305 Elizabeth Street. Iván Canet Moreno

305 Elizabeth Street - Iván Canet Moreno


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hacer, sacó un volumen delgado y me lo entregó con una sonrisa.

      —No hay nada más clásico y más americano que Gatsby. Scott Fitzgerald es una manera bastante buena de iniciarte en los libros de verdad. —La manera que tuvo de pronunciar libros de verdad sonó ligeramente a burla, pero una burla dulce que no me ofendió en absoluto, más bien al contrario.

      Mientras Vicky se dirigía hacia su escritorio, yo me agaché a la balda inferior de aquella estantería y extraje un libro de cubiertas gastadas en negro.

      —Jack Kerouac —leí en voz alta—. ¿Quién es Jack Kerouac, Vicky?

      Ella se sentó en su silla y apoyó los codos encima de la mesa al mismo tiempo que esbozaba media sonrisa.

      —Era cuestión de tiempo, supongo, que encontraras al señor Kerouac. No me sorprende en absoluto. Hay algo de beat en ti, y ya se sabe: el latido llama al latido.

      —¿Beat? —pregunté extrañado.

      Le di la vuelta al libro, que no era otro que En la carretera, y leí la pequeña sinopsis que había escrita en la contraportada, apenas un par de líneas que describían vagamente los viajes de Sal Paradise y Dean Moriarty a través del país. «La obra definitiva de la Generación beat», rezaba una cita como punto final.

      —Nadie puede definir la Generación beat, Robert. Y todos aquellos que afirman lo contrario están equivocados. Créeme —Vicky respondió sin levantar los ojos de uno de sus cuadernos antes de que me diera tiempo a preguntarle—. Venga, cógelo y ven aquí que lo anote en el registro. Y coge también ése delgado que está a su lado.

      —¿Cuál? —pregunté mecánicamente.

      —¿Qué? Yo no te he dicho nada…

      5

      Recuerdo haberme llevado a casa En la carretera, de Jack Kerouac, y haberlo leído en tan sólo una semana, o semana y media. Apenas dormía por las noches, los deberes ya no me preocupaban en absoluto y me pasaba las clases del señor Houston camino de San Francisco, y luego Hollywood, y luego Texas, para volver finalmente a Nueva York y echarme de nuevo a la carretera, esta vez hacia Carolina del Norte. El director Jerrot me llamó a su despacho y se mostró preocupado porque todos los profesores le habían comunicado que mi rendimiento escolar había caído en picado en los últimos días —me imaginé a los profesores reunidos a la hora del recreo, todos con sus agendas y sus notas, escuchando al profesor Key, el de Matemáticas, que había empezado a hablar de forma alterada: «¡Qué más da que un tercio de mis alumnos haya suspendido el examen de ecuaciones! Lo importante es que Robert Easly, el chico callado de la última fila, que nunca da problemas, se ha olvidado de hacer los deberes. ¡Tenemos que actuar rápidamente! De lo contrario, las consecuencias pueden resultar catastróficas a nivel estatal, o nacional… ¡O incluso mundial!»

      —Te estás volviendo majara —me comentó Brian cuando le describí la escena—. Tantos libros no te pueden hacer bien. Acabarás amargado, en una casa repleta de gatos histéricos y ninguna chica te querrá. O peor aún… acabarás siendo un marica solitario —Se rio.

      —Tú sí que acabarás siendo un marica solitario. —Me defendí.

      —Eso es imposible. ¿Sabes por qué? —Brian se acercó a mí hasta el punto que empecé a ponerme nervioso—. Porque si fuera marica me enamoraría de ti y entonces seríamos dos maricas, pero no solitarios —Brian soltó una tremenda carcajada, me dio un empujón y salió corriendo con la intención de que lo persiguiera.

      Al llegar a casa esa misma tarde encontré a mi madre en el salón, acabando de marcar con agujas una chaquetilla de color azul claro.

      —Robbie, cielo —me llamó antes de que pudiera escaparme escaleras arriba—. He hablado con el director Jerrot. Dice que los profesores están teniendo quejas acerca de tu rendimiento. ¿Qué te ocurre? Tú siempre has sido un buen estudiante. ¿Tienes algún problema? ¿Es…? ¿Es por papá?

