305 Elizabeth Street. Iván Canet Moreno

305 Elizabeth Street - Iván Canet Moreno


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el registro de préstamos que llevaba en un cuaderno color ocre. Al escuchar mis pasos, levantó la mirada, se quitó las gafas de montura negra —no sabía que las necesitara; el viernes anterior no las llevaba puestas— y sonrió.

      —Así que has vuelto, Robert. —Que yo recordara, era la primera persona en mucho tiempo que me llamaba por mi nombre completo. Todos en Lanesborough me conocían por Robbie, el pequeño e inocente Robbie. Pero para Vicky, yo no era Robbie: yo era Robert, y eso me gustó. Me gustó demasiado: tanto que tuve que colocar la mochila delante de mis piernas para ocultar una nueva erección—. ¿De qué se trata esta vez? Déjame adivinar. ¿Matemáticas? ¿Geografía?

      —Nada de eso. —Sonreí, e imaginé la cara de bobo que se me habría puesto con esa sonrisa, así que volví al semblante serio y distinguido de Robert, no de Robbie, e intenté mantener la calma y la elegancia que mi nuevo estatus me requería—. Vengo para leer.

      —¿Vienes para leer? —Vicky no renunció a la sonrisa—. Pues estás en el lugar idóneo. Siéntate. Te buscaré un par de libros. ¡Ah! —Sacó de repente del primer cajón una pequeña cajetilla de cartón verde repleta de galletitas hexagonales recubiertas de azúcar—. Coge una: están deliciosas. Son de frambuesa.

      4

      Después de un par de meses acudiendo todos los miércoles y sábados a la biblioteca de Pittsfield en el destartalado Chevrolet Camaro del señor White, a excepción de aquellas tardes en las que éste se encontraba acatarrado, o con dolor de articulaciones, o simplemente cansado; y después de haber sabido dominar mínimamente las inoportunas y automáticas erecciones que sufría cada vez que veía a Vicky —bueno, no sé si sufrir es el término correcto en este caso—, decidí pedirle a mi bibliotecaria —y era mía, puesto que rara vez la tenía que compartir con alguien más— que me dejara leer libros de verdad, porque ya estaba cansado de esa mierda de literatura para jóvenes que tenían allí. «¡Robert, los modales!», me reprendió ella.

      —Está bien —accedió—. Si quieres leer libros de verdad, no seré yo quien te lo impida. Sígueme —me ordenó al mismo tiempo que se levantaba de su escritorio y se encaminaba por el pasillo central que se abría entre las hileras de estanterías.

      Caminamos en silencio hasta el extremo más alejado de la puerta y una vez de frente con la última estantería —grandiosa y dividida en segmentos equidistantes, con puertecillas de cristal en cada uno de ellos, que podían cerrarse con llave a pesar de estar abiertas de par en par, con mapas enrollados y fotografías y documentos plastificados— giramos hacia la derecha y nos adentramos en uno de los estrechos pasillos laterales. Vicky se detuvo a la mitad del mismo y dio media vuelta, fijando su mirada en mí.

      —Bien, empecemos por aquí. Éste es el pasillo catorce, fácilmente reconocible por el cartel que reposa ahí arriba, en el extremo de la tabla superior de la estantería —Una pequeña cartulina blanca llena de polvo indicaba un número catorce cuyas líneas empezaban a flaquear—. La biblioteca está organizada de la siguiente manera: a la derecha, las estanterías pares; a la izquierda, las impares. Aquella estantería del fondo —señaló la que acabábamos de dejar atrás, la de las puertecillas de cristal— es la estantería quince: la última. Contiene los mapas, los tratados de Cartografía, los documentos topográficos, los manuales de Geografía… No creo que sean de tu interés.

      Vicky se giró hacia la estantería que teníamos delante —la catorce— y buscó con el índice un libro. Fue leyendo con gran rapidez los títulos impresos en los lomos de aquellos volúmenes encuadernados hasta que consiguió el que quería: un libro cuyas cubiertas eran rojas como la sangre y cuyo título estaba escrito en letras doradas.

      —La estantería catorce alberga la literatura inglesa. Y por literatura inglesa me refiero a la vieja Inglaterra, tierra de reinas. —Vicky me entregó el libro que tenía en sus manos—. ¿Has leído Romeo y Julieta?

