Brumas del pasado. Margarita Hans Palmero

Brumas del pasado - Margarita Hans Palmero


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y me abrazases? ¿Sabes cuántas duchas he tomado de madrugada? ¡Eres un cerdo asqueroso y un cabrón! –le grito como si en vez de estar a escasos centímetros de mí, estuviese a kilómetros. Y realmente lo está.

      Del dolor surge una especie de rencor fuerte. Por primera vez desde no estoy segura cuándo, saco la cabeza de la almohada y me siento de golpe en la cama sobresaltando a Fernando. Estoy furiosa. Quiero herirlo, hacerle daño.

      –¿Sabes tú lo que es ser mujer? ¡Claro que soy madre! ¡Tú siempre estás en el taller! ¿Qué querías que hiciese?

      –Helena…

      –¡Me duele! ¡Me duele el alma! Me duele por dentro, siento que me ahogo y que mi vida se ha terminado y, ¿sabes? Eres lo que más quiero en esta vida además de mis hijas y ahora no puedo ni mirarte. No quiero pelearme contigo porque en este momento tengo deseos inmensos de golpearte, y a ella… –¿qué voy a hacer ahora? ¿Qué decirle a las niñas?

      Ya no puedo más. Las lágrimas que quedaban retenidas empiezan a salir sin más. No puedo dejar de llorar, ni quiero. Siento cierto alivio por dentro y merezco algo de ese alivio.

      –Helena…

      Intenta acercarse a mí, pero no se lo permito. De un salto salgo de la cama y me enfrento a él con un odio nacido del dolor. Mi mirada de rabia lo detiene en seco. La vergüenza que siento sigue arraigando en mi interior. En este instante estoy dolida, furiosa, y a la vez, creo que si Fernando me lo pidiese, lo olvidaría todo. ¿Dónde está mi dignidad? ¿La tengo? De nuevo la imagen de ellos en el despacho viene a mí, y también una duda.

      –¿Quién más lo sabe, Fernando?

      –Nadie.

      –Por favor, no me mientas más. Me debes algo de respeto después de todos estos años, ¿no crees que ya me has mentido bastante? –no puedo evitar el tono de reproche y la dureza de mi mirada.

      –Ángel.

      –¿Qué?

      –Nos pilló un día y la montó gorda. Me amenazó con hablar contigo y hasta con despedir a Celeste. Pero ella no ha tenido la culpa, me enamoré de ella, de su forma de ser, de su manera de expresarse, de cómo me escucha y me entiende. Yo fui a por ella y la convencí. Ella se siente mal por ti y ya me ha pedido varias veces que hablase contigo. Pero yo no podía. Te miraba ahí cada mañana, con las niñas, con tu rostro de impotencia y tus suspiros. No podía.

      –¿Por eso me enviaste un mensaje? ¿Para que os pillara?

      Su cara muestra tal desconcierto que a punto estoy de creerlo cuando me responde. Pero no. No se puede creer a quien miente tan bien.

      –No sé de qué mensaje me hablas.

      –¡Venga, Fernando! Me enviaste un mensaje diciéndome que comiéramos juntos. Por eso me presenté allí de esa guisa. Me hice ilusiones y me encontré… ¿No os podíais permitir un hotel? Bah, qué más da. ¿Desde cuándo no me amas?

      –Ya te he dicho que aún te quiero. Pero Helena, yo no soy tan cruel. Debes creerme. Yo jamás te hubiese mandado un mensaje para que vieses con tus propios ojos… también fue violento para Celeste…

      –Oh, ¡pobrecita ella! –claro, no quería que fuera violento para Celeste, su dulce y comprensiva Celeste.

      –Yo no te envié ningún mensaje. Yo quería hablar contigo. Te quiero.

      –Querer y amar no es lo mismo.

