305 Elizabeth Street. Iván Canet Moreno

305 Elizabeth Street - Iván Canet Moreno


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mesa. La peluca de rizos rubio platino, las tijeras de cocina, las revistas con las páginas rasgadas, los zapatos de tacón rotos, el bolso de cuero rojo con piedras strass… y ahora la jarra de agua. No entendía cómo la mesa podía aguantar el peso: de un momento a otro, las patas roídas de aquel mueble acabarían por ceder.

      —Voy a traerte algo de ropa, así podrás ducharte y quitarte toda esa suciedad que llevas encima, ¿de acuerdo? —Asentí mientras ella abría la puerta que había enfrente del sofá y entraba en aquella habitación.

      Me llevé de nuevo el vaso de agua a los labios y bebí otro trago más. Sasha no tardó en volver al salón con una camiseta, unos pantalones vaqueros, unas zapatillas negras Vans, unos calcetines y unos calzoncillos estilo slip.

      —Esto es de Guido. Creo que te servirá, aunque quizá te quede un poco grande…

      —¿Seguro que me puedo poner la ropa de…?

      —¿Guido?

      —Guido —repetí—. ¿No se molestará?

      —¡En absoluto! Estará encantando de poder ayudarte. Bueno, coge todo esto y ven que te enseñe dónde está la ducha. Mientras, iré a desplumarme, que estas pequeñajas ya han trabajado lo suficiente por hoy. —Dio un par de golpes de cadera y sonrió.

      —Tu chaqueta… —que aún llevaba puesta.

      —¡Oh, no te preocupes por ella! ¡Déjala en el montón de la ropa sucia!

      Sasha me condujo entonces al cuarto de baño por el estrecho pasillo que comunicaba el salón con la cocina y con dos habitaciones más. Cerré la puerta, dejé la ropa que me acababa de dar —la ropa de Guido, a quien yo no conocía— apoyada en el borde del lavabo y me miré en el espejo: no tenía buen aspecto en absoluto. Me acaricié levemente con las manos el contorno de los ojos, luego la frente y luego el mentón. Alargué el brazo, abrí el grifo de la ducha y dejé que el agua cayera durante un par de minutos antes de quitarme los calzoncillos sucios y meterme dentro. Cerré los ojos. Dejé que el agua se llevara por el sumidero los restos de tierra y de arena de mi pelo, de mis hombros, de mi espalda, de mis piernas. Y los recuerdos. Sasha cantaba algo al otro lado de la pared. Por fin encontré, aquella noche, un segundo de paz.

      XXII

      Salí de la ducha, agarré una de las toallas de algodón que descansaban encima de una pequeña cómoda de baño, al lado del lavabo, y me sequé el cuerpo. Me puse la ropa interior; los pantalones me iban bien, pero la camiseta me estaba un poco estrecha y tenía miedo de que se rasgara de un momento a otro. Las zapatillas eran un poco anchas, pero me valían. Dejé la toalla apoyada sobre el borde de la ducha y me miré de nuevo en el espejo: mucho mejor. Me arreglé el pelo con las manos y me agaché para recoger del suelo mis calzoncillos sucios; luego me los escondí en uno de los bolsillos del vaquero. Abrí la puerta y salí al salón.

      Sasha todavía debía de estar desplumándose en su habitación; seguía cantando, eso sí, y la canción se escuchaba por toda la casa aunque de manera irreconocible. Me acerqué a la mesa —evité realizar otro recuento de todo lo que había encima—, cogí la jarra de agua y me llené de nuevo el vaso. Apenas me había dado tiempo a sentarme de nuevo en el sofá y a llevarme el vaso de agua a la boca cuando la puerta de la calle se abrió de repente.

      —¡Vaya! ¡Parece que tenemos visita! —dijo una chica.

      —Si has venido a robarnos, empieza llevándote a Sasha —se rio un chico.

      Tragué rápidamente el agua que tenía en la boca y nos quedamos mirando en silencio durante un par de segundos antes de que la chica cerrara la puerta de la calle y gritara:

      —¡Sasha! ¿Puedes salir un momento, por favor?

