Brumas del pasado. Margarita Hans Palmero

Brumas del pasado - Margarita Hans Palmero


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      – 10 –

      ¿Cómo he podido dejarme convencer? Me veo un poco ridícula, pero tengo que admitir que me veo distinta, guapa, incluso sexy.

      Estoy muy nerviosa. Me he comprado un bonito conjunto de lencería en un color… ¿cómo dijo la dependienta? Ah, sí, plomo. Parece que está de moda. A mi pálida piel le sienta muy bien. Incluso he comprado un liguero y unas medias a juego. Es increíble lo que una ropa adecuada puede hacer. He dejado que la dependienta me asesore y, por una vez, he cerrado los ojos al precio. El resultado, espectacular.

      Vuelo a casa y me meto en una bañera llena hasta arriba de sales de baño. Me lavo el pelo tan a conciencia que creo que me voy a quedar calva de tanto masajear mi cuero cabelludo. He comprado un perfume de jazmín y unos zapatos de tacón de infarto. Esto es una locura. Incluso me he comprado una bonita gabardina roja. Hoy no llueve, pero me hace una ilusión tremenda sorprenderle vestida tan solo con la ropa interior y envuelta en la gabardina. Un paquetito tentador.

      Llevaré vino y dos copas. Beberemos y nos dejaremos llevar, ya almorzaremos después.

      Tampoco conduciré. Si escucha el coche la sorpresa se puede venir abajo. Así que lo que haré es que tomaré un taxi y me bajaré al lado del taller, pero no delante. Luego caminaré unos diez u once metros hasta la pequeña puerta lateral de la que tengo una llave para emergencias. Si resulta que hay alguien trabajando allí, como llevo la gabardina, podré disimular. Pero si está solo, me quitaré la gabardina antes de entrar en la oficina y lo dejaré sin palabras. Después, que me traiga él a casa para cambiarme o no podremos ir a ningún restaurante decente. Tras este último pensamiento se me escapa una risita nerviosa. ¡Oh, señor! ¡Estoy muy nerviosa! ¡Y eufórica! ¡Por fin siento algo de vida dentro de mí!

      Me quito la estrellita del cuello. Hoy voy de vampiresa y el colgante inspira más bien dulzura. Utilizo mejor unos largos pendientes, me rizo el cabello y me maquillo utilizando incluso doble rímel y un atrevido tono cereza en los labios.

      Temblando, me dirijo afuera y tomo el taxi, que ya ha llegado. También llevo la rosa. Cuando me asegure que no hay nadie más, me la colocaré entre los dientes de nuevo, y esta vez... esta vez no dejaré que me diga que no.

      Conforme nos vamos acercando me pongo más y más nerviosa. El taxista, un señor que debe estar a punto de jubilarse, me mira con disimulo a través del espejo retrovisor. Soy consciente de la imagen que debo proyectar a estas horas del día, con este sol y yo con gabardina y un montón de maquillaje. Por no hablar de la poca ropa que llevo debajo. ¿Me he vuelto loca? ¡Pero sí yo solo soy la aburrida Helena!

      –Señorita, son siete con ochenta.

      –Gracias.

      –¿La espero?

      –No. Vuelvo por mi cuenta, gracias. Por favor, ¿puede retroceder para no pasar por delante del ventanal del taller? Quiero dar una sorpresa a mi marido –le explico animada.

      –Por supuesto. Ojala mi mujer me sorprendiera a mí de vez en cuando –me dice con una sonrisa.

      ¿Siete con ochenta? En fin, qué más da. Mucho más me he gastado en todo lo demás. Sujeto con fuerza la bolsa donde llevo el vino. Siento una sensación rara en el estómago.

      No hay nadie. ¡¡No hay nadie!!

      Siento cómo mi corazón bombea la sangre con una fuerza arrolladora. Conforme voy pensando en su reacción noto cómo yo misma, junto al nerviosismo, empiezo a tener otras sensaciones. Me voy sintiendo animada por momentos, deseosa, calurosa, húmeda.

      En este instante me siento una mujer deseable, hermosa, apetecible y segura de sí misma.