      –De veras, lo siento, eres una gran mujer. Sé que ahora te duele, pero el tiempo…

      Le miro mientras me habla y veo su aspecto demacrado. Pero no siento pena, sino más rabia. No quiero que nadie esté conmigo por compasión o, peor, porque me considere “una buena persona”. Antes de que pronuncie esa temida expresión, decido que es mejor cortarle. Incluso yo me sorprendo de mi tono de voz calmado.

      –Vete. No puedo verte.

      –Eres una mujer especial…

      –Vete.

      –Helena…

      –Si alguna vez me amaste de verdad, deja de decir cosas que no me sirven. Soy tan especial que llevas dos años con otra mujer. ¿Sabes que Carmela pensaba que era Ángel quien tenía una aventura? Menudo favor nos has hecho a tu hermano y a mí.

      –¿Qué puedo decir?

      –Nada. Ni siquiera sé porque estoy hablando contigo –le digo levantando la voz.

      –¿Quieres que me marche?

      –Quiero que te vayas de la casa y de mi vida. ¡Ya!

      –¿Y las niñas?

      –¿Ahora piensas en ellas?

      –Nos has tenido muy preocupados a todos.

      –Seguro que a ti también.

      –Sí, Helena. A mí también. Tenemos que hablar de muchas cosas.

      –Te llamaré cuando pueda hacerlo. Al fin y al cabo, ambos tenemos nociones distintas del paso del tiempo. Para ti, dos años no son nada, y quince tampoco. Pero ahora solo puedo verte como a un monstruo y siento que eres un cabrón hijo de puta –las palabras brotan solas, sin control, y un dolor continuo corroe mis entrañas–.

      –Hablaré contigo cuando te tranquilices –contesta en un tono de voz exasperado.

      –No tengo más que hablar. Jamás vuelvas a sentir lástima por mí. ¡Jamás!

      Se pone de pie y se dispone a salir de la habitación, no sin que antes yo sienta que él también tiene lágrimas en el rostro. Nada más abandonar él la habitación, Carmela entra y se sienta junto a mí, acariciando mi cabello como si yo fuese una niña pequeña. Apenas consigo articular las palabras.

      –¿Cuántas horas llevo así Carmela? ¿Cuánto tiempo me han visto mis niñas en este estado?

      –¿Horas?–me dice ella llorando al mismo tiempo que yo–. Llevas dos días en este estado.

      – 13 –

      Engaños, cambios, pérdidas…

      Hemos hablado con las niñas y puedo decir, sin lugar a equivocarme, que de los peores momentos de mi vida, tal vez este haya sido el que se ha llevado el premio. Pero tienen derecho a saber al menos una parte de la verdad. Ha sido muy duro. Maia estuvo llorando todo el tiempo. Selena se mantuvo excesivamente serena. Solo hizo una pregunta. Quién había tomado la decisión.

      ¿Qué contestar a eso? Si le decía que su padre, no iba a creerme sin delatarle. Si le decía que había sido yo, me odiaría. Ella siempre ha tenido predilección por su padre.

      De nuevo, Fernando salvó la situación.

      –Decisión mutua. Los dos sabemos que no podemos continuar juntos, pero ello no quiere decir que cambie nuestra relación con vosotras.

      –¿Te vas de casa, papá? –preguntó Maia.

      –Sí. Vosotras y mamá os quedaréis aquí. Yo me marcho a un piso más pequeño –le contestó intentando secar las lágrimas que regaban su carita.

      –¿Puedo irme contigo papá? –preguntó Selena empezando también a llorar.

      Creo que eso fue el golpe más duro. Un puñal directo al corazón.

      –Es mejor que te quedes con mamá, Selena. Yo trabajo muchas horas y pasarías mucho tiempo a solas y así podrá follar tranquilamente con su amada secretaria a todas horas.

      –Pero papá, no me importa. Ya soy mayor. Cumpliré quince años en tres meses.

      –Tal vez sea así, pero tienes que tener en cuenta que aún eres menor de edad. Cuando cumplas los dieciochos podremos


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