      Tenía aspecto desgarbado. Sus desaliñados cabellos, negros y lacios, le caían por los hombros hasta llegar a media espalda; su rostro parecía cansado, con unas ojeras profundamente

       marcadas y las mejillas algo hundidas. Vestía con una camiseta con las mangas mal cortadas y unos pantalones que lucían un roto a la altura de la rodilla izquierda. Una de sus zapatillas llevaba la suela medio despegada por la puntera y a la otra le faltaban los cordones. Me dirigió una mirada de desaprobación antes de volver a llamar a Sasha a gritos; su compañero, por el contrario, me dedicó una amplia sonrisa que me resultó ciertamente acogedora. Debajo de su ceñida camiseta, similar a la que yo llevaba puesta en aquel momento, se intuía un torso definido, al igual que sus brazos que eran fuertes y admirables. Se levantó ligeramente la camiseta mientras le decía algo a la chica y pude entonces observar un pequeño y sagitado sendero de vello negro que descendía discretamente desde su ombligo hasta la cintura de su pantalón y luego se perdía por donde la vista no alcanzaba a ver. Regresé a su rostro de mentón marcado y barba de dos días, y seguidamente me fijé en sus cabellos rubios, que los llevaba cortados a cepillo y ligeramente erectos, formando una pequeña cresta central. Y aquí el adjetivo erecto cobró significado propio en mi cuerpo ante la imagen de aquel joven, que debía de tener algunos años más que yo —ambos me parecían mayores—, y mi mayor desconcierto, por lo que no dudé en intentar disimular aquella reacción inclinándome hacia delante, dejando el vaso de agua en el suelo junto a las dos tazas de café y apoyando los brazos sobre las rodillas. No obstante, quizá lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, que eran de tonalidad ámbar oscuro, del color del caramelo, y aun así poseían un destello esmeralda y un magnetismo difícilmente explicable.

      —¿Quién me busca? —Sasha apareció de pronto en el salón ataviada con un batín de cuerpo entero de color rosa y unas zapatillas blancas de andar por casa—. ¡Chicos! ¡Ya habéis vuelto!

      —¿Qué hace esto en el sofá? —preguntó la chica con cierto desprecio.

      —No es esto, Laura; es éste. Y se llama… —Sasha me dirigió una leve sonrisa; al parecer, se había olvidado mi nombre.

      —Robert… —dije con un hilo de voz.

      —¡Eso! ¡Robert! Estos son Guido y Laura. ¿Te acuerdas de los zapatos tan bonitos que te he enseñado antes, cariño? Pues aquí te presento a la zorra mala que me los rompió mientras se los probaba.

      Pensé que se refería a Laura, pero en cambio la mirada de reproche atravesó el salón en dirección a Guido, que soltó una carcajada antes de acercarse al sofá y sentarse a mi lado.

      —¡Encantado, chavalote! —dijo mientras me golpeaba amistosamente la espalda.

      —Bueno, sí, vale. Pero, ¿quién coño es este tío y por qué está en nuestro salón? —preguntó de nuevo Laura—. No me digas que por fin te has animado a contratar a un jovencito que se encargue de saciar tus… necesidades.

      —¡No digas tonterías! —le respondió.

      —¡Eso, Laura, no digas tonterías! —coincidió Guido—. Sasha sabe que cuando ella quiera yo le hago un apaño…

      —¡Guido, por favor! —exclamó Sasha; él se rio—. El caso es que Robert se ha encontrado con un grupo de desalmados cerca del Washington Square Park…

      —¿Los Canijos? —preguntó Guido.

      —Es probable —asintió Sasha—. Así que hasta que la ciudad decida sonreírle un poco a nuestro nuevo amigo, Robert se va a quedar a vivir aquí, con nosotros.

      —¡Perfecto! ¡Un aliado! —Guido me pasó un brazo por la espalda y me empujó hacia él, en lo que pareció ser un efusivo abrazo.

      —Yo no quiero molestar —dije—. Mañana encontraré algún lugar en el que…

      —¡Sandeces! ¿Dónde vas a ir si no tienes ni un centavo en el bolsillo? Te quedas con nosotros y no hay más que hablar, ¿entendido? Por cierto, cariño —se dirigió a Guido—, te he cogido algo de ropa del armario para que se la pueda poner Robert. No te importa, ¿verdad?

      —¡En absoluto! —dijo sonriéndome de nuevo.

      —¡Genial!


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