      —¿Qué? ¡No! ¡Claro que no! No te preocupes, mamá. No me pasa nada.

      —Prométeme que te esforzarás más, hijo.

      —Te lo prometo —le dije, y acto seguido me marché a mi habitación, cerré la puerta, me lancé sobre la cama, saqué En la carretera y me zambullí de nuevo, esta vez en Saint Louis, Missouri.

      Cuando acabé de leer En la carretera algunos días después, supe de inmediato que quería ser escritor. Lo supe tan pronto como le di la vuelta a la última página. Después de En la carretera, llegó Aullido y otros poemas, de Allen Ginsberg, el volumen delgado que Vicky me había animado a coger de manera tan sutil. Sus versos causaron un gran impacto en mí —era la primera vez que leía algo tan descarnado, tan crudo, tan feroz— y aunque en aquellas primeras lecturas no lograba entender todo lo que leía, las páginas de dichos libros no hicieron sino reforzar mi empeño de dedicarme en cuerpo y alma a la literatura.

      Le conté a Vicky, al miércoles siguiente, mi propósito de convertirme en escritor. Ella sonrió, abrió el primer cajón del escritorio, sacó la cajetilla de cartón verde que contenía las

       galletas —esta vez eran de limón— y lo celebramos. Luego, antes de nuestra vuelta por las estanterías en busca de nuevas historias que leer, me deseó la mayor de las suertes.

      Me pregunto si algún día encontrará algún ejemplar de esta novela y la leerá, o alguien se la leerá. Me pregunto si aún se acuerda de mí.

      6

      Cuando llegó la señora Strauss yo ya había podido leer muchos de los libros que me prohibiría esa vieja harpía. Todo ocurrió durante el verano de 1971. Yo ya había cumplido los quince años, había crecido bastante —lo que comúnmente se denomina pegar el estirón— y por entonces ya medía casi metro setenta y cinco. Me había empezado a salir algo de barba y me preocupaba por afeitármela cada dos o tres días, no demasiado, para que todos pudieran constatar que ya no era un niño, aunque mi madre siguiera empeñada en tratarme como tal. También había solucionado el tema de mi nombre y ahora todos me llamaban Robert, a excepción de Brian que se negaba a dejar de llamarme Robbie —y de hecho, sigue llamándome Robbie a mis 57 años de edad—. Había conocido, hacía unos meses, a una chica llamada Claire y había empezado a tontear con ella. Claire era la hija de los Spencer, uno de los matrimonios vecinos de la calle colindante, y los fines de semana salíamos a dar un paseo o, si convencíamos algún domingo al señor White para que nos llevara a Pittsfield, íbamos al teatro y luego a tomar un helado después de la representación. Solía llevarla a ver Shakespeare. Por aquel tiempo ya me había dado tiempo a leerme gran parte de su obra teatral y me gustaba la cara que se le quedaba a Claire cuando, sentados en una de las mesas de la heladería, le hablaba de tal o cual personaje o valoraba si la representación había sido fiel o no a la obra en cuestión. A ella le gustaba oírme recitar Romeo y Julieta y me lo pedía una y otra vez. Le gustaba que me acercara a su cuello y le susurrara: Con alas del amor pasé estos muros, al amor no hay obstáculo de piedra y lo que puede amor, amor lo intenta. Entonces Claire se estremecía y se giraba con discreción para besarme: casi siempre besos cortos, besos efímeros, un leve contacto entre nuestros labios que acababan separados demasiado pronto. Fue con esta cita de Romeo y Julieta con la que conseguí tocarle las tetas por primera vez. Y me gustó la experiencia, ¡vaya si me gustó!, pero lo cierto es que no pude evitar pensar en cómo sería acariciarle los pechos a Vicky.

      El tercer sábado de agosto de aquel año fue cuando me lo dijo. Esperó hasta los últimos cinco minutos, cuando yo ya estaba preparándome para salir de allí.

      —Espera, espera un momento… ¿Te vas? ¿Adónde? —le pregunté. No podía creer lo que acababa de escuchar. Vicky no podía irse, no podía abandonar la biblioteca. Lo único amable de aquel lugar era ella y si se marchaba…

      —Seattle. Una biblioteca más grande, un horario más reducido, un mejor salario. ¡Me han dicho que hasta tienen una fotocopiadora! No me mires


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