305 Elizabeth Street. Iván Canet Moreno
cobro por libro prestado y... podemos hablar con el alcalde de Pittsfield o con quien esté al mando de todo esto y reducir tus horas de trabajo. No creo que nadie se queje, ¿no? Al fin y al cabo, no suele venir mucha gente por aquí. Y podemos también…
—Robert, Robert… —Me cogió las manos—. Me voy.
—¿Y qué pasa conmigo? —Vicky sonrió al escuchar mi pregunta.
—¿Te das cuenta de que parecemos una pareja de enamorados?
—Vicky, yo… —Tragué saliva—. Yo te quiero.
—No, Robert. Tú no me quieres. Tú sientes amor por los libros, no por mí. Yo simplemente he sido una intermediaria.
Me quedé mirando sus ojos negros por un instante. Yo sí la quería, aunque era un sentimiento distinto al que tenía por Claire, o incluso por Brian —aunque entonces no tenía muy claro si un hombre podía querer a otro hombre. Pero Brian no era un hombre: Brian era Brian. Y por Brian sentía amistad, que no amor. Con el tiempo he aprendido que no hay amor más pleno que la profunda y verdadera amistad.
Vicky buscó por encima del escritorio hasta que encontró un sobre cerrado que llevaba mi nombre como destinatario.
—Robert, esto es para ti. —Me lo entregó.
—¿Qué es? —pregunté examinándolo.
—Prométeme que no lo abrirás hasta llegar a casa. ¿Lo prometes? —Asentí—. Y ahora, vete. No querrás hacer esperar a tu vecino, ¿verdad?, ya sabes que no es de buena educación.
Vicky sonrió y así pude disfrutar de su sonrisa por última vez. Me fijé durante unos instantes en sus cabellos color caoba, alborotados sobre sus hombros, deslizándose espalda abajo, también en su piel ligeramente bronceada, en sus delicados labios, y me vino a la memoria lo que sentí la primera vez que la vi. En esta ocasión no tuve ninguna erección —por suerte el periodo de erecciones involuntarias, con la inseparable vergüenza que éstas me producían, ya había quedado atrás—, pero esa especie de electricidad que me hizo temblar enfrente de su escritorio, ese cosquilleo que me recorrió los brazos, eso sí que lo volví a sentir. Y me entristeció saber que, esta vez, se trataba de una despedida.
Cuando salí por la puerta escuché un «hasta pronto, Robert» que me sonó como un «hasta nunca, Robert» y tuve que
esforzarme por contener las ganas de llorar. No la volví a ver más. Al cabo de unos días llegó la señora Strauss, una antigua profesora de la escuela primaria de Pittsfield que había sido despedida y nadie sabía el motivo, aunque todos especulaban acerca de ello. La teoría más verosímil y que parecía ganar fuerza con el paso de los días era que la señora Strauss le había lanzado un trozo de tiza a la cabeza de uno de sus alumnos cuando éste no supo decirle la capital del estado de Nuevo México, y que luego lo había cogido por las piernas y lo había lanzado por la ventana —aunque todo el mundo suponía que esta última parte era más un adorno del narrador que un hecho probable.
La señora Strauss no tardó en limpiar el escritorio que solía ser de Vicky y en devolver las obras de Wilde a su estantería. Se deshizo de las galletas que su predecesora solía guardar en el primer cajón y, en su lugar, dejó allí dentro algunas revistas de cotilleos, una cajetilla que contenía bolsitas de té y un surtido generoso de bombones rellenos de licor. Su siguiente medida fue cerrar las ventanas —«las bibliotecas tienen que oler a cerrado», dijo—, ordenar los sillones en una línea recta cuasi perfecta —«sin orden, no hay disciplina; sin disciplina, no hay nada»— y se deshizo de las cestas que contenían los lápices de colores y las cuartillas —«aquí se viene a leer, no a dibujar»—. La primera vez que la vi sentarse en su sillón de bibliotecaria, dejar los pies encima del escritorio, escupir el chicle que estaba mascando en la papelera y llevarse un bombón relleno de licor a la boca, tuve la inequívoca sensación de que todo había cambiado. Y no para mejor.