      Respiro hondo y miro bien para todos lados. No he hecho el menor ruido con la llave. No se ve a nadie por aquí. Perfecto, vamos bien. Voy andando de puntillas para no hacer ruido. Aunque las oficinas están por el otro lado, no quiero que me escuche si tiene la puerta abierta.

      Con alivio veo que no están los vehículos de los empleados. Está solo. Ha llegado el momento.

      Con cuidado suelto la bolsa y me quito la gabardina. De repente me siento algo insegura y compruebo que todo esté donde debe estar. Me veo reflejada en un cristal del taller y pienso. Sí. Me coloco la rosa en la boca y me dispongo a hacer mi entrada triunfal.

      En una mano sujeto dos copas y en la otra la botella de vino. La flor bien sujeta entre los dientes, la cabeza alta, el cabello suelto, la provocación en los ojos y el deseo en el cuerpo.

      Me parece escuchar algo. ¿Música? ¡Me ha visto! ¡Y ha puesto música! Feliz, radiante, abro la puerta de su despacho…

      Las copas, el vino y la rosa caen al suelo estrellándose junto a mi vida.

      Claro que hay música. Y ahí está Fernando. Ardiendo como el carbón, pero no por mí. Él semidesnudo, Celeste, su ayudante, desnuda de cintura para arriba y colocada a horcajadas sobre él.

      El diablo ya está aquí.

      – 11 –

      No fue agradable verla salir de aquella forma. Apretó los puños con fuerza y tuvo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para no correr hacia ella y abrazarla.

      Llevaba varios días siguiéndola. No podía evitarlo. Al fin la había encontrado.

      La espera había sido larga, más de lo que él jamás pudo imaginar. El día del mercado medieval no pudo evitar acercarse a ella y rozar un instante su cuerpo, aspirar el aroma de su cabello, observar la profundidad dormida de sus ojos.

      Helena... Un nombre hermoso. No era el nombre con el que una vez la amó, pero no se había enamorado de un nombre, sino de ella, de su esencia.

      No le gustaba lo que estaba pasando, ni lo comprendía. La vio salir por la mañana con aquella amiga suya y las siguió a ambas mientras iban de una tienda a otra. La había visto reír, la había visto sonrojarse mientras pagaba aquellas diminutas prendas que él mataría por ver sobre su cuerpo. Cuánto ansiaba volver a acariciarla...

      El dolor y los celos de aquel otro, que había llegado a su vida antes de que él la encontrase, volvió a darle un latigazo por dentro. Pero sabía que debía ser así. Ya lo profetizó su abuela. Tendría que encontrarla sin que fuese suya. Tenía que recuperarla sin que ella supiese la realidad. Ella debía reconocerle, debía despertar de su letargo dormido, despejar las brumas de su pasado y aceptarle.

      Tenía que regresar a su casa, a su hogar, pero dejarla así... Él ya sabía de la infidelidad de su marido. Pero también había recibido instrucciones precisas. No podía intervenir por mucho que lo desease. Y lo deseaba. Porque había visto que en aquel edificio había alguien más. Había visto que se trataba de la misma persona que también la seguía, escondido, agazapado como un cazador listo para atacar. Y sabía quién era él. La historia intentaba repetirse, él lo intentaba de nuevo, con malas artes y trampas.

      Y Helena era su presa.

      Se moría por acercarse a ella, por contarle, por advertirla de aquel hombre que ella creía amigo y era un lobo disfrazado de cordero. Pero no podía hacerlo.

      –No puedes interferir en su vida. Debe llegar a ti por sí misma, encontrarte como tú una vez la encontraste a ella, o todo volverá a estropearse de nuevo y esta vez no tendrás otra oportunidad.

      Acarició la suavidad de aquel pañuelo que tanto había resistido a pesar del tiempo y la distancia. Esta vez esperaría su momento, aunque la rabia le corroyera por dentro y amenazara con quemarle.

      – 12 –

      ¿Se puede morir en vida?

      –Helena, tienes que comer algo

      –¿Tía


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