305 Elizabeth Street. Iván Canet Moreno
niños buenos tienen que regresar a casa antes de que anochezca, ¿no es verdad?
—De acuerdo… Hagámoslo. —Cedí.
Entonces teníamos quince años. Apenas hacía unas semanas que Vicky se había marchado a Seattle y que la vieja harpía de la señora Strauss había tomado los mandos de la biblioteca de Pittsfield, con sus revistas y sus bombones de chocolate rellenos de licor. Esa noche les mentimos a nuestros padres: mi madre pensaba que estaba durmiendo en casa de Brian y los suyos pensaban que él estaba durmiendo conmigo, cuando en realidad los dos pasamos la noche a la intemperie, sin nada más que una manta compartida que Brian había logrado meter en su mochila. Aquella noche pasé bastante miedo, sobre todo cuando el viento rompía alguna pequeña rama y ésta caía al suelo, crujiendo, y yo pensaba que alguien se acercaba para matarnos. O cuando algún insecto se metía por dentro de la pernera del pantalón. Sin embargo, nada fuera de lugar ocurrió en nuestra improvisada acampada. Antes de cerrar los ojos, Brian pasó su brazo por mi cuello y nos quedamos juntos, el uno al lado del otro. Y fue entonces cuando me besó en la mejilla y me deseó las buenas noches. Yo me quedé inmóvil, sin saber cómo reaccionar. Él se rio. A la mañana siguiente, Brian me despertó con una sonrisa triunfal. «Te lo dije, Robbie. No es más que una leyenda. Ahora ya sabes que nadie va a venir a hacernos daño por las noches». Metimos la manta de nuevo en su mochila y nos dirigimos a casa. Y fue entonces cuando conocimos el verdadero miedo, más allá de cualquier leyenda urbana: unos padres cabreados al otro lado de la puerta.
11
Times Square vibraba y yo vibraba con Times Square. Nada más pude ubicarme mínimamente, después del lógico aturdimiento inicial, decidí buscar algún lugar en el que cenar cualquier cosa y poder resguardarme de la vorágine confusa y descontrolada en la que me encontraba inmerso en aquellos instantes. Apenas había dado un par de pasos cuando, por la esquina de la Cuarenta y Dos con la Séptima, se me acercó una mujer de mediana edad —supuse que rondaría los treinta o treinta y cinco años—. Caminaba de forma provocativa, contoneándose ligeramente, con una mano apoyada en la cadera y sosteniendo con la otra un pequeño bolso de raso negro, cuya cadena metálica dorada se descolgaba casi hasta la altura de sus rodillas. Lucía un corte de pelo pixie al estilo de Mia Farrow a finales de los años sesenta y vestía con una blusa blanca holgada con los tres primeros botones desabrochados —a través de los cuales se intuía el sujetador de encaje negro—, una falda extremadamente ajustada, también negra como el bolsito y el sujetador, y unos bonitos zapatos de tacón. La mujer se detuvo a mi lado y me sonrió.
—¿Nuevo en la ciudad? —me preguntó con dulzura.
—¿Parezco nuevo? —respondí de inmediato y, prácticamente de inmediato, me arrepentí de haber contestado semejante estupidez. Debía de tener una flecha luminosa gigante encima, apuntando hacia mi cabeza, con el letrero «recién llegado» brillando con fuerza. Y luego estaba la mochila que llevaba a mis espaldas.
—Pareces… desorientado. ¿Acaso te has perdido?
La mujer abrió el bolso y sacó una cajetilla de Virginia Slims y un mechero —tampoco había espacio para mucho más allí
dentro— antes de que tuviera tiempo a contestarle. Se llevó uno de los cigarros a la boca y se lo encendió; luego, me dejó uno en los labios —supuse que rechazarlo sería de mala educación, aunque Brian me había advertido más de una vez que los Virginia Slims eran cigarrillos para mujeres y que los hombres de verdad fumaban Tareyton, como los que él solía robarle a su padre de la guantera del coche— y lo encendió también.
—Mi nombre es Daphne, pero puedes llamarme como tú quieras.
—Daphne está bien —le dije.