7
Cuando el señor White me dejó en casa aquella tarde de agosto de 1971, me encontré con la desagradable sorpresa de que mi madre había organizado una cena familiar, lo que la incluía a ella, a mi hermana Barbra, a mí… y a Carl, convertido en novio oficial y nuevo miembro de la familia. Crucé el pasillo a toda velocidad y subí las escaleras de tres en tres, al mismo tiempo que le anunciaba a mi madre que no me encontraba bien y que no quería cenar. Ella subió al cabo de unos minutos a mi habitación y me insistió para que bajara y me sentara a la mesa, pero le contesté prácticamente lo mismo: que no tenía hambre y que quería estar solo. Mi madre salió de la habitación enfadada y ese enfado pareció contagiar a mi hermana, que veía en mi actitud un desplante hacia su novio. Carl, por el contrario, parecía divertirse con la situación y había adoptado el papel de jovencito encantador. «No se preocupe, señora, es la edad. A los quince años los chicos son una olla a presión. Ya se le pasará», le decía. «No sé qué hacer con él. Desde hace un tiempo está irreconocible», contestaba ella. «Ya lo verá, señora, se le pasará», repetía Carl. «Espero que lleves razón, cielo. Espero que crezca y se convierta en un jovencito tan bien educado como tú. ¡Qué feliz estoy de que tú y mi Barbra os llevéis tan bien!».
Cerré la puerta del dormitorio dando un portazo. Así que mi madre quería que me convirtiera en Carl. «¡Tal vez tenga que empezar a pinchar las ruedas de los coches de los vecinos!», grité hacia la pared. «¡Y a robar latas de cerveza de las tiendas!». Intenté controlar la respiración. Estaba tremendamente alterado y el corazón amenazaba con salirse del pecho y echar a correr calle abajo del mismo modo que había hecho yo a los cinco años. Me lancé encima de la cama y proferí un grito con todas mis fuerzas contra la almohada. Sentía rabia. No, no era rabia; más bien era frustración. Era tristeza. Era esa sensación de abandono. Era ese adiós.
Cuando volví a levantar la cabeza de la almohada, saqué del bolsillo de mi pantalón el sobre que Vicky me había entregado en la biblioteca y estuve mirándolo durante un par de minutos antes de decidirme a abrirlo. Dentro había una pequeña cuartilla como las que había dentro de las cestas que descansaban sobre la mesa baja. Vicky había escrito algo. Era un poema:
Vino para leer. Abiertos están
dos o tres libros; historiadores y poetas.
Pero apenas ha leído diez minutos
cuando los deja a un lado. Sobre un diván
duerme ahora. Ama mucho los libros
—pero tiene veintitrés años, y es hermoso;
y esta tarde el amor atravesó
su carne maravillosa, su boca.
A través de la total belleza
de su cuerpo pasó la fiebre de la voluptuosidad
sin remordimientos ridículos por la forma de ese placer…
Konstantino Kavafis
Lo leí despacio tres o cuatro veces, porque al llegar al octavo o noveno verso los ojos se me llenaban de lágrimas y tenía que detenerme y volver a empezar. Busqué algo más, alguna explicación, alguna despedida… pero allí sólo estaba el poema. Lo leí de nuevo. Vino para leer. Abiertos están dos o tres libros… Aquel miércoles, aquel primer miércoles yo había cruzado la puerta de la biblioteca buscándola a ella. Ella se pensó que tenía que hacer otro trabajo, pero no era así. ¿Qué le dije? «Vengo para leer». Ella sonrió y me preguntó: «¿Vienes para leer?». Vino para leer. De pronto me vi obligado a dejarlo encima de la mesita de noche, a apagar la luz e intentar —inútilmente— dormir un poco. Aquella noche fue larga. Aquella noche fue demasiado larga. Me visitaba, por primera vez, el desengaño.
8
Tennessee Williams, Truman Capote, Vladimir Nabokov, Henry Miller… son sólo algunos de los centenares de autores que la señora Strauss prohibió a los menores de veintiún años y cuyos libros condenó al exilio, encerrándolos