Voy contigo. Isaac Manuel Hernández Álvarez

Voy contigo - Isaac Manuel Hernández Álvarez


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te hará ir a lo importante, a lo que verdaderamente cala, a hacer posible que el electorado «compre tu producto». Nadie pide en el bar un refresco de cola: todos pedimos Coca-Cola. Este es el claro ejemplo de cómo una marca puede colmar un sentimiento, una necesidad… No quiero un refresco, quiero una Coca-Cola. El ciudadano no quiere, porque a lo mejor no tiene tiempo de analizarlo, conocer cuál es la tasa de reposición del personal laboral fijo del Ayuntamiento de Níjar que va a aplicar Antonio Jesús Rodríguez cuando sea alcalde o la bonificación en el IBI. El ciudadano quiere estar seguro de que con este candidato va a ser más feliz que con este otro. Si a esta pequeña reflexión, que comparto con el autor de esta obra, añadimos la reticencia histórica de los partidos a dejarse aconsejar, entendiendo que solo en nuestros cuadros de mando está el saber de la política, surge lo que hoy está pasando: que quien se ha adelantado a esto ha obtenido, en la mayoría de los casos, un buen resultado y ha calado su marca. Como conclusión pondría un ejemplo: si queremos mejorar nuestra salud no nos reunimos en la mesa del salón de casa a hacer diagnósticos y tomar decisiones; vamos a un profesional de la medicina, el mejor que nos permita nuestra economía. Pues en política no es muy diferente. Si tenemos un buen proyecto, las mejores ideas, el mejor partido y las mejores personas y además queremos ganar elecciones, nos ayudará a conseguirlo el ponernos en manos de buenos profesionales, en este caso de profesionales del marketing electoral. Quejarnos en la noche electoral es fácil, lamentarnos también, pero tener la tranquilidad de haber hecho todo lo posible es de valientes y te reconforta. El análisis y los riesgos hay que realizarlos y asumirlos antes de las votaciones. Después es demasiado fácil.

      A huevos vistos, macho seguro.

      ANTONIO JESÚS RODRÍGUEZ SEGURA

      3. LA CONCILIACIÓN DE UNA VIDA PROFESIONAL, POLÍTICA Y FAMILIAR

      «Cúrame, viento. Ven a mí y llévame lejos. Cúrame,

       tiempo. Pasa para mí y sálvalos a ellos. Sálvalos a ellos».

      MORGAN. Sargento de hierro

      Pocas veces me he tropezado con gente tan valiente, con tanta fuerza y al mismo tiempo con tantas ganas de vivir la política.

      Jennifer Miranda Barrera es la hija de Pedro y de Rosi, la mamá de Pedro y de Ana, la pareja de Beni. Granadillera, licenciada en Derecho y Ciencias Políticas y abogada en ejercicio, ha sido para mí todo un descubrimiento, ya que tardé 44 años en conocerla. Pero ¿qué más da el tiempo? Mujer, madre joven como muchas de las que se dedican a ofrecer su tiempo por una causa tan ingrata a veces como es la política, ha sido capaz de tomar la bandera de un proyecto progresista en los tiempos más difíciles por los que atravesaba su partido político. Viví con Jenni una etapa para mí muy especial y aprendí mucho de su forma de ver la política desde el espejo de la necesidad vecinal. La he visto llorar, reír, enfadarse, con ojeras, incluso descalza, y todo esto me hace preguntarme muchas veces por qué le cogí tanto aprecio. Tanto que ha sido la única figura política por la que me he posicionado públicamente al ver la injusticia que se llegó a hacer con su persona a poco de celebrarse unas elecciones. Error o acierto, lo hice; por algo sería. Normalmente, esta mujer del barrio de San Isidro desde que arranca su jornada diaria pone la quinta velocidad, siempre con la vista puesta en la mejora social de su entorno, su Granadilla o quién sabe qué lugar. Llegará hasta donde ella quiera llegar. Necesita seguir trabajando en eso que hablamos aquella noche, al poco de celebrarse las últimas elecciones. Solo es cuestión de tiempo.

      Les voy a contar un secreto. Hace unos meses me prestaba un libro, Fuego y cenizas, de Michael Ignatieff, un político canadiense. Tenía subrayadas en amarillo varias frases a lo largo de todas las páginas de la obra. Aquellos trazos en un fucsia chillón resaltaban siempre los fragmentos relacionados con la gente, el pueblo, la escucha activa que ella tanto defiende. Me llamó mucho la atención aquella forma de destacar palabras que para muchos políticos resultan vacías o pasajeras. Jenni sabe más que nadie qué quiere la sociedad; solo necesita tiempo para convencerla de que no es una política más. Es una mujer preparada, entregada y convencida de su proyecto en la vida. Jennifer vive la política sin término medio: lo entrega todo sin mirar a quién. No la entiende de otra forma. Quizás por eso hemos iniciado este camino.

