305 Elizabeth Street. Iván Canet Moreno
burlón mientras me devolvía los libros y yo los metía de nuevo en la mochila.
—Sabes que tengo razón —concluí con una sonrisa.
—¿La tienes? —se mostró escéptica.
—Lo sabes. La gran diferencia estriba en que ni Kerouac, ni Ginsberg escribieron para poder costearse un pasaje en primera clase de un tren que iba directo hacia el precipicio, ni tampoco para mantener contenta a ninguna Zelda caprichosa.
—Creo que nunca vamos a estar de acuerdo en nada, Robert Easly. —Sonrió ella.
De repente me fijé que de la pared colgaba un reloj maltratado por las horas, a escasos centímetros de la balda que sostenía las diversas botellas con bebidas alcohólicas, y me di cuenta de que ya era medianoche. Nos habíamos dejado llevar por las palabras.
—¡Vaya! ¡Qué tarde es! —exclamé sorprendido—. Tendré que marcharme ya. ¿Por casualidad no sabrás de algún lugar barato en el que pueda pasar la noche?
—Nada que esté cerca —respondió ella.
—No me importa caminar.
—En ese caso… Si bajas por la Quinta y te acercas a la zona del Village encontrarás algunas pensiones en las que por un par de dólares te prestan un colchón sobre el que dormir. No esperes nada lujoso, ni limpio. No son Park Avenue, pero quizá te sirvan hasta que encuentres algo mejor.
Le agradecí las indicaciones al mismo tiempo que cargaba de nuevo la mochila sobre mi espalda. Clarisse se acabó el último trozo de tortita.
—¿Qué te debo? —le pregunté sacando la cartera del bolsillo del pantalón.
—Otra visita. —Sonrió negándose a cobrarme la cena—. He pasado una noche bastante entretenida, Robert Easly. ¡Y pensar que estuve a punto de echarte hace un par de horas! Los clientes que suelen venir por aquí no me dejan que les hable de literatura.
—No me extraña, con el mal gusto que tienes —bromeé. Ella hizo ademán de propinarme un puñetazo en el brazo a modo de réplica.
—Si me permites el consejo, mantén siempre los ojos bien abiertos: esta ciudad puede ser deslumbrante, pero también muy peligrosa.
—Nueva York, nido de ratas —una voz ronca interrumpió nuestra conversación. El hombre a quien Clarisse había servido el whisky, y de quien yo me había olvidado por completo, seguía oculto en aquel rincón y mantenía la mirada agachada hacia el suelo y las manos alrededor de su vaso de cristal, que ahora estaba ya vacío.
—Lo tendré en cuenta, gracias —le respondí a Clarisse.
—¡Y otra cosa más! —añadió—. La próxima vez que te dejes caer por aquí, trae contigo algo de lo que escribas. Me gustaría leerte.
—¡Eso está hecho!
Sonreí por última vez esa noche, me di media vuelta y me encaminé hacia la salida. Una vez en la calle, por la ventana pude ver cómo Clarisse recogía el plato vacío con los restos de sirope de arce y lo dejaba encima de la barra; luego se dirigió hacia el hombre de la esquina. Me quedé unos minutos allí viendo cómo intentaba levantarlo y cómo lo acompañaba hacia la puerta que, supuse, conectaría con la cocina del lugar. Las luces del diner se apagaron y entonces supe que debía seguir con mi camino.
