudiaba el último curso de Ciencias Económicas en la Universidad de Yale; por eso, cuando aquel verano decidió regresar a casa de sus padres, todos los vecinos del pequeño Lanesborough se alegraron de volverlo a ver. «¿Cómo te va todo, chico?» «¿Qué tal los estudios?» «¿Ya has aprendido a hacerte rico?» «¿Qué tal las chicas de Connecticut?» «¿Te has echado ya novia?». Norman se reencontró asimismo con sus dos mejores amigos, que habían decidido renunciar a los estudios superiores para quedarse en el pueblo y formar una familia. Resulta, cuanto menos curioso, que nadie recuerde los nombres de estos dos amigos de Norman, aunque la gente tiende a olvidar más por necesidad que no por descuido. Aquel primer sábado que Norman pasó en Lanesborough desde su llegada de Yale, los chicos y él decidieron salir de fiesta por Pittsfield, tomar unas cervezas y salir de caza —no precisamente a la caza del venado de cola blanca, ya me entienden—. Sin embargo, Norman no regresó; al menos, no con vida.
Al salir de aquel bar —el Woody’s wood, el Black wood o simplemente el Wood, depende de quien estuviera contando la historia en ese momento—, Norman fue apaleado por tres desconocidos que salieron del oscuro callejón aledaño, armados con bates de béisbol, y de los que nunca se supo nada. Sus dos amigos intentaron evitar el linchamiento, aunque sin éxito. Cuando aquellos tres tipos se marcharon, Norman yacía en el suelo sin vida. ¿Qué enemigos podría haberse granjeado el joven y educado Norman durante su estancia en Yale?
Los amigos llevaron el cuerpo sin vida de Norman a casa de sus padres que, al abrir la puerta aquella madrugada de domingo, no pudieron creer lo que estaban viendo. Su padre destrozó de un puñetazo la ventana que daba al porche y la vecina, que era enfermera en una clínica en Dalton, uno de los pueblos cercanos, tuvo que administrarle calmantes a la madre debido al grave estado de ansiedad en el que entró. Después de horas llorando la pérdida de su hijo, tanto el padre como la madre se fueron a dormir un poco, obligados por el cansancio y por su vecina, la enfermera de Dalton. Cuando despertaron a mediodía, el cuerpo de Norman, que había estado en el sofá del comedor esperando los preparativos del funeral, había desaparecido. La madre se volvió histérica y dicen que el padre se dio a la bebida. Al cabo de una semana, desquiciados los dos, abandonaron el pueblo y no se les volvió a ver más. El recuerdo de Norman, no obstante, permanecería durante años en la memoria de los habitantes del pequeño Lanesborough.
—¿Te lo crees, Robbie? —me preguntó Brian una de esas tardes que pasábamos tendidos en la hierba de la explanada del árbol seco, mirando las nubes e intentando adivinar qué forma tenía ésta o aquella.
—¿Por qué no habría de hacerlo? —respondí ingenuo.
—A mí me suena a leyenda urbana, ya sabes, como el hombre del garfio.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro —dijo mientras arrancaba un par de briznas de hierba y las lanzaba tan lejos como podía—. ¿Quieres que hagamos algo?
—¿Qué?
—Esta noche. Tú y yo. Nos quedamos aquí