      —¿Romeo y Julieta? ¿Pretendes que lea Romeo y Julieta? ¡Todo el mundo conoce su historia! ¡Son famosos! —me quejé yo.

      —No has contestado a mi pregunta, Robert. —Vicky avanzó un par de pasos más—. Verás, hay dos tipos de lectores: los que leen para conocer la historia que se les cuenta y los que leen la historia que se les cuenta para poder conocer.

      —¿Para poder conocer qué? —pregunté yo ingenuamente. Vicky sonrió. (Ella tampoco contestó a mi pregunta).

      —Por supuesto, si lo prefieres, hay mucho más Shakespeare que Romeo y Julieta. Aquí tienes El Rey Lear, aquí está Macbeth, ¡cómo no! Seguido de Hamlet, aquí a su lado… El Mercader de Venecia, ¡qué gastado está! No será por su índice de préstamos, eso te lo aseguro… La tormenta…

      —¿Sólo tenéis Shakespeare? —pregunté mientras observaba cada uno de los libros que me iba indicando.

      —No, por supuesto que no. Aquí. —Dio un par de pasos más— está Wilde. La mitad de los libros de Wilde los tengo yo en mi escritorio. Entre nosotros te diré que soy una enamorada de Wilde. El retrato de Dorian Gray es sumamente inquietante. También tienes El abanico de Lady Windermere o La importancia de llamarse Ernesto. No, este último no está. Lo tendré yo por los cajones. ¿Sabes? Es curioso. Tenemos a Wilde en literatura inglesa, pero lo cierto es que él era irlandés. Supongo que de haber dedicado una estantería a la literatura irlandesa no habrían sabido con qué rellenarla. Sigamos.

      Llegamos hasta el final de la estantería antes de detenernos de nuevo.

      —Saluda a Charles Dickens, Jane Austen, Charlotte Brontë, Lewis Carroll, sir Conan Doyle… ¡Ian Fleming! Casino Royale puede gustarte. A los chicos os gustan esas cosas, ¿no? Espías, agentes especiales, chicas despampanantes, tramas ocultas…

      —Bueno… —dije sin mucho convencimiento.

      —Aquí abajo guardamos a los poetas. —Vicky señaló la balda inferior—. Auden. Keats. Elliot. Los poetas siempre están al final cuando la poesía debería ir siempre primero.

      Giramos hacia el pasillo anterior.

      —Pasillo doce: literatura europea. ¿Qué diantres…? —Vicky parecía haber visto algo en la balda superior, a la que no lograba alcanzar por mucho que estirara el brazo, mucho menos la alcanzaba yo con lo pequeño que era por aquellos entonces.

      Vicky trajo consigo la escalera corrediza que había en el extremo de la estantería y subió por ella hasta que cogió un libro y me lo entregó.

      —El principito, de Saint-Exupéry. Éste debería estar al alcance de todos y no allá arriba condenado al ostracismo. No dudes en leerlo. Es una pequeña joya. Y el zorro es de lo más encantador…

      —¿El principito? ¿Ésta es una novela adulta?

      —Querido, cuando vuelvas la próxima vez deja los prejuicios en el paragüero de la entrada —se limitó a contestar con cierta ironía mientras descendía de nuevo la escalera—. ¿Te has fijado en esos ejemplares? Robustos, excelsos… Son los clásicos, por supuesto. Cervantes y su ingenioso hidalgo, Victor Hugo y su miserable Jean Valjean, Homero y su Odiseo aventurero, Dante Alighieri y su descenso a los infiernos… Si quieres una recomendación, espera un poco antes de empezar a leer a los grandes, hasta que puedas al menos sostenerlos en las rodillas sin que éstas peligren por el peso… De lo contrario corres el riesgo de una fractura y, lo que es peor, de llegar a aborrecerlos. Y eso sí que sería una lástima. Una verdadera lástima. Los rusos están allá —señaló hacia el segmento de estantería más cercano a la pared—. Tolstói y Dostoievski. No tenemos muchos más. Por aquí no se aprecia demasiado a los rusos. Tú ya me entiendes —pero yo no la entendí. Claro que por aquel tiempo poco sabía yo de las tensiones entre Estados Unidos y Rusia, de teléfonos rojos y bahías soviéticas de cochinos.

      Seguimos avanzando en nuestro particular tour por la biblioteca.

      —El pasillo diez está dedicado a la literatura oriental. El resto de pasillos de la parte derecha están dedicados a la literatura


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