15
La voz ronca de mi vecino el señor White, el viejo gruñón y cascarrabias que vivía en el treinta y seis de mi calle, volvió a resonar con fuerza en mi cabeza a medida que me iba alejando del Sam’s Diner. «Fóllatelas a todas, hijo. Fóllatelas a todas». Pensé inevitablemente en Clarisse y en lo atractiva que me resultaba esa muchacha. Me hubiera gustado preguntarle si tenía novio —o si se acostaba con alguien, para ser más exactos; o si hubiera querido acostarse conmigo, para ser más exactos todavía—, pero sólo hablamos de Scott Fitzgerald, ¡maldita sea! De pronto nos imaginé allí, en aquel diner solitario y desértico, sin ningún viejo a cobijo en cualquier rincón. Ella y yo tumbados en el suelo entre las mesas desnudas: nadie más. Me la imaginé sentada sobre mi cintura, ligeramente inclinada mientras buscaba mis labios y los encontraba, y los mordía con delicadeza, y luego los besaba. Imaginé sus manos de caramelo desabrochándome los botones de la camisa y acariciando mi torso, segundos antes de repetir el proceso con su blusa y dejarme entrever su sujetador negro —me lo imaginé negro, quizá porque de ese mismo color era el sujetador de Daphne, aquella mujer que se dejaba cambiar el nombre con tanta facilidad—. Luego imaginé sus pechos, que serían como sus mejillas y tendrían el agradable sabor de la canela y de igual modo sería su aroma, y me dejé embelesar por ellos y quise imaginar que los acariciaba. Sin saber muy bien cómo ni por qué, la imagen de Clarisse se desvaneció y en su lugar apareció la de Claire, la hija de los Spencer, mi primera novia —si alguna vez habíamos llegado a considerarnos como tal—. Y ya no estaba en Nueva York sino de vuelta en Lanesborough, en la planta de arriba de su casa, en su habitación de paredes de color ocre rojo y cenefas con motivos florales. Sus padres se habían marchado a Greenfield a ver a una tía que estaba enferma —hora y media de viaje la ida, otro tanto la vuelta— y contábamos con la seguridad de que no iban a aparecer hasta bien entrada la noche. Le ayudé a quitarse el suéter y ella se desabrochó la falda, aunque prefirió darse la vuelta cuando llegó el momento de deshacerse de su ropa interior. Yo me quité lo que llevaba puesto y me senté en el borde de la cama, algo avergonzado —ya que era la primera vez en mucho tiempo que me quedaba desnudo delante de una mujer—, cubriendo con mis manos los genitales. Ella se volvió hacia mí de nuevo, ya sin sujetador, aunque aún llevaba las bragas, y se sentó a mi lado. Nos fuimos tumbando de manera acompasada hasta que los dos caímos encima de las sábanas y, tras unos segundos de pánico que dejaban al aire nuestra total inexperiencia en la materia, le acaricié el brazo y acerqué mi barbilla a la suya con la intención de darle un beso. Fue durante aquel verano de 1972, apenas unas semanas después del rescate de los libros presos, cuando hice el amor por primera vez.
Cuando me quise dar cuenta, ya había dejado atrás casi una decena de cruces y me encontraba justo debajo del Empire State Building y, a pesar de que se estaba haciendo demasiado tarde y sabía que debía encontrar cuanto antes algún lugar donde pasar la noche, no pude evitar detenerme unos segundos y mirar hacia arriba, sentirme insignificantemente pequeño al lado de aquel edificio descomunal. Recordé haber leído en una de las revistas que mi madre solía traer a casa del restaurante de Tom Affley, donde acudía cada domingo por la tarde con sus bizcochos para que éste los intentara vender durante la semana, que el Empire State Building había ostentado el prestigio de ser el edificio más alto del mundo hasta 1972, año en el que se vio obligado a cederle el testigo a su vecina del Downtown, la Torre Número 1 del World Trade Center. —¿No les resulta curiosa la coincidencia? A veces me gusta pensar que mientras yo perdía la virginidad, el Empire State Building perdía su preciada hegemonía. Un par de años más tarde sería la Torre Sears de Chicago —llamada ahora la Torre Willis— la que conseguiría alzarse por encima de sus competidores. La ciudad del viento se imponía a los cinco distritos.
Seguí caminando avenida abajo hasta que llegué al Madison Square Park, que dormía plácidamente, y me di de bruces con el Flatiron Building: ese extraño y señorial rascacielos de planta triangular y estilo Beaux-Arts, el primero en la ciudad; el primero en hacerle cosquillas a las nubes cuando éstas amenazaban tormenta. Y allá a lo lejos, al final de la Quinta Avenida, divisé vagamente el arco de mármol que presidía la entrada al Washington Square Park. Sentí de repente que algo no iba bien. Un repentino escalofrío me recorrió la espalda hasta llegar a los talones, y empecé a escuchar los pasos de alguien que se me acercaba por detrás. Me volví discretamente y vi que tres jóvenes estaban siguiéndome. Uno de ellos se rio en voz baja y otro dijo: «Se va a escapar». Al escuchar aquello mi respiración se aceleró y mis manos empezaron a sudar. Seguí caminando unos pasos más mientras decidía qué hacer e intentaba recuperar la calma. Pensé entonces en echarme a correr, meterme por algún callejón, despistarlos; y así lo hice. Sin embargo, un par de calles más adelante, dos chicos más aparecieron de la nada y de un empujón me lanzaron contra