      No sé las veces que intenté colocarle un mechón de pelo que nos desafiaba una y otra vez. Más temprano que tarde lo conseguiremos, jefa.

      ¿CONCILIAQUÉ?

      Se sienta una delante de la hoja en blanco con la intención de escribir en unas pocas líneas cómo se hace eso de compatibilizar la labor política con el papel de madre y con las exigencias profesionales. Tres ámbitos: familia, política y ejercicio de la profesión. La pregunta que tantas veces me han hecho en campaña electoral ha sido: ¿cómo lo haces? La respuesta, ahora que reflexiono sobre ello y que no me escucha ni me lee nadie, se me revela de manera inmediata: la conciliación en política no existe; la política lo invade todo.

      Esta afirmación tan categórica parece, en principio, difícil de digerir. Diría incluso que resulta políticamente incorrecto hablar en estos términos. Lo sencillo, lo idílico, lo hermoso desde un punto de vista teórico-poético-político sería hacer afirmaciones del tipo «es muy sacrificado, pero haciendo el mayor de los esfuerzos se consigue» o «la organización del tiempo es la clave para dar lo mejor de ti en cada una de estas facetas». No hay realidad en ninguno de estos enunciados. Las personas que han entregado meses o años a la labor política, a la batalla de los procesos electorales, a la dura tarea de llevar un proyecto o un mensaje a la ciudadanía, al ejercicio del gobierno para la mejora de los lugares en los que vivimos, saben que tengo razón. Es posible que ninguno, que ninguna, lo diga abiertamente. Sin embargo, estoy segura de que todos empatizan con esta arriesgada formulación.

      Cuando se toma la decisión de liderar un proyecto, de adentrarse en la lucha y en la reivindicación de la mejora social, toda concesión es insuficiente. En el momento en que aceptas el reto, admites sin contemplaciones que todo el tiempo del mundo es exiguo. Aceptas que vas a entregar tu vida a esta empresa, que te olvidarás de comer a horas normales y de dormir lo suficiente, que tu despacho profesional va a pasar a un segundo plano, que en el calendario ya no habrá festivos, que el ocio y el deporte han pasado a mejor vida y que tus hijos van a tener que hacer los deberes con su padre porque tú no estarás en casa cuando salgan del colegio.

      Mi hijo Pedro caminó por primera vez cuando tenía once meses. Mi pequeña Ana pintó sobre lienzo un hermoso garabato que resultó ser, según ella, una flor y un sol para mamá. Me perdí ambas cosas. Te pierdes estos y otros tantos momentos cuando decides adentrarte en este mundo, que exprime de ti hasta la última gota de entrega. Pero lo haces, lo hice, lo hago.

      ¿Por qué? ¿Qué lucha merece que se pague este altísimo precio?

      Hay quienes ven en la política una forma de mejorar su situación económica. Hay otros con carrera en la práctica de engrandecer el ego personal y encuentran en la política el filón perfecto para hacerse eternos o para renombrarse, para reafirmarse. Pero también hay individuos, seres en peligro de extinción, que creen tener realmente claro cómo crear espacios que hagan más felices a los pequeños, qué políticas hay que poner en marcha para que los profesionales, empresarios y las familias incrementen su calidad de vida o cómo restablecer el equilibrio perdido entre naturaleza e injerencia humana en la debida lucha por la sostenibilidad. La certeza de tener un plan justifica la renuncia vital.

      Renuncias a tiempo con tus hijos o a atender mejor a tus clientes, renuncias a hacer ejercicio o a salir con tu pareja a tomar algo un sábado por la tarde. Esta despedida temporal es casi tan amarga como dulce. El sentimiento de culpabilidad, esa especie de remordimiento que se convierte en un detestable compañero de viaje, no te abandona nunca. Sin embargo, compensa esa sensación, la de tener la seguridad de que esta lucha también es por ellos, de que cada minuto invertido en fraguar y llevar a la práctica la pacífica revolución de las cosas bien hechas es una deuda de la que ellos son acreedores. Mis hijos, el propietario del negocio donde tomo café cada mañana y que no termina de ver la luz; mi vecina, que lleva meses sin trabajo; la abuela de mi amigo, que necesita


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