—¿Sabes? Yo no soy nueva en la ciudad —dijo ella mientras le pegaba una calada a su cigarrillo y dejaba que el humo escapara lentamente entre la comisura de sus labios—. De hecho, soy una excelente guía turística. ¿Quieres ver mi licencia? —Sonrió pícaramente.
—Te creo —respondí yo.
—Conozco esta ciudad a la perfección. El Empire State, el Chrysler Building, Miss Liberty, Grand Central Station, Rockefeller Center… Puedo incluso conseguirte las mejores butacas para cualquier representación de las que se encuentran en cartel ahora mismo en Broadway. Aunque también puedo enseñarte otros lugares mucho más calientes e interesantes si así lo deseas.
Daphne le pegó una última calada a su cigarrillo, lanzó la colilla al suelo y la apagó con la punta del tacón; luego, rodeó mi cuello con sus brazos y deslizó su mano derecha por mi camisa lentamente hasta que llegó a mi entrepierna.
—Vaya, vaya… Así que ya estás preparado para jugar. ¿Qué me dices? ¿Quieres que te descubra todos los secretos de mi bajo Manhattan esta noche?
—Quizá en otra ocasión —respondí tomándole la mano y apartándola de mí.
—¡Espera! Espera… ¿No quieres pasártelo bien con Daphne esta noche?
—Quizá en otro momento —dije antes de deshacerme de mi cigarrillo.
Daphne, visiblemente enfadada, no dudó en propinarme un empujón e intentó culminarlo con una bofetada que logré esquivar por centímetros.
—¡Vuélvete con tu mamá! —me gritó.
En ese preciso instante, un taxi pasó por delante de donde nos encontrábamos y se detuvo un par de metros más allá. Daphne, intuyendo que dentro de aquel vehículo se hallaba el negocio, se pegó un ligero estirón a su falda negra, se aseguró de que los tres primeros botones de su blusa blanca holgada seguían desabrochados y se dirigió, tan rápido como los zapatos de tacón le permitían, hacia aquel taxi. Un hombre abrió la puerta y desde dentro otro le silbó cuando la vio aparecer. Al cabo de unos segundos, ambos hombres le hicieron sitio en la parte trasera de aquel taxi y Daphne subió. Y mientras ellos se alejaban, yo decidí continuar mi camino por la calle Cuarenta y Dos.
12
Stewart, el Enano, se había adueñado de la esquina de la Cuarenta y Dos con la Quinta Avenida, bajo la imponente silueta de la Biblioteca Pública de Nueva York, y allí realizaba cada noche su dantesco espectáculo circense —siempre y cuando no pasara alguna patrulla de policía por delante y los agentes acabaran llevándoselo preso a comisaría, aunque a menudo lo dejaban libre en unas horas y Stewart volvía entonces a las andadas—. Aquella noche de octubre de 1978, la primera vez que vi a Stewart, un grupo de cinco hombres trajeados, empresarios supuse, le rodeaban formando un círculo y riendo a carcajadas.
—¡Hazlo otra vez, Stewart! —gritó uno de ellos.
—¡Lánzalos arriba! ¡Más arriba! —le pidió otro con entusiasmo.
Stewart era un malabarista excepcional, aunque de una forma grotesca y ordinaria —y por ello, atractiva—. A sus diminutos pies, encima de unos cartones usados y casi deshechos por la lluvia, descansaba todo un arsenal de objetos y juguetes eróticos que Stewart utilizaba en sus números para el deleite de sus fieles espectadores. Había de todo: consoladores de diferentes tamaños y colores, varias cadenas metálicas, un par de látigos de cuero, cremas lubricantes de sabor afrutado y preservativos inflados con forma de animal, que vendía al público a diez centavos la unidad como souvenir.
—¿Cuáles queréis? —preguntó Stewart.
—¡Los negros! ¡Lanza los negros! —le pidieron.
El enano se agachó, cogió tres consoladores negros y los lanzó por el aire. Aquellos hombres trajeados empezaron a abuchearle, exigiéndole una mayor proeza. Stewart soltó una carcajada aguda y estrambótica que acabó por contagiar a sus espectadores, que rieron también. Poco a poco, empezó a incorporar nuevos consoladores hasta que, para sorpresa de todos los que estábamos allí, Stewart consiguió mantener una docena de consoladores negros en el aire al mismo tiempo.
—¿Sabéis lo que quieren